En la Feria del Libro siempre me ocurre lo mismo: ingreso primero en la caseta, que es como una pecera, o como la jaula sin barrotes de un pájaro, obediente, y luego, angustiado por la pequeñez del sitio (una pequeñez que aún se hace más pequeña con mis proporciones) y, al mismo tiempo, excitado por la presencia de amigos, salgo de ella, y merodeo a su alrededor, y no vuelvo a entrar si no es estrictamente necesario. Ayer eso hice también. Primero nos visitó Óscar Curieses, que anda ocupado con la promoción de su más reciente libro, el magnífico Hombre en azul, que compró un ejemplar de Insumisión para un amigo común, el también poeta Ernesto García López, y que se tuvo que marchar pronto a sus clases de yoga; luego abracé a Javier Pérez Walias -al decir de Juan Carlos Mestre, el primer poeta visigodo de España-, que acababa de llegar de Cáceres, y que quería husmear, como todos los años, en casetas y libros; más tarde, a Fernando y Virginia, los responsables de la Fundación Corda, de Nueva York, que están de viaje por Europa, y que quisieron también verme, y a Pepo Paz, el editor de Bartleby, que se acercó con sus hijos y una enorme cámara fotográfica al cuello; y, por fin, reconocí, con sorpresa enorme, a una vieja amiga, Marta Izuzquiza, que había trabajado, hacía años, para el programa de intercambio de estudiantes con los Estados Unidos, gracias al cual viví un año en Atlanta. Fue una forma inesperada de revivir una experiencia que ha sido esencial para mí, y un modo de recobrar también un mundo, un tiempo, en el que las cosas tenían otro sabor y los días no acababan cuando anochecía. Marta seguía tan divertida e ingeniosa como la recordaba, y la hija que la acompañaba, de una belleza insólita, no dejó de sonreír durante todo el encuentro. Pero no solo charlé con la gente que había venido expresamente a la caseta de Vaso Roto a saludarme, sino también con otros a quienes era yo el que reconocía, como Víctor Amela, el periodista de La Vanguardia y viejo amigo, que había venido también a firmar, y que paseaba entre los puestos con una melena pródiga, una camisa que me pareció hawaiana (o, por los menos, de algún atolón del Índico) y unas gafas de pasta fucsia. Y, mientras intercambiábamos informaciones, me tocó el brazo Sergi Bellver, escritor de Barcelona con el que he tenido muy gratos encuentros, y librero estos días en la Feria. Los amigos se amontonaban. Y también los que no eran amigos, pero sí personajes con alguna -o mucha- celebridad. Detrás de la caseta de Vaso Roto, se instaló durante un buen rato, en conciliábulo singular, Jordi Sevilla, político del PSOE, ex ministro de Administraciones Públicas y egregio miembro, hoy, de una consultora internacional, uno de los destinos clásicos de los políticos expulsados, o rebotados, o retirados, junto con los consejos de administración de las grandes empresas de la energía y la comunicación, y los organismos internacionales. No hay como ser político para tener un gran futuro. No obstante, la presencia de Jordi Sevilla resultaba insignificante en comparación con la de una gran vedette en uno de los stands del otro lado del paseo, que concitaba un remolino de gente y flashes de periodistas: Elsa Pataky, esa hispano-húngara cuyo cuerpo y cuyas habilidades interpretativas no pueden estar más alejados, pero a la que todo se le perdona. Siempre que la veo en alguna película, o leo su nombre en los periódicos, pienso en aquel melancólico verso de Sergio Gaspar: "Nunca estaré en la vagina de Elsa Pataky...". Ni yo tampoco.
A las ocho, Jordi Doce y yo nos acercamos a la carpa de la Feria, al lado mismo de la caseta de Vaso Roto, donde iba a hacerse una lectura de poemas en homenaje a Octavio Paz, organizada por Aurelio Major y el Instituto de México. Nos reunimos allí con más amigos y compañeros: Jeannette Clariond, la editora de Vaso Roto; Álvaro Valverde y su mujer, Yolanda; Juan Soros, algo repuesto de su gripe terrorífica; José Luis Gómez Toré, tímido y cordial; Amalia Iglesias y Julia Piera; Benito del Pliego; José María Castrillón; Esther Ramón; Antonio Lucas; y Ana Gorría. También reconocí a Mónica, con la que había pasado, hacía semanas, una velada muy agradable, tras la presentación de Los sentidos de la mirada en el Instituto de México, y que batallaba ayer con una hija pequeña a la que la poesía no parecía fascinar. En la lectura intervinimos españoles y mexicanos: reparé con especial atención en María Baranda, una poeta de la que me había hablado otra poeta muy querida, Ana Franco, y que leyó poemas de un libro fastuosamente titulado Yegua nocturna corriendo en un prado de luz absoluta, publicado en las beneméritas Ediciones Sin Nombre. En la lectura pensé, como me sucede siempre en esas circunstancias, en la importancia de la voz y la recitación para el éxito del poema, esto es, para que el poema despliegue todas sus capacidades. Buenos poemas, poemas que insinúan y emocionan, poemas fascinantes en silencio, son aplastados por timbres desajustados, velocidades excesivas o monocordias ciegas. La ausencia de pausas es fatal, y también el lenguaje corporal, o, mejor dicho, su ausencia, contribuye al fracaso del poema: un cuerpo lánguido o, por el contrario, envarado transmite su incomodidad a los versos. Sorprende constatar esa ineptitud lectora en los grandes poetas, que, en muchos casos, eran también profesores: oídos en grabaciones antiguas, la voz de pito de Dámaso Alonso o Jorge Guillén, por ejemplo, destruye poemas majestuosos; y ni siquiera alguien tan grande como Borges escapa de la recitación sin relieve, del tarareo que no vivifica, sino que aduerme. En cualquier caso, acabada la lectura, pasamos a lo importante: el tequila, que un camarero con chaquetilla blanca, como deben vestir los camareros, se empeñaba en servirnos en vasitos de plástico, pequeños pero mortíferos. Yo me concentré en un tequila blanco y fino, que abrasaba como un témpano de hielo. Como la carpa cerraba a las nueve y media, estuvimos haciendo botellón, es decir, vasitón, a sus puertas, durante un buen rato. Allí descubrí que María Baranda, con la que no me había visto nunca hasta entonces, me conocía. Vino a contarme que había sido jurado de un premio de poesía latinoamericano para libros ya publicados, en el que mi poemario Cuerpo sin mí había sido finalista; y que era el que ella había defendido. Yo, por supuesto, ni sabía que había sido finalista, ni que María había sido su valedora. Le agradecí, con mucho retraso, su defensa de mis versos, y charlamos con interés. Con frecuencia ocurren estas revelaciones: dos poetas se reúnen por alguna coincidencia anterior, por lecturas o silencios o amistades compartidas o encuentros remotísimos o inadvertidos o cualquier otro nudo de esta malla infinita que es la literatura, y descubren que eran amigos sin saberlo. Es una de las grandes compensaciones de escribir, junto con Octavio Paz, y el tequila, y las noches tibias y sosegadas como la de ayer.
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