Las compañías aéreas no son solo una de las grandes suministradoras contemporáneas de clientes a los traumatólogos y fisioterapeutas, sino también una de las mayores extorsionadoras colectivas de nuestro tiempo. Se aprovechan de una necesidad fundamental, creada, a su vez, por la sociedad enferma en la que vivimos: la de huir, la de estar en otra parte. El turismo de masas, ese al que todos nos sumamos, arrebatados por la urgencia de creer que somos libres, que podemos disfrutar sin restricciones del mundo (cuando, en realidad, nuestros viajes son solo remisiones temporales de la condena: concluida su fugacísima duración, hay que volver a la dura mazmorra cotidiana; viajar es vivir en régimen domiciliario), les ha otorgado, no solo una fuerza aplastante, sino también una bestial capacidad de intimidación. Para ello cuentan con las armas habituales de los grandes agentes de la economía capitalista: el volumen de sus operaciones, las dimensiones de su capital, la mecanicidad de sus comportamientos, la enormidad de sus departamentos jurídicos, la influencia política. A sus habituales engaños y a sus prácticas mafiosas, acabo de descubrir que se ha sumado otra exacción que puede calificarse, sin reparo alguno, de robo: esto es, de sustracción violenta de nuestros bienes (con la violencia de lo inesperado, con la fuerza del abuso y los hechos consumados). El pasado mes de mayo compré dos billetes en British Airways: la ida, de Londres a Barcelona, para el 26 de junio; la vuelta, de Barcelona a Londres, el 20 de julio. El precio: 150 libras, unos 180 euros. Sin embargo, tras un viaje a España a principios de junio, hube de quedarme en Barcelona, porque, después de muchos meses en la lista de espera, la Seguridad Social iba por fin a operar a mi madre de artrosis en una rodilla el 11 de ese mes. Como la recuperación se preveía lenta y difícil -y así está siendo-, tuve que quedarme en Barcelona para atenderla, en lugar de volver a Inglaterra, para volver a viajar a España el 26 de junio, como había planeado; y aquí sigo. Pues bien, a los placeres de la enfermería y del cuidado domiciliario, British Airways ha tenido el detalle de sumar un regalo: el de comunicarme, por correo electrónico, que mi vuelo de vuelta, del 20 de julio, ha sido anulado, porque no he utilizado el de ida. Cuando pude recuperarme de la estupefacción, telefoneé a la compañía, para verificar que aquello no fuera una inocentada tempranera o, simplemente, un error. Pero en el irónicamente llamado servicio de atención al cliente, el señor José María García (que no es el periodista deportivo, sino un robótico toreador de pasajeros iracundos) me informó de que esa era "la política de la empresa": cancelar las vueltas, si no se había viajado a la ida. Cuando le pregunté en qué se diferencia esa "política de la empresa" del robo, me dijo que no podía contestarme, pero que esa era "la política de la empresa". Como gesto de buena voluntad, el robot García me informó de que, para volar en el mismo avión para el que había comprado el billete de vuelta, ahora tendría que pagar unos 200 euros más. Le dije que aquello no era un gesto de buena voluntad, sino una mierda, y colgué. Por la tarde, rumiando el cabreo, investigué en internet, y di con varias páginas -de organismos oficiales, de asociaciones de consumidores, de particulares y hasta de agencias de viaje- que informaban sobre esta práctica. Al parecer, todas las compañías -tanto las de bajo coste como las supuestamente serias, como British Airways- vienen ejerciéndola desde hace años, con el único propósito de cobrar dos veces por el mismo servicio. Eso, en Derecho, tiene nombre: enriquecimiento injusto. Uno ha comprado dos billetes, y cree que, como cualquier cosa de su propiedad, puede utilizarlos o no. Pero eso le da igual a la aerolínea. La aerolínea puede robarte el segundo, es decir, cancerlarlo, sin previo aviso ni derecho a compensación, cuando le pete. En las páginas consultadas averigüé que los servicios de atención al cliente suelen desestimar las reclamaciones que se formulan contra el robo, y que no queda otro remedio que acudir a los tribunales para evitar el atropello. La buena noticia es que, en el procedimiento llamado verbal, si la cuantía de la demanda no supera los 2.000 euros, se puede actuar sin abogado ni procurador. Es decir, basta con presentar un papel en el juzgado de lo Mercantil de la ciudad donde se viva (si en esa ciudad tiene sucursal la compañía aérea demandada), en el que se exponga lo sucedido y se cuantifiquen los daños, y el juez fallará a nuestro favor. Así ha sucedido, al menos, en las sentencias del juzgado de lo Mercantil nº 1 de Bilbao, de 7 de julio de 2008, de la Audiencia Provincial de Madrid, de 27 de noviembre de 2009, y del juzgado de lo Mercantil nº 2 de Palma de Mallorca, de 22 de marzo de 2010, y así es previsible que siga sucediendo. British Airways todavía no me ha contestado (y sospecho que tardará bastante en hacerlo), pero, salvo que reconozca mi pretensión, algo que estimo improbable, estoy resuelto a denunciarla ante los tribunales. Al final, y frente a la dejación del poder político, cautivo del gigantesco lobby aeronáutico, la justicia, con todos sus defectos, es la única que ampara al ciudadano frente a las macrocorporaciones. Acabar con esta práctica propia de José María el tempranillo y sus guerrilleros con trabuco es, en teoría, facilísimo: basta con que el Parlamento Europeo apruebe una directiva que la imposibilite, con un artículo único, que brindo a los legisladores de la Unión: "Las compañías aéreas no podrán cancelar, ni penalizar en modo alguno, los billetes de vuelta, en trayectos de ida y vuelta, cuando el usuario no haya utilizado el de ida". Si, por imposición de la Unión Europea, se ha modificado la Constitución española en un fin de semana para que el Estado no pueda gastar más de lo que conviene a la Unión, es decir, al poder financiero de la Unión, no veo por qué no puede adoptarse una norma así en un par de horas. Sin embargo, y pese a la evidencia del latrocinio a que las líneas aéreas someten a sus clientes, los políticos no pían. También es muy significativo que las compañías aéreas sigan cometiéndolo, a pesar de las sucesivas sentencias que las condenan por ello. Eso quiere decir que les sale a cuenta pagar las indemnizaciones establecidas por los tribunales: el beneficio que obtienen con el robo sigue siendo muy superior al perjuicio que han de soportar. La única forma, pues, que tenemos de doblegar esta contumacia delictiva es asumir el protagonismo de la lucha, y denunciar, denunciar, denunciar. En este caso, es muy sencillo y apenas tiene costes. Y hay que apurar la reclamación hasta el máximo permitido por el procedimiento: 2.000 euros. Deben sumarse el importe del billete cancelado, el del nuevo billete que tengamos que comprar para hacer el viaje, la indemnización por cancelación prevista en la normativa europea (250 euros por pasajero, para trayectos inferiores a 1.500 kilómetros; si son superiores, la indemnización aumenta), el interés legal del dinero por la cuantía del billete robado, desde que nos lo hayan robado, todos los gastos vinculados a la cancelación, la reclamación o el proceso judicial que podamos justificar, y una indemnización por daños morales, en importe libremente estimado. Siento haber sido tan prosaicamente leguleyo en la entrada de hoy, pero aún me bulle la sangre.
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