La gente coge agua de la fuente. Un señor y su señora alinean garrafas
de plástico blanco en el suelo y las colocan, una tras otra, debajo del caño del abrevadero. El
chorro que cae es grueso como una maroma. Pero es una maroma transparente.
Los pájaros cantan. Cantan a todas horas, cantan muchos, cantan por
todas partes. En el patio de casa los trinos se enmarañan como bolas de sonido
que rebotaran por el aire. Debe de haber algún nido en el tejado, o en el patio
vecino. Están en celo, me dice una amiga. Es un celo frenético, hermosamente
inhumano.
Un joven, acodado en la barra del bar, da conversación a otros
paisanos. Cetrino de piel, camiseta proletaria, colilla en los labios. Por lo
que cuenta, es albañil. Narra con detalle un problema que tuvieron con los
ladrillos en la última obra en la que ha trabajado. Los demás atienden con
escaso interés; más bien desatienden. Pero él sigue hablando, y pasa de las
peripecias de la construcción a las de su familia, y de estas, a las de gente
del pueblo, y de estas a las del último partido del Madrid. Por su abandono
relajado, por su familiaridad con los objetos y las caras, por la comodidad con
la que se toma el coñac y el café, se diría que vive aquí. En los Estados
Unidos sería un barfly. Aquí es un barfly del Jerte. Cuenta un chascarrillo que hace que él mismo y
sus oyentes se tronchen de risa. Pero yo nunca me he reído con el humor de los
pueblos.
Por la calle, alguien grita: «¡Me cago en Dios!». El juramento rebota
en la pared de la iglesia. Un contertulio sonríe; otros no mueven ni una ceja.
El blasfemo, oscuro, rectangular, fuma.
Pasan caballos por las calles empedradas. No los veo: desde mi
buhardilla, solo los oigo. El toc toc de los cascos en los adoquines me
recuerda el repicar hueco de las mitades de coco con las que, de niños, los
profesores nos hacían imitar el paso de los caballos por las calles empedradas.
Una señora muy mayor lleva sendas bolsas del supermercado en las manos
y otra en la cabeza. Antes, en la cabeza debía de llevar una alcuza, una jarra
de agua que habría llenado en la fuente, o un fardo; hoy es una bolsa del
supermercado. Se para un momento y deja las bolsas, las tres, en el
suelo. Respira. Tiene el pelo blanco. Luego vuelve a ponerse una en la cabeza,
que se sostiene con la airosidad de una garza, y a coger las otras dos con las
manos, y sigue su camino.
En todas las casas del pueblo han puesto ramas y hojas de palma. Es
Domingo de Ramos. Al salir a la calle, me encuentro una ramita muy breve en la
manija de la puerta y otras más grandes en las dos ventanas. Me da rabia que la
ramita de la entrada sea ridícula en comparación con la del vecino, a quien le
han puesto media palmera. De niño, mis padres me endomingaban de marinerito y
me llevaban con una palma a saludar por las calles la llegada del Señor.
Recuerdo el color marfil de aquellas palmas y su olor liso, repeinado. También,
que la base quedaba chafada, de tanto golpear con ella las aceras y el asfalto.
Alguien me saluda efusivamente por la calle. «¡Hombre! ¿Ya por aquí?»,
me pregunta con perspicacia. «Pues sí, ya ves», respondo yo, con no menor
agudeza. «¿Y qué tal la familia?». «Bien, muchas gracias. ¿Y la vuestra?».
«Estupenda. El mayor ya está en Bachillerato, y Margarita ha aprobado las que
le habían quedado. Y este verano se van a ir a Inglaterra, a aprender inglés».
«Ah, cuánto me alegro». «Pues nada, a ver si nos vemos estos días. ¿Os vais a
quedar mucho?». «Un par de semanas». «Hala, un abrazo
a todos». «Sí, lo mismo digo». No tengo ni idea de quién es.
Las cigüeñas crotoran en el campanario de la iglesia. Es un
entrechocar córneo y acelerado: clac-clac-clac-clac-clac-clac-clac-clac.
Extremadura es la comunidad de España, y una de las regiones de Europa, con
mayor densidad de cigüeñas. Están en las espadañas de las iglesias y las
ermitas, en los tejados de las casas, en las torres de la electricidad, en los
pináculos de los puentes y los palacios. Los nidos de las cigüeñas, que ellas
acrecen incansablemente para proteger a la nidada, pesan lo suyo, y pueden
hundir un techo. Pero son intocables: los ecologistas prefieren una casa
perjudicada que una cigüeña ahuyentada. Las cigüeñas solo forman una pareja a
lo largo de su vida: son monógamas, como los católicos. Quizá por eso les
gustan tanto las iglesias. Y crotoran: clac-clac-clac-clac-clac-clac-clac-clac. A veces, el ruido de sus picos se mezcla
con el caminar de los caballos por el pueblo.
Las campanas tocan a
muerto: es un redoble lento, espaciado, que conviene a un día como hoy, inglés:
golpea mansamente las nubes y nos llega amortiguado por su algodón plomizo.
Recuerdo las campanas de niño, en Azanuy: el sobresalto del repicar de incendio
(«¡Fuego! ¡Fuego!», gritaban los hombres que corrían por la calle hacia no sabía
dónde), la urgencia creciente de los toques de misa («¡El segundo toque!»,
apremiaba mi abuela, acabándonos de peinar y anegar de colonia; al tercero
debíamos estar entrando por la puerta de la iglesia) y el doblar dolorido por
los muertos. Yo nunca sabía quién había fallecido –como tampoco lo sé hoy, en
Hoyos–: averiguarlo suponía una espera estemecida. Aunque luego aprendí, con
John Donne, que las campanas no doblan por los muertos, sean quienes sean:
doblan por todos, doblan por nosotros, doblan por mí.
Me has recordado la Elegía para John Donne de Joseph Brodsky;
ResponderEliminarJohn Donne se ha dormido, y todo duerme a su lado...
Volveré a leerla.
Un abrazo
No conozco esa obra de Brodsky. De hecho, y aunque sea algo sacrílego decirlo, Brodsky no me entusiasma. Pero bien está que lo que uno escribe mueva a leer más, a establecer paralelismos y asociaciones.
ResponderEliminarUn beso.
Qué delicia esta entrada y la anterior, y qué buenos recuerdos me trae de los paseos por la Tierra Media de Hoyos.
ResponderEliminarLa Tierra Media de Hoyos no es la misma sin ti, Antonio. Yo he estado paseando por ella estos días, y lo he podido comprobar. He echado mucho de menos tu capacidad de fabulación por esos parajes.
ResponderEliminarUn gran abrazo.