miércoles, 18 de junio de 2014

Christian Tubau

Paso el día en el hospital. Sobrevivo a la tristeza fijándome en los detalles. Fijarse en los detalles -y transcribirlos después en un relato- es una de las mejores formas de insuflar vida a lo que está muerto. Hoy reparo especialmente en el trato de las enfermeras. Casi todas hablan a los pacientes como si fueran niños: los tutean, les riñen, despliegan esa familiaridad empalagosa de las guarderías o las tías solteronas. Y yo me pregunto si no deberían guardar, en sus relaciones con los ingresados, la misma respetuosa eficacia que exhiben con las cosas. Que alguien sea viejo o no pueda moverse sin ayuda no autoriza a nadie a tratarlo como a un primo del pueblo, o como a un minusválido mental. En estas circunstancias, siempre recuerdo un pasaje de Rayuela -creo que era Rayuela, aunque, ahora que lo pienso, quizá fuera algún relato de Julio Ramón Ribeyro- en el que un anciano es atropellado en una calle de París, y los enfermeros que lo recogen le hablan como a un niño, y lo tratan de pepé, algo así como abuelo o yayo. El narrador reflexiona entonces: a lo mejor ese viejo es la mayor autoridad mundial en la poesía de la dinastía Ming, y aquí está, siendo manoseado por dos enfermeros que lo ven, y que le hablan, como a un guiñapo. Por la tarde he quedado en Laie con Christian Tubau, un viejo amigo, aunque él es mucho más joven que yo. Como llega con algún retraso, aprovecho para curiosear en los estantes de novedades, y no puedo resistir la tentación de comprar La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine, en Acantilado: el título se me antoja admirable, y muy prometedor; y, además, es barato: solo 9,5 euros. Christian es un hombre del arte, un perfecto caballero renacentista que ha tenido la desgracia de nacer, no en el Renacimiento, sino en nuestra época desalmada. Lo conocí en una tertulia que manteníamos, hace muchos años, algunos letraheridos: apareció un día, de la mano de uno de sus miembros, al que había conocido en la Facultad de Filosofía, donde ambos estudiaban. Desde el principio se me antojó una persona inteligente y entusiasta, ávida por crear. Aunque se licenció en Filosofía, hizo su tesis doctoral en literatura española, sobre el quietista Miguel de Molinos, y no me envanezco si digo que le influyó mi recomendación: yo le descubrí a Molinos, a quien considero uno de los mejores escritores de los siglos de Oro españoles. Su Guía espiritual -que conoció una primera y excelente edición de José Ángel Valente, en Seix Barral, en los años 70- es un prodigio de tersura y penetración, un derroche de prosa cristalina, impregnada de poesía. La actividad de Christian en todos los terrenos artísticos ha sido incansable: ha escrito poesía en castellano y, recientemente, en catalán; ha pintado y esculpido; ha hecho fotografía; ha traducido del inglés y del catalán; y estos últimos meses anda, según me cuenta, enfrascado en su primera novela. Yo lo incluí en Poesía pasión, mi antología de poetas jóvenes españoles, publicada por Libros del Innombrable en 2004: era el más joven de los antologados. Allí escribí sobre él: "El poeta busca formas en que se materialicen sus principios creadores. Por eso sus composiciones tienen un cierto carácter residual: como si solo fueran lo que sobrevive al hecho de escribirlas. Christian parece buscar un retroceder de la palabra: una desnudez que vuelva a vivificarla, a dejarla, trémula y transparente, en los labios de quien la dice, o en los ojos de quien la lee. El concepto de inversión es importante en su obra: devolver la palabra a su origen, a su envés, despojarla de sus adherencias y de su progresión, de la vacuidad que supone, simplemente, utilizarla. Se trata, pues, de decir callando, de nacer diciendo: de anular la palabra para que crezca la palabra". Y este era uno de sus poemas: "Como adentrándose en un guante/ así tu mano de agua clara/ me recoge y me da vuelta,/ me desenvaina.// Como una nuez abierta/ rota/ entre las losas lentamente/ brotas.// Blanco nogal hendido en el silencio./ Nacido inverso      transparente./ Hueco que te haces mínimo verso,/ poema cóncavo      bajorrelieve". El problema de un ser renacentista como Christian es que hay que comer. Su pasión artística ha tenido que conciliarse con las exigencias de la supervivencia, y eso le ha llevado a desempeñar los trabajos más inverosímiles: por ejemplo, vigilante nocturno de vallas en la filmación de exteriores de una película. Eso hizo en Montjuic, hace años: asegurarse de que nadie invadiera el espacio en el que se desarrollaba la filmación. No estoy seguro de que lo consiguiera: según me dijo, se pasó casi todo el tiempo sentado en una de aquellas vallas, leyendo a la luz de un farol. Las dificultades, con ser muchas, no le han hecho abjurar de su pasión, y sus actividades siguen siendo múltiples. Vivió varios años en una masía de Gerona, a donde Ángeles y yo fuimos a visitarlo en una ocasión: recuerdo el perol de lentejas que preparó Natalia, su mujer, y que nos proporcionó la energía suficiente como para dar un larguísimo paseo por aquellos parajes agrestes, de donde salió luego un poema de Las horas y los labios. Ha vivido varios años en el estado de Vermont, en los Estados Unidos, en medio del bosque, rodeado de nieve. Pero la dificultad del clima y algunos rasgos de aquella cultura, junto con los permanentes apremios materiales, han hecho que volviese a Gerona: ahora está viviendo en otra masía, con gallinas, y un huerto, y dos hijos, dando clases de inglés y haciendo traducciones (también tuvo un gato, pero se lo llevó un búho). Y, sobre todo, escribiendo: él no ceja en su empeño, aunque las facturas aprieten. A Christian le apetece pasear, y salimos de Laie: justo cuando lo hacemos, empieza a llover. Christian siempre ha sido un visionario. Antes de que el agua caiga con fuerza, nos da tiempo a hablar de entusiasmo -que él suscribe, y hace bien- y estoicismo -que suscribo yo, sin estar muy seguro de que no sea una coartada para la inacción o la cobardía-. Luego el sirimiri se convierte en el diluvio universal, y nos refugiamos en la entrada de El Corte Inglés del Portal de l'Àngel. Desde allí vemos pasar a algunos transeúntes que han dejado de preocuparse por la lluvia: ya están empapados. No sé si los mueve el entusiasmo o el estoicismo. Algunos, guiris, se toman fotos bajo la tormenta, como si fuera otra obra de Gaudí. Nos despedimos en la estación de Cataluña, junto a Canaletas. Yo me llevo en la mochila parte del manuscrito de la novela que está escribiendo: Christian quiere que le dé mi opinión. Él desaparece entre la gente y el aire gris de la tormenta, deshilachado aún por el agua: quiere llegar a casa para seguir escribiéndola.

2 comentarios:

  1. Otro poeta "vigilante", Eduardo. Va creciendo la nómina.
    Abrazo.

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  2. En efecto, Elías: interpretado con una cierta amplitud de miras, Christian también ha ejercido de segurata. Será cuestión de ponernos a nuestra famosa antología.

    Un gran abrazo.

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