Estaba intentando decidir sobre qué escribir la entrada de hoy del diario, cuando me llega un correo electrónico de Marta Agudo para informarme de que ha fallecido el poeta Manuel Álvarez Ortega, y también la perrita de Marta, Bimba, a la que rescató hace muchos años de un refugio de animales, a donde había llegado maltratada hasta casi la muerte. Marta me cuenta ambas cosas porque sabe de la importancia que Álvarez Ortega ha tenido en mi formación como poeta, y porque quiere compartir conmigo el dolor que siente por la pérdida de su mascota. Sobre esto último, solo puedo abrazarla, hacerle presente mi cariño y recordarle que el dolor pasará, aunque ahora parezca que no ha de pasar nunca. Sobre Álvarez Ortega, puedo decir algo más. Por ejemplo, que ha sido el mejor poeta español del último medio siglo, junto con José Ángel Valente y Antonio Gamoneda. Leerlo fue para mí una revelación. Lo descubrí, supongo, en el momento oportuno, cuando, recientemente iniciado en la poesía, buscaba con afán, y disfrutaba de cuanto hallaba (o lo rechazaba con vehemencia), y leía con una pasión que podría calificarse, sin ningún rubor, de adolescente. En aquellos tiempos inquietos, me suscribí a la colección Devenir, entre cuyos volúmenes -azules, delicados- encontré mucha moralla, pero también tres libros, de un tal Manuel Álvarez Ortega, que me hipnotizaron: Gesta, publicado en 1988, Código, en 1990, y Liturgia, en 1993. En ellos di con la poesía que, sin saberlo, estaba persiguiendo: de una fuerza verbal abrumadora, pero empapada de sutileza y misterio. En aquellos versos se reunían, aun a mis torpes ojos de neófito, todas las tradiciones literarias reconocibles desde el Romanticismo -sobre todo, el simbolismo, el surrealismo y el expresionismo-, pero lo hacían con un impulso nuevo y, desde luego, con un resultado personalísimo. Recuerdo que leí aquellos libros en la falda de la montaña del Tibidabo, donde una amiga tenía un piso del que salía los fines de semana, y que quería que le cuidásemos. Aquel trabajo de guardés era un privilegio, porque el piso se encontraba en un antiguo hotel de lujo de Barcelona, aislado entre pinares, desde el que se divisaba toda la ciudad, y el mar. El negocio había cerrado, pero el edificio se había convertido, años después, en apartamentos para la gente. Yo me sentía allí un poco como Jack Nicholson en el hotel de El resplandor, pero, que se sepa, nunca nadie había sido asesinado entre sus paredes, ni yo mecanografiaba miles de veces el mismo refrán. Por la noche, dormíamos con el balcón abierto, viendo una sucesión de mares negros: el de la ciudad, surcado por infinidad de luces; el Mediterráneo, hendido apenas por el filamento incandescente de algún carguero; y el cielo, tachonado de estrellas. Y, durante el día, paseábamos por las arboledas o leíamos. Yo solía hacerlo junto a la antigua pista de tenis del hotel, de arcilla, entonces semiabandonada. Y fue allí, envuelto por aquel olor a resina y a tierra, donde leí, por ejemplo, esto: "Aquí, hoja a hoja, con doliente calma, el rostro espera la luz de tu anunciación.// No nace el día junto a esa flor de humo, larva que respira en el légamo de tu seno, quieto universo.// Habitas un lugar donde el amor descansa de su lealtad, hora vacía, reino de nadie". La admiración que despertó en mí la poesía de Álvarez Ortega me llevó a conocerlo: entonces -yo era joven e inexperto- aún no distinguía bien entre obra y autor, o, más bien, pensaba que el autor había de atesorar parecidas cualidades a las que demostraban sus versos. Entré en contacto con el poeta gracias al editor de Devenir, Juan Pastor, que me proporcionó sus datos, y le escribí sin tardanza. Su respuesta fue inmediata y cordial, aunque desde el principio revelara una actitud profundamente desengañada para con la sociedad literaria española y, sobre todo, "con el circo de la poesía", por utilizar sus propias palabras. En uno de mis viajes a Madrid, quise conocerlo, y él se avino a ello. Concertamos el encuentro en el Café Gijón -en cuyas tertulias él había participado durante años-, y allí estuvimos charlando algunas horas. Me impresionó su aspecto: era ya un hombre mayor, pero sus ojos azules brillaban con una potencia auroral, y todo su rostro guardaba una gravedad tribunicia. Le hice dedicarme muchos de sus poemarios, que había ido comprando en librerías de nuevo y, sobre todo, de viejo, a lo que él también accedió, demostrando una enorme capacidad para suscribir variaciones sobre un mismo tema: "A Eduardo Moga, con el mayor afecto"; "A Eduardo Moga, con un gran abrazo"; "A Eduardo Moga, como homenaje a su poesía"; etcétera. Luego me hizo una confesión: "Yo solo he querido ganar un premio en mi vida: el que has ganado tú". Se refería al premio Adonáis, del que había sido accesit en dos ocasiones. (Una de ellas, supe luego, había motivado el fin de toda relación con su gran amigo de infancia, Luis Jiménez Martos. Se conoce que Jiménez Martos, que estaba en el jurado, había retirado su apoyo a Invención de la muerte, el libro, extraordinario, con el que Álvarez Ortega había concurrido