Ayer empezó otro campeonato mundial de fútbol. Los mundiales se repiten como las estaciones, y muchos habrá que regulen su vida por su llegada: "Oh, sí, yo me casé cuando el Mundial de Alemania"; o bien: "Pues yo hice la mili cuando el de México". De hecho, eso es lo que me pasó a mí, que hice la mili cuando el de México. Recuerdo a Carlos L. E., el mejor tirador de la compañía, pese a estar aquejado de un síndrome de La Tourette capaz de desnucar a un elefante, saliendo muy alegre del acuartelamiento. Cuando le pregunté cuánto había quedado España con Dinamarca en octavos de final, respondió: "¡Cinco a uno, tío! ¡Cinco a uno, ho..., ho..., hostia!". Su alegría decayó en la siguiente ronda, los fatídicos cuartos de final, en la que España fue ignominiosamente eliminada por la diminuta Bélgica. El primer Mundial que recuerdo es el del 74, disputado en Alemania y ganado por Alemania, y en el que España no participó. Nuestros héroes eran los holandeses. En el colegio todos andábamos locos por aquella banda de melenudos oranjes, a los que nos imaginábamos fumando petas en el vestuario y metiéndole después, en el campo, una tunda a cualquiera. La mejor prueba de la adoración popular de un equipo de fútbol son las camisetas: en aquel entonces, todos los niños queríamos la camiseta naranja. De la selección holandesa recuerdo con nitidez al portero, Jan Jongbloed, que llegó a ella de rebote, por lesión del portero titular, y que culminó un campeonato fantástico, a pesar de caracterizarse por utilizar muy poco las manos: "Las para hasta con el culo", decía Sagarra, uno de los expertos en fútbol de nuestra clase, que abundaba en ellos. El hombre, vestido de amarillo chillón y con un insólito 8 a la espalda, parecía tener alergia a la portería y a las funciones del portero, y se paseaba por medio campo, achicando espacios, cortando avances contrarios y despejando con los pies. Pese a aquella imagen desenfadada, Jongbloed recibiría un golpe trágico en 1984; en realidad, fue su hijo, Erik, también portero, el que recibió la descarga mortal: en 1984, en un partido de exhibición, lo fulminó un rayo, ante los ojos de su padre. Pero la selección holandesa no ganó aquel Mundial: lo hizo Alemania, con la eficacia de una factoría metalúrgica, y porque jugaba en casa. Aunque lo de jugar en casa nunca ha sido una garantía: véase, si no, la actuación de España en el Mundial del 82, en el que, todavía sobrecogidos por la mascota "Naranjito", vimos cómo la selección nacional, en la fase de grupos, empataba con una potencia balompédica como Honduras y perdía contra otro equipo asimismo temible, Irlanda del Norte. Yo, que por aquel entonces estudiaba Derecho y me reunía con otros compañeros fútboladictos para ver los partidos de la selección, no podía salir más deprimido. Todos salíamos deprimidos, pese a las altas dosis de ganchitos y cubalibres que nos propinábamos. Luego he seguido los Mundiales cada vez con menos afición. Recuerdo el de México por los goles de El Buitre y por "la mano de Dios", aquel prodigioso remate con los metacarpianos de Maradona contra Inglaterra, que hizo más por la recuperación del orgullo patrio que la reconquista de las Malvinas y que todavía escuece en las Islas Británicas, y que se sumó, en el mismo partido, increíblemente, al que está considerado como el mejor gol de la historia del fútbol, aquel eslálom del mismo Maradona que supuso la eliminación de la Pérfida Albión en cuartos de final. Creo que ese fue el último Mundial que seguí con alguna atención, pese a estar en Alicante, cumpliendo con los deberes con la patria. Luego mi interés se ha ido diluyendo, a la par que el que sentía por el fútbol en general. Naturalmente, el Mundial de Sudáfrica, en 2010, fue un revulsivo, pero más por el empuje del entorno y por la feliz actuación de la selección española que por su atractivo en sí. Recuerdo que estábamos en Extremadura en los partidos finales. En Coria vimos el gol de Puyol contra Alemania en el bar de un hotel. No había nadie, pero porque todos estaban en las plazas del pueblo siguiendo el partido. Aullar en la calle sosiega mucho, más que hacerlo bajo techo. Y a Puyol, por cierto, habría que estudiarlo en algún laboratorio: la melena, los abdominales y la nariz deberían ser objeto de un cuidadoso estudio, sobre todo la nariz, con la que ha impedido goles cantados. De hecho, cualquier órgano del cuerpo le ha servido al defensa para interponerse entre el atacante y su portero: Puyol es el único jugador del mundo que deliberadamente pararía con los testículos un remate del rival, si eso evitaba un gol. También habría que analizar su cerebro, porque alguien capaz de hacer lo que acabo de describir y, a la vez, incapaz