He decidido acercarme hoy a la inauguración de la exposición Spanish Exile in the United Kingdom, "El exilio español en el Reino Unido", en el Instituto Cervantes. No me he enterado del acto porque el Cervantes me lo haya comunicado -yo no estoy incluido en su mailing y, por lo tanto, no recibo sus informaciones-, sino porque el poeta Juan Carlos Elijas, profesor y padre de una joven, Claudia, que está estudiando en la ciudad, me ha reenviado una circular publicitaria. Como yo mismo estoy escribiendo un poemario sobre el exilio, en el que utilizo algunos poemas y fragmentos de la literatura de los exiliados en la Gran Bretaña, la exposición podría serme de interés. Cuando ya estoy llegando a Eaton Square, donde el Instituto tiene su sede -aunque por poco tiempo ya: se ha decidido su traslado, para ahorrar-, observo que en la plaza se encuentra también la embajada de Bolivia. Lo sé porque en un balcón ondean las dos banderas del país: la de siempre, con tres franjas, y la nueva, indígena, ajedrezada y multicolor, aprobada por el gobierno de Evo Morales. Me pregunto si tener dos banderas, dos símbolos a los que adherirse, no es una incitación a la fractura civil, pero decido que no me importa: allá cada cual con sus rompimientos. En la fachada del Instituto también ondean dos banderas: la española y la europea. Tras unos minutos de espera en el vestíbulo, nos permiten entrar en la sala de la exposición. La inauguración oficial será un poco más tarde, en la planta principal. Me sorprende, de inicio, la pequeñez de la muestra: el espacio no tendrá más de treinta metros cuadrados, y los objetos reunidos no lo atiborran, sino que lo ocupan muy desahogadamente. Junto a la puerta hay una máquina de escribir Underwood, que, según oigo explicar, perteneció al novelista Arturo Barea. Mi pasión fetichista empieza a burbujear, pero pronto recibe la segunda decepción de la tarde: la máquina no es la original, sino una réplica; la de verdad la tiene Antonio Muñoz Molina en Madrid. Entre los objetos de Barea, destacan su pasaporte británico, una breve noticia sobre su muerte, publicada en un periódico británico el 28 de diciembre de 1957, y la primera hoja del mecanoscrito -esta sí, original, con correcciones de su propia mano- de La forja de un rebelde, la extraordinaria trilogía que escribió en Inglaterra en los años de la Segunda Guerra Mundial, y que se publicó por primera vez en castellano en Argentina, en 1951. Junto con Barea, el exiliado al que se dedica más espacio, del poco que hay, es el andaluz Manuel Chaves Nogales, vigorosamente reivindicado, en estos últimos años, por escritores como, de nuevo, Muñoz Molina. Entre los asistentes a la exposición hay un nieto y una bisnieta de Chaves Nogales, a los que oiré reprochar después a los organizadores los muchos años en que su antepasado ha estado en el olvido. Hacen bien: a los políticos no hay que regalarles los oídos, sino afearles lo que han hecho mal, o no han hecho, que es casi todo. El contenido de Spanish Exile in the United Kingdom, no obstante, es descorazonador: además de la Underwood que no fue de Barea y una radio antigua, con la que se quiere simbolizar el trabajo de varios exiliados españoles en los servicios radiofónicos de la BBC, la muestra solo incluye algunos libros y documentos de varios de ellos -Barea, Chaves, Salvador de Madariaga, Esteban Salazar Chapela...-, un puñado de fotos y otro de leyendas informativas, escritas solo -y mal: Franco's dictatorship only ended with the his death of natural causes..- en inglés. Esto también me sorprende: yo creía que el Cervantes estaba en Londres, y en todo el mundo, para promover el conocimiento de la lengua española (y el uso correcto de cualquier otra que empleara). La cortedad de la exposición es tanta que apenas contiene nada de uno de los exiliados más relevantes, Luis Cernuda, y de otro mucho más fugaz que el sevillano, pero que dejó, en opinión de Dámaso Alonso, el poema más importante del exilio español, Primavera en Eaton Hastings: Pedro Garfias. Mientras compruebo, con pasmo, la endeblez del trabajo, oigo a varias personas que se acercan, hablando muy alto. La voz cantante la lleva el que supongo es el responsable de la exposición, que gasta quevedos y corbata, y a su lado reconozco a Federico Trillo-Figueroa y Martínez-Conde, embajador del Reino de España ante