jueves, 9 de abril de 2015

Cosas que pasan en los pueblos

La gente coge agua de la fuente. Un señor y su señora alinean garrafas de plástico blanco en el suelo y las colocan, una tras otra, debajo del caño del abrevadero. El chorro que cae es grueso como una maroma. Pero es una maroma transparente.

Los pájaros cantan. Cantan a todas horas, cantan muchos, cantan por todas partes. En el patio de casa los trinos se enmarañan como bolas de sonido que rebotaran por el aire. Debe de haber algún nido en el tejado, o en el patio vecino. Están en celo, me dice una amiga. Es un celo frenético, hermosamente inhumano.

Un joven, acodado en la barra del bar, da conversación a otros paisanos. Cetrino de piel, camiseta proletaria, colilla en los labios. Por lo que cuenta, es albañil. Narra con detalle un problema que tuvieron con los ladrillos en la última obra en la que ha trabajado. Los demás atienden con escaso interés; más bien desatienden. Pero él sigue hablando, y pasa de las peripecias de la construcción a las de su familia, y de estas, a las de gente del pueblo, y de estas a las del último partido del Madrid. Por su abandono relajado, por su familiaridad con los objetos y las caras, por la comodidad con la que se toma el coñac y el café, se diría que vive aquí. En los Estados Unidos sería un barfly. Aquí es un barfly del Jerte. Cuenta un chascarrillo que hace que él mismo y sus oyentes se tronchen de risa. Pero yo nunca me he reído con el humor de los pueblos.

Por la calle, alguien grita: «¡Me cago en Dios!». El juramento rebota en la pared de la iglesia. Un contertulio sonríe; otros no mueven ni una ceja. El blasfemo, oscuro, rectangular, fuma.

Pasan caballos por las calles empedradas. No los veo: desde mi buhardilla, solo los oigo. El toc toc de los cascos en los adoquines me recuerda el repicar hueco de las mitades de coco con las que, de niños, los profesores nos hacían imitar el paso de los caballos por las calles empedradas.

Una señora muy mayor lleva sendas bolsas del supermercado en las manos y otra en la cabeza. Antes, en la cabeza debía de llevar una alcuza, una jarra de agua que habría llenado en la fuente, o un fardo; hoy es una bolsa del supermercado. Se para un momento y deja las bolsas, las tres, en el suelo. Respira. Tiene el pelo blanco. Luego vuelve a ponerse una en la cabeza, que se sostiene con la airosidad de una garza, y a coger las otras dos con las manos, y sigue su camino.

En todas las casas del pueblo han puesto ramas y hojas de palma. Es Domingo de Ramos. Al salir a la calle, me encuentro una ramita muy breve en la manija de la puerta y otras más grandes en las dos ventanas. Me da rabia que la ramita de la entrada sea ridícula en comparación con la del vecino, a quien le han puesto media palmera. De niño, mis padres me endomingaban de marinerito y me llevaban con una palma a saludar por las calles la llegada del Señor. Recuerdo el color marfil de aquellas palmas y su olor liso, repeinado. También, que la base quedaba chafada, de tanto golpear con ella las aceras y el asfalto.

Alguien me saluda efusivamente por la calle. «¡Hombre! ¿Ya por aquí?», me pregunta con perspicacia. «Pues sí, ya ves», respondo yo, con no menor agudeza. «¿Y qué tal la familia?». «Bien, muchas gracias. ¿Y la vuestra?». «Estupenda. El mayor ya está en Bachillerato, y Margarita ha aprobado las que le habían quedado. Y este verano se van a ir a Inglaterra, a aprender inglés». «Ah, cuánto me alegro». «Pues nada, a ver si nos vemos estos días. ¿Os vais a quedar mucho?». «Un par de semanas». «Hala, un abrazo a todos». «Sí, lo mismo digo». No tengo ni idea de quién es.

Las cigüeñas crotoran en el campanario de la iglesia. Es un entrechocar córneo y acelerado: clac-clac-clac-clac-clac-clac-clac-clac. Extremadura es la comunidad de España, y una de las regiones de Europa, con mayor densidad de cigüeñas. Están en las espadañas de las iglesias y las ermitas, en los tejados de las casas, en las torres de la electricidad, en los pináculos de los puentes y los palacios. Los nidos de las cigüeñas, que ellas acrecen incansablemente para proteger a la nidada, pesan lo suyo, y pueden hundir un techo. Pero son intocables: los ecologistas prefieren una casa perjudicada que una cigüeña ahuyentada. Las cigüeñas solo forman una pareja a lo largo de su vida: son monógamas, como los católicos. Quizá por eso les gustan tanto las iglesias. Y crotoran: clac-clac-clac-clac-clac-clac-clac-clac. A veces, el ruido de sus picos se mezcla con el caminar de los caballos por el pueblo.

Las campanas tocan a muerto: es un redoble lento, espaciado, que conviene a un día como hoy, inglés: golpea mansamente las nubes y nos llega amortiguado por su algodón plomizo. Recuerdo las campanas de niño, en Azanuy: el sobresalto del repicar de incendio («¡Fuego! ¡Fuego!», gritaban los hombres que corrían por la calle hacia no sabía dónde), la urgencia creciente de los toques de misa («¡El segundo toque!», apremiaba mi abuela, acabándonos de peinar y anegar de colonia; al tercero debíamos estar entrando por la puerta de la iglesia) y el doblar dolorido por los muertos. Yo nunca sabía quién había fallecido –como tampoco lo sé hoy, en Hoyos–: averiguarlo suponía una espera estemecida. Aunque luego aprendí, con John Donne, que las campanas no doblan por los muertos, sean quienes sean: doblan por todos, doblan por nosotros, doblan por mí.

4 comentarios:

  1. Me has recordado la Elegía para John Donne de Joseph Brodsky;

    John Donne se ha dormido, y todo duerme a su lado...

    Volveré a leerla.

    Un abrazo

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  2. No conozco esa obra de Brodsky. De hecho, y aunque sea algo sacrílego decirlo, Brodsky no me entusiasma. Pero bien está que lo que uno escribe mueva a leer más, a establecer paralelismos y asociaciones.

    Un beso.

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  3. Qué delicia esta entrada y la anterior, y qué buenos recuerdos me trae de los paseos por la Tierra Media de Hoyos.

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  4. La Tierra Media de Hoyos no es la misma sin ti, Antonio. Yo he estado paseando por ella estos días, y lo he podido comprobar. He echado mucho de menos tu capacidad de fabulación por esos parajes.

    Un gran abrazo.

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