de construir una frase subordinada, puede ofrecer informaciones maravillosas a la ciencia. La final de ese Mundial, contra los eternamente perdedores holandeses, la vimos en casa de unos cuñados, en Madrid: ya volvíamos a Barcelona, y esa noche, justamente, pernoctábamos en la capital. Llegamos a la casa de nuestros familiares, en una urbanización de las afueras, cuando el partido ya había empezado. No había nadie por las calles. Lo que sí había, y muchas, eran banderas españolas: en infinidad de balcones colgaba la enseña nacional. De hecho, había muchas más entonces que las cuatribarradas, con estrella o sin ella, que ahora penden en las ciudades y pueblos catalanes. Pero aquello, claro, no era una demostración de nacionalismo, sino una sana exhibición de patriotismo y hasta de constitucionalismo, mientras que esto es un ejercicio de diabólico separatismo y casi un delito de sedición. Seguimos el partido en multitud, con nuestros suegros y otros cuñados y un montón de niños. Repetíamos, sin saberlo, aquella tendencia de mis años de estudiante, cuando nos juntábamos para admirar el espectáculo: la unión hace la fuerza y mitiga la derrota. Cuando Iniesta marcó, me pasó algo muy extraño: vi el gol, vi cómo el balón superaba milagrosamente a Stekelenburg y se alojaba en la red, y, antes de ponerme a gritar, me giré hacia los demás para compartir su reacción. Pero aún no habían reaccionado: seguían mirando la pantalla, como si el balón no hubiese entrado todavía. Durante un periodo de tiempo que me pareció infinitamente largo, aunque lo más probable es que no durara más de un segundo, vi sus rostros expectantes, tensos por la emoción, inmóviles; y yo pensaba: "¿A qué esperan? ¿Es que no ven que acabamos de marcar?". Es como si hubiera un agujero en el tiempo, y yo lo hubiese atravesado una fracción antes que ellos. Por fin rompieron -rompimos- a bramar, como una horda de neanderthales que hubiesen cazado a un uro; un bramido que se sumó al de las casas vecinas, al de las urbanizaciones vecinas, al de todo Madrid y toda España, hasta alcanzar las dimensiones de un ululato cósmico, de un clamor metafísico, que nos transportó, durante algunos minutos, a una irracionalidad felicísima y a una bienaventuranza sin sentido ni fin. Antonio, el cuñado en cuya casa sucedía todo esto, sacó la cabeza por la ventana, como poseído por el demonio Asmodeo, y siguió aullando al cielo, a la luna, como la bocina de un transatlántico; luego, no sin esfuerzo, telefoneó a sus hermanos, uno de los cuales explicitó así sus sentimientos: "¡Hostia, tío, hos... hostia, uuuuh, aaaaah, oé, oé, oé... joder, coño, tío, uuuuuuaaaahhh!". Y luego precisó: "Rediós, rediós, esto es la po...., arf, argh, ooooooéééé´". No obstante, sigo creyendo que este interés ocasional ha sido solo una anécdota, coincidente con la anécdota del buen resultado de España. Mi pasión por el fútbol ha casi desaparecido: me sigue gustando que el Barça gane sus partidos, sobre todo si son contra el Real Madrid, pero ni siquiera los veo por televisión. Mi desinterés, no obstante, no ha crecido parejo al de la gran mayoría de la gente, que sigue enganchada, en España y en todas partes, al estímulo -o al narcótico: no lo sé bien- del balón. Veo a miles, a millones de personas, devotas del fútbol, hinchas o aficionados, socios o practicantes, que consumen sus horas, su vida entera, pendientes de fichajes, estrategias, declaraciones y eliminatorias, que se repiten, siempre iguales a sí mismas, y siempre igual de vacías, año tras año, partido del siglo tras partido del siglo, y me pregunto por qué consumen en algo tan fútil, tan idiota, su energía. Cuando aún no sabemos si existe Dios; cuando la guerra, el hambre y la injusticia azotan el mundo; cuando estamos atravesando una grave crisis económica y social que puede alterar la correlación internacional de fuerzas y las instituciones políticas del planeta; cuando todavía estamos sometidos a la enfermedad y la muerte; cuando el hombre no ha resuelto aún ninguno de los graves problemas existenciales que lo aquejan desde el amanecer de los tiempos y la caverna de Platón; cuando todo esto sucede, los seres humanos se ocupan del fútbol. Muchos responderán de inmediato: pues precisamente por eso: para distraerse con él y no pensar en las cosas terribles que pasan; es el clásico pan y circo. Y tienen razón: el deporte, en general, y el fútbol, en particular, son los principales sustitutivos simbólicos de la violencia, pero, aun así, no entiendo tamaño despilfarro: solo tenemos una vida, ¿y la vamos a desperdiciar viendo a veintidós millonarios persiguiendo una pelota, y que siempre gane Alemania?
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