el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, y héroe inmarcesible de Perejil, que gasta tupé y corbata. Es la segunda vez que me cruzo con él en Londres (o más bien que él se cruza conmigo: sin atender a que estoy mirando una foto del barco en el que miles de niños vascos huyeron de la Guerra Civil a Inglaterra, el embajador y el de los quevedos se plantan delante de mí para contemplar la misma foto: ser importante te permite ser maleducado) y, siempre que lo veo, me entran ganas de gritar: "¡Viva Honduras!". Si hubiera estado aquí con Julio Mas Alcaraz, de seguro lo habría hecho. Un poco después, ante unos versos de Pedro Garfias inscritos en la pared, el de los quevedos informa a Trillo de que Garfias "estaba totalmente alcoholizado y se pasaba el día entero en el pub". Sin duda, es un dato del que no hay que privar al embajador de España (y que acaso regocije secretamente a este, miembro del Opus Dei e hijo de un gobernador civil bajo el franquismo: Garfias era comunista). Nada le dice, en cambio, del admirable Primavera en Eaton Hastings, ni del hecho, conmovedor, de que el español, que no hablaba ni una palabra de inglés, estableciera una amistad fraternal con el dueño de aquel pub en el que se pasaba el día entero, que no hablaba ni una palabra de español. Acabado el recorrido, subo a la planta principal para asistir al esperado acto de inauguración. Se celebra en otra sala del Instituto, en la que se ha desplegado la instalación Windwall, "Muro de viento", de Gloria García Lorca, cuyo parecido con su pariente, el poeta, es aún reconocible. Lo que no es tan reconocible es la obra en sí misma, una sucesión de paneles ondulados, como olas verticales, pegados a las paredes. Si lo que pretende sugerir es la acción del viento, lo ha conseguido: es invisible, como el viento. Al entrar veo a Julio Crespo, el director del Instituto, con el que me entrevisté poco antes de llegar a Londres y he intercambiado algunos correos electrónicos. Me mira, pero no me reconoce. Como lo sigo mirando, me devuelve la mirada, y entonces percibo esa angustia repentina en los ojos de alguien que significa: "Esta cara me suena, pero no recuerdo a quién pertenece. ¿Quién coño será este tío?". Cuando paso a su lado, lo saludo brevemente y nos estrechamos la mano. Que lo haga con jovialidad, como si fuéramos amigos de toda la vida, me hace sonreír. La inauguración en sí corre a cargo de Trillo y el de los quevedos. Trillo lee, en un inglés lamentable, las vaguedades que le ha puesto en un papel alguno de sus escribanos: debe de haberlo estudiado en la misma academia que Aznar. Por otra parte, entiendo que un embajador tenga importantes asuntos de Estado en que ocuparse a lo largo del día (por ejemplo, explicar por qué su bufete de abogados cobró, en tres años, 354.000 euros de una empresa relacionada con un asuntillo de corrupción) y que no sepa demasiado sobre la presencia de poetas y escritores españoles exiliados en el Reino Unido, pero leer papeles nunca constituye una actuación airosa. Ah, pero qué maravillosa vida tienen algunos, pienso: tras actuaciones tan ejemplares como la de dirigir el Ministerio de Defensa cuando se produjo la tragedia del Yakovlev 42, en la que murieron 62 de sus subordinados, y eludir, con memorable elegancia, toda responsabilidad en ella por el habitual procedimiento de atribuírsela a sus subordinados, el partido le agradece los servicios prestados con una sinecura en Londres, a la que se incorpora sin ser diplomático y sin hablar inglés. Yo, de mayor, quiero ser Trillo. Por fin, el embajador cede la palabra al de los quevedos, que averiguamos se llama Christian Ravina y es el director de una empresa de cultural consultancy ("consultoría cultural": hay que ver qué cosas se le ocurren a la gente) contratada por el Cervantes para organizar la exposición: se conoce que el Instituto no dispone de trabajadores capaces de hacerlo. El inglés de Ravina es algo más pulido, aunque tampoco maravilla. Concluidos los prescindibles parlamentos, me tomo un par de copas de vino blanco -quizá lo mejor de la velada-, paseo la vista por los rostros desconocidos de la treintena de personas que nos hemos juntado en la sala, decido que allí no hay nada más que hacer, y vuelvo paseando a casa, acariciado por una brisa fresca que hace ondear con sosiego las banderas de Belgravia.
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