domingo, 8 de junio de 2014

Un gato en Sant Cugat

Después de dos días intensos en Madrid, regreso a Sant Cugat. Como Pablo está en el País Vasco haciendo surf, he de volver a casa en transporte público, y, para hacerlo, el primer problema que tengo que resolver es mi maleta, en la que acarreo, como siempre, varias docenas de libros, y que pesa una tonelada. La dejo en casa de mi madre y cojo el metro. En los túneles del subterráneo hay muchas pegatinas que reclaman la independencia o la república, y, en muchos casos, ambas cosas, independencia y república. También me encuentro a un chino que interpreta El cant dels ocells con uno de esos violines tradicionales que parecen escobas: suena como si Pau Casals practicara kung-fú. Más adelante, en un extremo del andén de la parada de Plaza Cataluña, quince o veinte africanos ocupan las escaleras de salida. Cada uno carga con un fardo de varios metros de diámetro, lleno de bolsos de lujo más falsos que un duro sevillano. Cuando la policía los acosa, ellos se refugian en el metro hasta que el peligro ha pasado. Luego vuelven. Naturalmente, en el metro no pagan: solo saltan los torno, y esperan. En los ferrocarriles de la Generalitat, revivo los muchos años que he pasado haciendo este trayecto, cada día, de ida y vuelta, y me resulta extraño. Hoy es una novedad absoluta, pero durante mucho tiempo estos vagones eran como la prolongación de mi comedor. Los olores no han cambiado; la expresión de la gente, tampoco. Reconozco los paisajes urbanos, que cada vez se van haciendo menos urbanos, y el deslizarse de las gotas del sistema de refrigeración por el exterior de las ventanas, y el crujido del asiento al sentarme, y el bufido hidráulico de las puertas al abrirse. Camino ya de mi casa desde la estación, me sorprende algo que no había visto nunca antes: un conejo -un conejo doméstico, gordo, lanudo, de ojos como canicas- me espera, sentado, en el centro de la calle. Debe de haberse escapado de alguna casa, y, en estos momentos, estoy seguro de que, en algún sitio, un niño está llorando desconsolado la pérdida de Fred, o de Pinky, o de Manolo. No deseo atrapar al bicho, pero, aunque quisiera, no podría: en cuanto me acerco un poco, Fred da dos brincos animosos y desaparece debajo de un coche. Al llegar a casa, me está esperando un montón de correo. Junto con muchísimas factura de gas y electricidad -con esos precios tan asequibles de que disfrutamos todos-, encuentro libros -entre ellos, uno colectivo, publicado hace nueve años, en el que figura un trabajo mío, y que solo ahora el editor ha tenido a bien mandarme- y revistas: Quimera, Letras Libres, Revista de Occidente, Cuadernos Hispanoamericanos. En el extensísimo número 51-52 de Cuadernos del Matemático, con el que la publicación celebra sus veinticinco años de existencia, encuentro una reseña de un tal Delgado, seguida de otra de un tal Obeso; también varios trabajos de Rafael Morales Barba; y, en fin, una plétora de relatos, colaboraciones críticas y poemas, entre los que hay uno mío, cuyos sangrados, como es habitual, no se han respetado; y me pregunto por qué les será tan difícil a las revistas entender que los versos han de iniciarse donde el poeta haya decidido que se inicien, y no donde el maquetador prefiera hacerlo. Junto con el papel, me espera también un gato. Gata, en realidad: se llama Miel. Pablo la ha rescatado de un refugio de animales, para mitigar su soledad (la de Pablo, no la de Miel). Cuando abro la puerta, el felino no se deja ver: es tímido y asustadizo. Lo descubro debajo de una manta, en el sofá. No huye, pero me mira tenso, con aprensión: tiene unos ojos infinitos. Cuando hago un gesto de acercamiento, sale corriendo con la misma urgencia que Fred, aunque con mucha más elegancia: donde aquel daba botes desmadejados, este se desliza elástico, casi acuoso. Es curioso: nunca me había sentido atraído por lo gatos; más bien los había rechazado: todos éramos mucho más de perros. Me disgustaba su indocilidad: para bestias ariscas, ya están los humanos. En una mascota, yo quería cercanía y sumisión, y no ese carácter neurótico que ahora se acerca, manso, y luego te lanza un bufido o un zarpazo. Pablo ya me había avisado de que Miel no es agresiva, pero sí muy retraída. Para mi sorpresa, sin embargo, cuando me tumbo en el sofá, por la noche, para ver la televisión, la gata empieza a merodear, y no tarda en subirse conmigo. Pero no me toca: camina entre mis brazos y piernas derramados como una bailarina en un demi-plié, o como un acróbata que superase sin esfuerzo los obstáculos de una pista americana. Por fin, cuando ha ganado confianza, se apoya en mí, y me busca la mano con la cabeza para que la acaricie, y hasta se me tumba en la tripa. Me deprime un poco que la considere tan mullida, pero no me desagrada que se acomode ahí. La sigo acariciando mientras se deja, fascinado por la suavidad del pelo y las formas huesudas pero amables: su esqueleto es una maquinaria casi horológica bajo el edredón de la piel. Por fin, se cansa de aquella intimidad televisiva, salta con ligereza abrumadora hasta el suelo y se pierde entre los sillones del comedor, junto al gran ventanal, para distraerse, como los jubilados, viendo pasar coches. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, Miel entra en el despacho, se pasea entre mis pies descalzos y los cables del ordenador, huele los libros y papeles apilados, curiosea en los rincones, y desaparece otra vez en la amplitud de un salón, que patrullará un buen rato, antes de acostarse, de nuevo, junto a los cristales, para ver coches, y un cielo tan azul como sus ojos.

2 comentarios:

  1. Los perros te dan la bienvenida a tu casa, los gatos te la dan a la suya. Bienvenido pues!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias, Agustín. Espero que estéis bien. Y aprovecho esta respuesta para comunicar a los lectores que el conejo extraviado se llama Coco. Hoy he visto ya pasquines dando cuenta de su trágica desaparición, e indicando números de teléfonos a los que informar de su paradero. No quiero ser agorero, pero me temo que a este paso ya lo habrá aplastado algún coche, o se lo habrá comido algún gato (no el mío, que no sale de casa) o algún parado hambriento.

      Un gran abrazo.

      Eliminar