al premio en 1963, para dárselo a otro, Las piedras, de un joven que, en su opinión, lo necesitaba más, Félix Grande. Razonaba que Álvarez Ortega ya tenía cinco libros publicados, entre ellos otro que también había sido accésit del Adonáis, Exilio, y que el premio estaba para promover a los más jóvenes, a los noveles. Pero su criterio, que le honra a él y al Adonáis, hizo que Álvarez Ortega no volviera a dirigirle la palabra). En aquel primer -y último- encuentro con el poeta supe también que no había querido que la primera edición de su poesía completa, publicada en 1993, fuese venal: él decidía a quién se la hacía llegar, porque había que ser digno de leerla. A mí me regaló un ejemplar, también cordialmente dedicado. Álvarez Ortega era soberbio, sí, y lo reconocía: cuando le pedimos algunos poemas inéditos para Perenquén, una hermosísima revista literaria que alumbró y enterró Juan Luis Calbarro en Fuerteventura, accedió a dárnoslos, pero con la condición de que se publicaran exactamente como él nos los entregaba: "Mi soberbia", nos dijo, "no me permite otra cosa". Seguramente fue esa soberbia la que hizo, algún tiempo después, que Álvarez Ortega cortase el contacto conmigo, pero para entonces yo ya había aprendido que obra y autor no tienen por qué ir juntos, ni compartir unos mismos valores. Por eso he seguido difundiendo y alabando incansablemente su obra, aunque Álvarez Ortega haya dejado de escribirme y de regalarme sus libros. De hecho, escribí mi tesina sobre Despedida en el Tiempo, uno de sus mejores poemarios, y he participado en todos los homenajes que se le han rendido y a los que se me ha invitado. Más aún: en 2001, firmé una petición colectiva para que se le otorgara el Premio Nóbel de Literatura. Conjeturo que el motivo de su abrupto y definitivo silencio fue una reseña que hice de una antología de poesía española del siglo XX, publicada por Devenir, que firmaba Juan Pastor, pero que me malicio fue dictada, o supervisada, por el propio Álvarez Ortega. La antología, Veinte poetas del siglo XX, presentaba graves deficiencias -entre las que no era la menor que los poetas antologados fueran veintiuno-, y no me abstuve de señalarlo. El resultado fue, como digo, que nunca más volviese a saber personalmente de Álvarez Ortega, aunque he seguido con atención sus publicaciones, que culminaron con la aparición de su Obra poética (1941-2005) en Visor, y que han continuado hasta Cenizas son los días, en 2011. Álvarez Ortega se metió a poeta como quien se mete a monje, en palabras de su examigo Luis Jiménez Martos, y, coherentemente, ha dotado a su obra de un espíritu monástico: austero, constante, grave, indeclinable. Su poesía es una verdadera fiesta de la palabra, pero también la reunión de los más acerados conflictos existenciales del ser contemporáneo. Si los monjes oran et laboran, Álvarez Ortega amaba et laboraba: abordaba un proyecto, lo escribía con devoción y sistema, metía luego las cuartillas manuscritas en un sobre, guardaba el sobre en un armario bajo llave, y empezaba otro proyecto, es decir, otro libro. Al cabo de años, sacaba el primero del sobre, lo corregía y lo daba a publicar; y no le importaba que no fuese en grandes editoriales, cuyo espíritu comercial detestaba, sino en sellos que le prestasen a sus versos la atención y el cuidado que merecían. Álvarez Ortega -traductor de todos los poetas francófonos importantes de los dos últimos siglos, buen conocedor del psiconálisis y autor de una poética fascinante, Intratexto, asimismo en Devenir- se ha mantenido apartado de los focos poéticos durante décadas, para vergüenza de los focos poéticos, gestando una obra incomparable, en la que se entrelazan, con violencia sutilísima, el sentimiento del amor y el sentimiento de la muerte, la constancia de la pérdida y el imperio de la vida, la palabra arrebatada y el arrebato del silencio. Su partida acaso no sea divulgada en exceso por esa misma farándula lírica que él siempre aborreció, pero será significativa, y muy sentida, por los verdaderos amantes de la poesía. Este es su poema "Diaria presencia", de Invención de la muerte ("A Eduardo Moga, cordialmente"), que dejo aquí en homenaje a su memoria:
¿De dónde vienes, ángel en penumbra, agua
de un río convocado por la gracia,
si en esa hora trite, aves y flores,
humo y mediodía unidos se entregaban
a la alegría total de la existencia?
Llegaba paso a paso por un camino
donde el aire temporal abría su ala,
proclamando una verdad de sombras,
solo atento a la caliente pulsación
de la casa. Sonaba el día, los árboles
derramaban sus hojas sobre el tiempo,
las manos se unían en la esperanza.
Era un soplo de amor, el sueño de una edad
enterrada en nuestra carne sola, era
como una luz purificada amaneciendo
en el desorden fatal de nuestra vida.
Pero, ¿de dónde vino, de qué patria
olvidada en el tiempo, en qué suelo
se alimentó su tronco oscuro y su raíz
si el mundo en su sonora boca se hizo
azul y adorable y sencillo y era un dios
sembrando la levadura de su muerte
en nuestro corazón nunca dormido?
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