sábado, 21 de junio de 2014

Amigos

Me encuentro una tarde con Álex Chico y Juan Vico en el bar Salambó, en Gracia. Álex, extremeño-barcelonés, es un graciense de adopción: vive muy cerca y, como tiene algún problema en el tobillo, que se le hincha y casi le impide caminar, nos pide que quedemos al lado de casa. Juan llega un poco tarde, recién salido de una siesta que se ha prolongado en exceso. Cuando salgo del metro y me dirijo al bar -uno de los más literarios de la ciudad, propiedad del novelista Pedro Zarraluki-, reparo en la vivacidad del barrio. Gracia siempre ha sido así: activa, populosa, abigarrada. A los comercios tradicionales, en los que compran señoras con carrito, se suman toda suerte de negocios, desde inverosímiles bazares a tiendas de esoterismo, pasando por microlibrerías, locales de yoga y muchos, muchísimos bares. Gracia es el barrio de los bares. También observo, en las calles estrechas y apelotonadas, casales alternativos y edificios okupados, todos salpimentados de grafitis reivindicativos. En muchos balcones cuelgan banderas ácratas o independentistas. Huele a flores y a cloaca, a gasolina y a vino. En las plazuelas siempre hay niños jugando, ancianos tomando el sol y adolescentes besuqueándose en los bancos. La vecindad -una vecindad mezclada, con catalanes que hablan un catalán como el que se hablaba aquí cuando todavía era un pueblo, antes de que lo absorbiera Barcelona; con negros, chinos y musulmanes; con estudiantes de todo el país y extranjeros de todo el mundo- tiene aún, en este entramado de casas, un peso cierto: es una realidad a la que se puede odiar, pero en la que también se puede confiar; la vecindad existe, con su bagaje nada difuso de compañía y murmuración, con su urdimbre callejera y su peso colectivo. Aquí aún parece que Barcelona esté habitada por seres humanos, y no por ectoplasmas insensibles, como el resto de la ciudad. Álex, Juan y yo nos ponemos al día de nuestras novedades, y charlamos largamente sobre mujeres y literatura, por este orden. Ante el incesante desfile de féminas en pantalones cortos y blusas transparentes -hoy hace calor-, recuerdo aquella anécdota de Gonzalo Torrente Ballester, que, con 90 años cumplidos y 11 hijos a la espalda, vio, al salir de un taxi, a una joven admirable pasar a su lado, y le dijo, resignado, a su entonces acompañante, Eduardo Haro Tecglen: "Eduardito, esto no se acaba nunca". Nosotros no somos nonagenarios todavía, pero suscribimos el aserto: esto no solo no se acaba nunca, sino que parece que esté siempre empezando. Álex y Juan me cuentan las últimas novedades de Quimera: el primero es el coordinador de poesía de la revista, y el segundo, el redactor jefe. Hay gente que se ofrece a colaborar con poemas en varios idiomas; pero todos son fétidos. Lo que hay que hacer es saber callar en varios idiomas. Otros son incapaces de ver a Álex y a Juan -y, en general, a todo el equipo de la revista- como algo más que como periodistas culturales. Eso es bueno, hasta cierto punto, porque quiere decir que se han consolidado como responsables de la publicación, y que su trabajo es reconocido, pero malo, porque oculta su actividad principal, que sigue siendo la creación literaria. Ambos recuerdan, y yo también, a Sergio Gaspar diciendo que en España somos incapaces de atribuir más de un papel a una persona: el editor es editor, y nada más; el novelista es novelista, y nunca será poeta; el crítico es crítico, y jamás será novelista o poeta. Como Ronald Reagan, de quien se decía que no podía pensar si mascaba chicle (aunque yo creo que no podía hacerlo, aunque no lo mascase), nosotros no podemos ser otra cosa, si ya somos una. Mientras hablamos de estas cosas, se acerca alguien a quien reconozco enseguida: Ramón Andrés. Es curioso, porque el día anterior había aparecido también cuando estaba con Christian Tubau, en Laie. Nos saludamos, lo presento a Álex y a Juan (que justamente acababan de intercambiar correos con él para publicar aforismos suyos en la revista) y charlamos un momento. Tiene su estudio de trabajo justo delante del Salambó, en un convento de monjas. Él no hace vida conventual (aunque es monástico en su labor ensayística, a la que lleva años aplicado), sino que se beneficia de la crisis: como el lugar es enorme, la comunidad religiosa, pequeña, y los gastos, muchos, las monjas han decidido alquilar algunos de sus espacios. Y aquí viene él, pues, todos los días a pergeñar fantásticos estudios sobre los movimientos literarios -su Tiempo y caída es un libro ejemplar sobre los temas de la poesía barroca-, sobre el suicidio, un asunto muy divertido, o sobre música, en la que es un experto. De hecho, Ramón empezó siendo cantante de música medieval y renacentista, y luego se pasó a la poesía, en la que entregó varios libros espléndidos, como La línea de las cosas, en 1994, o La amplitud del límite, publicado por DVD, en 2000. Desde hace bastante tiempo, no obstante, solo cultiva el ensayo, el aforismo y la traducción.

