Así se titula la novela de un teniente de infantería, Luis Gonzalo Segura de Oro-Pulido, que ha despertado las ansias punitivas del ejército. En ella, según informa la prensa (es decir, El País; no creo que El Mundo, ABC y La Razón den cuenta del hecho, y, si lo hacen, será para fustigar al teniente y ensalzar a sus mandos), pinta un retrato sombrío de la vida en los cuarteles, plagada de corruptelas, chanchullos, ilegalidades y favoritismos. Para cualquiera que haya hecho la mili, esto no supone ninguna sorpresa; más aún, lo sorprendente sería lo contrario. Aunque el ejército se haya profesionalizado, el cosmos jerárquico y cerrado de la institución genera unas relaciones miasmáticas entre sus miembros, y favorece el abuso y la depravación. Cuando yo le regalé un año de mi vida a la patria, la galería de personajes trastornados por la disciplina cuartelera, o que en ella encontraban el ambiente adecuado para verter sin disimulo todas las inmundicias de su carácter, era fabulosa: el oficial que tenía el comedor lleno de símbolos fascistas y retratos de Franco, que criaba dóbermans y mataba gatos a tiros en el campamento; el coronel que nos marcaba el paso en los ensayos para los desfiles, y que nos retribuía, si lo hacíamos bien, con un bocadillo de jamón; el comandante amante de la cultura que había instaurado unos premios literarios (que abarcaban todos los géneros, ¡hasta la novela!), consistentes en un dinerillo y unos codiciados días de permiso (yo escribía para los compañeros: ellos se iban a casa, felices como unas pascuas, y yo me hacía con las pesetas, que buena falta me hacían); el comandante médico que comprobaba que no padeciésemos enfermedades venéreas paseándose por el pasillo central de la compañía y mirándonos escuetamente, mientras nosotros formábamos desnudos, y con el prepucio retirado, a ambos lados de ese pasillo; los enfermeros que nos clavaban las agujas de la vacunación y los que, en otra mesa, a metros de distancia, nos las retiraban (hubo quien, con aquellas banderillas colgando de los brazos, se desmayó entre uno y otro sanitario); los cabos primeros -uno de los homínidos más primitivos en la escala antropológica, solo superado por el australopiteco- que nos hacían recoger, en oleadas, como si estuviéramos desminando, las colillas y los desperdicios del campo de fútbol del campamento, que era también el campo de juras, o que toleraban las novatadas, en una de las cuales los veteranos oficiaron una misa bufa, con nosotros de feligreses, en calzoncillos y con los correajes reglamentarios. Se conoce que el teniente Segura ha reflejado este mundo tenebroso -y, lo que es peor, delictivo- en Un paso al frente, y que eso no le ha gustado nada al ejército. Para más inri, el libro incluye también una carta muy crítica que un personaje de la novela, el teniente Guillermo Fernández, dirige al ministro de Defensa, como responsable último de la corrupción y el despilfarro de las fuerzas armadas. Por todo ello, sus superiores le han incoado a Segura un expediente disciplinario, que puede acarrearle la pérdida del empleo y cuatro meses de cárcel, y que ya le ha supuesto la suspensión cautelar de sus funciones durante tres meses. El ejército no piensa consentir que sus oficiales se insubordinen de esta manera; y decir lo que está mal es insubordinación. El ejército, sin embargo, no tiene en cuenta algunas cosas. Por ejemplo, que la libertad de creación, esencial en el ser humano, no conoce límite alguno: la fabulación -aunque sea para denunciar hechos muy reales- no puede ser cercenada. También desdeña el hecho de que lo manifestado en el libro no lo es por el teniente Segura, sino por sus personajes: Guillermo Fernández, el autor de la carta al ministro, no es el teniente Segura, sino una criatura de ficción. Entenderlo de otra manera supondría que todos los novelistas que crearan asesinos en sus novelas deberían ser acusados de asesinato, o de incitación al asesinato; o que todos los que ideasen etarras habrían de ser imputados por apología del terrorismo. Por último, el ejército olvida lo fundamental: lo reprensible no es quien denuncia, sino lo denunciado. Lo que supone una mancha para la institución no es que uno de sus miembros, con espíritu crítico y entereza moral, vele por su buen nombre y la limpieza de su actuación, sino que el nombre de esa institución esté por los suelos y sus procedimientos sean tan sucios como expone Un paso al frente (y como sabemos todos los que conocemos sus interioridades). Y no solo eso: también es una mancha que el ejército denuncie, y castigue, a quien denuncia. Que el teniente Segura sea sancionado se me antoja mucho más escandaloso que el hecho de que haya escrito una novela y denunciado algunos comportamientos. La tradición de la denuncia contra escritores ante los tribunales es milenaria, aunque, al menos en los últimos siglos, las razones para la denuncia han sido casi siempre de índole sexual. La Sociedad de Nueva Inglaterra para la Prevención del Vicio instó al fiscal