Ayer operaron a mi madre. Nada grave, aunque sí pesado: le implantaron una prótesis de rodilla, para sustituir la suya, muy afectada por la artrosis. Pero los días en los hospitales, aunque todo vaya bien, son espantosos: los olores, la frialdad de los objetos, los protocolos de actuación, el derrumbe de los cuerpos. Esta clínica, además, me traía malos recuerdos: aquí murió mi padre; aquí murió mi abuela. No son precedentes tranquilizadores. Hace seis años, operaron a Álvaro de un dedo de la mano (que se había pillado con una puerta sin dar un quejido, sin derramar una lágrima) en el hospital Vall d'Hebron, donde trabajaba Ángeles. El día que pasamos con él me inspiró un poema, persiano (de Perse, no de persiana), que incluí en Bajo la piel, los días: hace el número XIV del libro. Y, como no creo que pueda decir en este diario nada mejor de lo que dije en el poema, o, por lo menos, nada nuevo, reproduzco ahora algunos fragmentos:
"(...) el celador que empuja, con desgana, la camilla de una anciana a la que nadie visita; el hipertenso [como yo] que ha sufrido un derrame cerebral; el físico nuclear y el visitador médico; el otorrinolaringólogo y el tuberculoso; el erotómano y el impotente; el skin al que le han abierto la cabeza de un botellazo y el que ha rajado un vientre con una navaja; el que transporta un bote con orines y el que no puede mear; el enfermo de cáncer que aún no sabe que tiene cáncer; el fontanero que desatasca una cañería por la que desaguan los restos fecales de los grandes quemados; la anatomopatóloga que acaba de diagnosticar un linfoma infantil [«proliferación homogénea de células linfoides pequeñas, con núcleos no hendidos, varios nucleolos evidentes y citoplasmas amplios, anfofílicos y vacuolados…»]; el gitano que aúlla a la puerta de la habitación donde acaba de morir su madre; el médico de guardia que se está limpiando las manos de la sangre de un politraumatizado, arrollado por una moto de gran cubicaje, en la que cabalgaba un borracho; el que ha recibido un mordisco en el pene que estaba siendo chupado; el comatoso y el cianótico; la bulímico y el anestesiado; el que suda anticipando el dolor que le infligirá quien haya de reducir su fractura, y el que suda anticipando el dolor que infligirá a quien haya de reducir la fractura; la enfermera que se aburre programando horas de visita y el ginecólogo que se aburre inspeccionando vaginas; el que piensa, en la sala de espera, qué le contará a su mujer para que no sospeche, y el que lamenta no poder cenar, porque su padre no se muere; el que extrae la sangre donada y el que confía en recibirla; el que, vestido con un camisón desabrochado, por el que se entrevén las nalgas, mira con ojos bovinos y un hilo de baba en los labios; el que pincha un ganglio, y sabe que es maligno, y el portador del ganglio, que lo mira con espanto; el hiperventilado y el que respira con una mascarilla de oxígeno; el que espera el nacimiento de un hijo y la que expulsa a ese hijo como si recibiera un bayonetazo; el cirujano que sabe que se ha equivocado y la enfermera que también lo sabe; el obeso que entra en el quirófano para reducirse el estómago y la anoréxica entubada para que se alimente; el director económico-financiero que paga la reparación de una fotocopiadora, una reposición urgente de papel higiénico, una corona de flores; el que mata el tiempo jugando a las damas y el suicida que no ha logrado quitarse la vida; el fisioterapeuta y la cocinera; el chófer y la psiquiatra; la violada y el mongólico; el cura que atiende de cinco a siete; el parapléjico; el tetrapléjico; el que ha perdido el habla y el que ha perdido la memoria; el electricista y el yonqui; el sidoso y la bibliotecaria; la limpiadora que se come el bocadillo junto a un cadáver del depósito; el muerto cerebral al que un cirujano católico se niega a desentubar; la mujer a la que le han extirpado un pecho largamente acariciado; el que sale a fumar a la calle en pijama y escruta con avidez a las mozas; el que lleva tres años sin dormir y el atormentado por los acúfenos; el que no recuerda el nombre de sus hijos, ni su nombre, ni si ha tenido hijos; el payaso que entretiene a los niños calvos; la que reza a Dios para que cure a su primogénito y la que no entiende que Dios consienta la enfermedad del suyo; el policía que acompaña a urgencias a un preso con una crisis psicótica; el que aprovecha la visita de la novia para hacerle el amor en el lavabo; la auxiliar de laboratorio que calienta etanol en el matraz; el fumador que ha sufrido una angina de pecho y está resuelto a abandonar el tabaco [aunque posiblemente no lo consiga: el poder adictivo de la nicotina, incrementado adrede por las tabacaleras, es parecido al de la heroína, y sólo el 3% de los que intentan la deshabituación sin ayuda logra su propósito]; el que detesta el olor a formol y a orina, a desinfectante y a suero; el que viste un delantal de plomo para que la radioactividad no le fría los cojones; la fotógrafa que padece glaucoma; el que, en la mesa de operaciones, llama a su madre, que lleva años muerta; el militar con el ano desgarrado; el obrero sin dedos, porque su empresa no tenía presupuesto para guantes; el que fallece por una estenosis de aorta, cuando todo hacía pensar que se recuperaría; el que oye voces y el sordo; el anestesista cocainómano; el enfermo que lee a Saint-John Perse y el que lee a Lucía Etxebarría; el paciente en estado vegetativo al que hace diez años que su mujer le cuenta cosas, mientras le acaricia la frente; el hipocondríaco y el ciego; el huérfano y la alérgica; la lobulectomizada y el insolado.
(...)
Cuando salimos del hospital, aún no es de noche, pero una tibia turbiedad emborrona ya las casas que emborronan los cerros. El día se disloca: se perfecciona. Los pinos, envueltos en un sudario de polvo, dibujan poliedros verdes y despiden una fragancia lacerante. Los edificios de Montbau exhalan una tristeza hecha de zapaterías y escarpes, de cal macilenta, cuyo mortero es el tedio; sus sombras se destiñen; sus luces se desbaratan en gris. El barrio no se altera: es un lugar de tascas con manteles de papel, donde vecinos en pantuflas beben vino con gaseosa y juegan a la petanca. Los paseantes parecen metalúrgicos jubilados o sargentos del Ejército. Las mujeres son gordas.
(...)
Anochece también dentro. Se cierra el paréntesis de las horas, como si hubiera permanecido en un batiscafo: emerger es percibir la reclusión, la geometría del tiempo. Pero renace: es díscolo, se atiranta como un escualo, se enquista en el vacío. Los chillidos de las ambulancias embadurnan las paredes. Pero oigo también el silencio de la morgue y el amor.
He rozado el dolor. No: lo he vivido en el cuerpo de otro. El dolor alimenta ferozmente. Y, como el agua, da sed. El dolor es una mano ciega".
No he leído "Bajo la piel, los días", pero lo buscaré!
ResponderEliminarYo también agradezco tus corónicas diarias.
Un abrazo a Pilar y otro para tí!
Gracias, Amelia, como tantas veces.
ResponderEliminarMuchos besos.