Quedo también, otro día, con Virginia Trueba, exprofesora mía, directora de mi tesis doctoral y, felizmente, amiga. Nos sentamos en una terraza de la calle Enrique Granados, donde, escandalosamente, no tienen granizado de limón. Tras unos penosos prolegómenos sobre el estado de salud de nuestras madres, hablamos de nuestra vida actual. Ella me cuenta los planes de la Universidad de Barcelona de fusionar facultades -Filología se reuniría con Filosofía- y de reducir sus departamentos a la mitad. Entre los que van a ser eliminados está, al parecer, el de Románicas, en el que en este curso solo se han matriculado ocho estudiantes. En la facultad he visto algunas pancartas contra esa supresión ("R.I.P. Románicas", y cosas así) y, según Virginia, los estudiantes están urdiendo movimientos de protesta, pero todo lo que se haga, si es que llega a hacerse algo, chocará contra el hecho incontestable de que las literaturas románicas solo interesan a ocho personas en la ciudad de Barcelona, más sus profesores. Virginia, siempre contestataria, critica el estado actual del hispanismo, anclado en una visión de la literatura nacional que cada vez tiene menos razón de ser. ¿Por qué las filologías clásicas, se pregunta, están en decadencia desde hace muchos años (en la gallego-portuguesa no se ha matriculado nadie este año: nadie), y, en cambio, el grado de teoría de la literatura y literatura comparada no deja de crecer? ¿Por qué no se reordenan los estudios de letras de acuerdo con otros criterios, que tengan en cuenta la multiplicidad de relaciones, de influencias, de representaciones intelectuales y estéticas, que genera la literatura, y que no se limita a lo ocurrido en un determinado confín administrativo? ¿Por qué no nos olvidamos un poco, solo un poco, de Azorín (un buen escritor, por otra parte), y analizamos, por ejemplo, qué puedan tener en común Dante, Shakespeare y Rafael Chirbes, o de qué forma ha influido el nihilismo contemporáneo en la literatura hiperbreve actual? Son preguntas que merecen respuesta, y a las que no puedo sino asentir, aunque defienda todavía un espacio para la literatura nacional: a mí, como escritor español, me han influido otros escritores españoles, a los que, a su vez, han influido otros, y eso ha de ser pensado, situado en su lugar, cuando se analiza la literatura que unos y otros hayamos creado. Acaso solo deba ser un criterio más, pero tiene que ser todavía un criterio. Mientras hablamos de estas cosas, reparo en que alguien me está mirando, sonriente, y reconozco a Miguel Osset, un compañero del colegio con el que he coincidido en algunos encuentros literarios, y que tuvo la amabilidad de invitarme a participar en su encuentro de lectura cuando publiqué la traducción de Libro de amigo y amado, de Ramon Llull. Las coincidencias prosiguen: cuando le presento a Virginia, dice que ya la conoce: fue alumno suyo hace muchos años. Miguel publicó un libro de referencia sobre los derechos humanos en DVD, y ahora dirige la editorial Proteus, especializada en temas de ética y derechos humanos. Intercambiamos noticias y se sienta en la mesa de al lado, donde está merendando con su familia. A nuestra mesa acude después un vendedor de klínex, pero no le compramos nada; luego, un vendedor de flores, al que tampoco le compramos ninguna. Yo echo mucho de menos el granizado de limón que no me he podido tomar.

2 comentarios:

  1. Sobre lo que dices del suicido; sonrío y recuerdo lo que decía F. Nietzsche: -Siempre es consolador pensar en el suidicio; de éste modo se puede sobrellevar más de una mala noche"

    Un Abrazo y Feliz Noche de San Juan!!

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    1. Nietzsche tenía razón, como casi siempre: la idea del suicidio no tiene nada de angustiosa; al contrario, es muy consoladora, y no solo en las noches de insomnio. Frente al mayor de los problemas, te ofrece siempre una vía de escape, un aliviadero, y eso te ayuda a enfrentarte a los problemas. Pensar en suicidarse no es patológico, sino terapéutico. Aunque más lo es que me leas, saber que estás ahí.

      Besos, también como siempre.

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