Técnicamente, desde el pasado 21 de marzo estamos en primavera. Pero la primavera en Inglaterra no la deciden las ordenanzas. La primavera en Inglaterra es materia de discusión y de disparidad de opiniones. Y que a nadie se le ocurra salir a la calle ligero de ropa el 22 de marzo: sufrirá mucho. La primavera en Inglaterra parece que llega, pero no llega; avanza, pero retrocede; ilumina lentamente los días, pero también los oscurece. La primavera es cosa tenue y dubitativa, que se afianza con timidez y paradojas: algunos días son más fríos, por ventosos, que cualquiera del invierno. En abril, que es el mes más cruel, llueve con afición, y mayo no lo mejora. Uno se abriga poco un día, porque luce un sol inusitado, y un chaparrón avieso lo deja chorreante. O se tapa con prendas polares, porque el termómetro vocea frío, y acaba como un chamarilero de ropa, con abrigos y jerséis en la mano, aturdido por el calor. La primavera en Inglaterra es como los ingleses: nunca se sabe qué está pensando. No obstante, si uno repara bien, se advierte que los días se van sosegando. Imperceptiblemente, el sol está un poco más alto, y las nubes, un poco más dispersas; el viento palidece en brisa, y la brisa tiene cada vez menos aristas, aunque algunas tardes se enrabiete, como si le disgustara perder fuelle, y nos lije las pantorrillas. Como criaturas que aparecieran del subsuelo cuando muda el tiempo -caracoles al revés-, uno empieza a ver camisetas por la calle y, en los más temerarios, bermudas y chanclas. Aunque ese no es criterio fiable en Inglaterra: en invierno hay quien no deja de llevar sandalias, y muchas jóvenes, fortalecidas por conspicuas libaciones de ale o aguardiente, se exponen a una intemperie ártica con tops tinerfeños o camisitas con su canesú. En Inglaterra uno sabe que es primavera porque se lo dicen los árboles. De repente, surgen catedrales en el aire: catedrales de flores, de pomos algodonosos o pirámides polícromas de flores. Los cerezos se iluminan; los almendros hablan; los magnolios parecen alumbrar manos. Ningún árbol acata ya el ascetismo del invierno. Sus crecimientos son veloces como un parpadeo: uno pasa por el mismo sendero del parque por el que pasó ayer, y encuentra que los olmos se han echado una caperuza lila, o que los robles ya no parecen esqueletos enfadados, sino espléndidas nubes rosadas. Quizá hiele todavía, pero uno sabe que eso es la primavera. Y cuando el sol se abre paso por entre las grisuras estranguladoras del cielo y golpea la superficie de la hierba, el mundo se enciende de esmeralda y oro, como si toda la humedad de las lluvias, que pujaba, subterránea, por granar, se hubiera transformado, en ese instante, en metralla de vida, en espasmo fragante, en esplendor. Pero no solo las flores regresan en primavera: también los descapotables. Los descapotables son, en Inglaterra, como los 600 en la España de los 60: innumerables. Rugen por las calles como purasangres estabulados a los que por fin llevaran al turf. Al volante, rubios con camisas de 400 libras o rubias con tetas de 4.000, y, a su alrededor, salpicaderos de caoba, GPS aeronáuticos, asientos de cuero viejo y minibares con maltas aún más viejos. Junto a flores y coches, la primavera en Inglaterra es también pródiga en excéntricos. Los excéntricos, como los descapotables, forman parte del patrimonio nacional: ningún otro país puede esgrimir tantos, ni tan extravagantes. Hace unas semanas, por ejemplo, paseando por el Imperial Wharf, entre Chelsea y Fulham, nos cruzamos con Marilyn Monroe: pelo de plata, piel blanca como el pan, lentejuelas ajustadas a las caderas, caderas orbiculares, tacones fibrosos, pechos saltarines. Iba sola. Salió de una calle como si hubiera acabado de merendar en la Casa Blanca, y se perdió por otra como si la estuvieran esperando para filmar una escena de su nueva película. Algunos días más tarde, en Liverpool Street, entre miles de personas que solo se encuentran a gusto si están rodeadas por otros miles de personas, pasó a nuestro lado una mujer a cuyos dos metros de altura contribuían resueltamente unos tacones de veinte centímetros y una peluca de cuarenta, y para cuyo metro y medio de espalda a pezones resultaba esencial una provisión mareante de silicona. El vestido rojo que llevaba, en cambio, apenas alcanzaba los dos palmos del escote al nacimiento del muslo. Era negra. En primavera, en Inglaterra, florecen los árboles, los deportivos y las mujeres. Algunas, demasiado.
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