de Boston, en 1881, a que retirara de la circulación la edición de ese año de Hojas de hierba, de Walt Whitman, por incluir poemas indecorosos, que los oídos educados de las personas decentes -sobre todo, de las señoritas decentes- no podían escuchar sin turbación. Por fortuna, no lo consiguió. En 1857, Flaubert había sido acusado de un delito de ultraje a las buenas costumbres y a la religión por Madame Bovary: tras la rimbombante acusación se ocultaba el escándalo de la sociedad bienpensante por lo que consideraba una apología del adulterio. Ese mismo año, 1857, conoció otro juicio contra una obra literaria: Las flores del mal, de Baudelaire, seis de cuyos poemas se reputaron obscenos y contrarios a la moral. Curiosamente, el fiscal de ambos procesos fue el mismo, Ernest Pinard, escritor clandestino de poemas eróticos y aficionado a la pornografía: quizá eso lo habilitaba especialmente para enjuiciar la obscenidad ajena. En el siglo XX, la persecución judicial se ha anticipado, en muchas ocasiones, en forma de censura, y la lista de obras perjudicadas por esta castración preventiva es larga, desde el Ulises, de Joyce -por incluir una escena de masturbación- hasta Lolita, de Nabokov, ejemplo de lascivia pedófila; desde Caperucita -prohibida en dos distritos de California, porque una de las cosas que lleva la niña en la cesta a su abuelita es una botella de vino; y eso que California es un estado vinícola- hasta Charlie y la fábrica de chocolate, de Roald Dahl, que en Colorado se considera expresión de "una pobre filosofía de vida". Claro que no todos los casos son tan pintorescos como estos: alguno hay terrible, como la siniestra fatwa del ayatolá Jomeini contra Los versos satánicos, de Salman Rushdie, que no solo clamaba por liquidar el libro, sino también a quien lo había escrito. El ejército español se suma ahora a esta lista oprobiosa con su actuación contra el teniente Segura. En lugar de verificar sus denuncias y preocuparse, si son ciertas, por limpiarse y corregirse, cumpliendo así sus obligaciones para con los ciudadanos españoles que lo sostienen y financian, prefiere emular a tantos inquisidores y matar al mensajero. El patriotismo no consiste en castigar a quien te critica, sino en no dar motivo para que te critiquen.
De acuerdo, y sobre todo con la última frase.
ResponderEliminarNo he leído la novela pero, si hay que testificar en favor del teniente Segura, haré constar que en mi mili un sargento afanaba con gran descaro los mejores artículos de alimentación (los propios soldados destinados en cocina tenían que cargarle el maletero a plena luz del día con las cajas de gambas o chuletones que ya no iban a poder disfrutar); un teniente (por otra parte uno de los oficiales más humanos de la agrupación; o tal vez por eso mismo) se emborrachaba metódicamente cada tarde o noche de guardia, actitud que no parece garantizar especialmente la seguridad de un acuartelamiento; y a menudo los soldados de reemplazo eran liberados del servicio para trabajar como obreros no cualificados (y no remunerados) cuando había obra en la residencia particular de alguno de los oficiales. No hay que forzar mucho la memoria: todo el que hizo la mili sabe que -al menos hasta los años 90- los cuarteles eran un mundo corrupto y opaco donde no regían las normas de la sociedad civil y que, junto a oficiales de moral impoluta y formación muy profesional que empezaban a dejar de ser el ejército de Franco para competir en la OTAN, pastaban chusqueros dignos de protagonizar Torrente y oficiales mediocres, embrutecidos por el mando irreflexivo, el alcohol, las drogas, las putas o todo ello junto. Con todo, lo más triste en mi caso no fue eso, sino la constatación de que el Estado había invertido una gran cantidad de dinero público en hacerme pasar tres trimestres acuartelado lejos de mi casa (y en proveer las cenas en casa de aquel sargento) y el día que me dieron la blanca yo no era ni una pizca más apto para defender la Patria. Ni ninguno de mis muchos compañeros. Aquello era una ruega gigantesca que se movía por inercia en dirección a ninguna parte.
Cómo sea el Ejército hoy en día lo desconozco, aunque sí conozco militares muy competentes, profesionales equiparables a los mejores del mundo civil. Estoy convencido de que el teniente Segura puede dar pistas muy interesantes de lo que no debe ser el Ejército para convertirse definitivamente en lo que sí debe ser y solo parece a medio camino de alcanzar: unas fuerzas armadas bien dotadas, eficaces, plenamente comprometidas con una sociedad democrática y avanzada... y que nadie pueda identificar con la represión de la libertad de creación.
Compartimos acuerdo en este terreno, y experiencias. En realidad, casi todos los que han hecho la mili forzosa podrían suscribir lo que ambos hemos contado. Era evidente de toda evidencia. Lo sorprendente es que las cosas hayan mejorado tan poco desde entonces. Y que sigamos sufriendo la censura y persiguiendo a los escritores.
ResponderEliminarAbrazos desalentados.