Visito hoy a Janus Avivson. Vive en Hampstead, al norte de Londres, en una casa vieja, de escaleras estrechas, sin ascensor, como tantas otras de la ciudad. Que esté hoy aquí demuestra hasta qué punto los letraheridos formamos una comunidad mundial. Hasta hace muy poco no había oído nunca hablar de Janus. Pero el miércoles pasado recibí un correo suyo, en el que me decía que era un cineasta residente en Londres que planeaba filmar un documental sobre Paul Celan, y se mostraba interesado en conocerme y que habláramos sobre el poeta rumano. Había sabido, gracias a Internet, de la inminente celebración de un congreso sobre Celan en la Universidad de Extremadura, en el que imparto una conferencia, y se había puesto en contacto con uno de sus organizadores, el poeta Mario Martín Gijón, para obtener más información sobre el encuentro. Mario le había respondido que uno de los ponentes vivía en Londres, y, ante el interés de Janus por conocerme, le había facilitado mi dirección electrónica. Y de ahí el mensaje de este. Yo siempre encuentro estas conexiones maravillosas, casi mágicas. Janus no solo quería charlar conmigo. También se ha inscrito para asistir, como oyente, al congreso. Nada más entrar en su piso, con ortodoxos modales británicos, me invita a una cup of tea. Acepto: son las cinco de la tarde. Nos sentamos en un rincón de la cocina. Por la ventana se ven los tejados de las casas vecinas y un enorme andamio instalado en la fachada posterior del inmueble. No es un paisaje bonito, pero por lo menos entra la luz. Sobre nuestras cabezas se abre un enorme agujero en el techo. Veo las viguetas rotas y la negrura del piso superior, pero no digo nada: no sería educado. Tampoco Janus, que ve que lo veo, dice nada. Tomamos té e intercambiamos información sobre nosotros mismos; es lógico: apenas sabemos nada el uno del otro. Yo he rebuscado en Internet y he visto que Janus, además de dedicarse a la cinematografía, tiene una galería de arte. Se comprende, pues, que los cuadros abunden en su casa, cuyo pasillo central está completamente cubierto de alfombras, como una mezquita. Pero él es judío, como no tarda en decirme. "No ortodoxo, ni siquiera religioso -me aclara-, pero sí alguien que respeta un legado, una tradición cultural". Uno de sus cinco hijos, de tres matrimonios diferentes, vive en Israel. Él nació en Polonia, pero responde a ese perfil de judío errante que tanto se ha dado, por suerte o, más a menudo, por desgracia, entre los de su pueblo. Luchó, con el sindicato Solidaridad, contra el comunismo en Polonia, y luego, expulsado del país, estuvo en Dinamarca, Bélgica, Francia -donde vivió seis años en el Marais parisino: qué envidia-, Japón, los Estados Unidos y, por fin, Inglaterra. Pero conoce casi el mundo entero, incluida España, que ha visitado en numerosas ocasiones. Ha estudiado Lingüística, Medicina y Filosofía, y ejercido muchos años como periodista. No sé cuántos idiomas habla, pero deben de ser muchos; hasta es capaz de leer en español: sus estancias en Colombia y Venezuela le ayudaron a manejarse en nuestro idioma, aunque solo lo chapurree. Nuestra conversación se desarrolla en inglés. Mientras hablamos, me sorprende su extraordinario parecido con Juan Goytisolo, cuya cara (y cuyo traje, ay, en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes) son omnipresentes estos días en los periódicos y las televisiones españolas. No me aclara el origen de su interés por Celan, pero supongo que le gusta su poesía y que se siente atraído por la vida desarraigada y doliente que el poeta llevó, o mal llevó: judío, nacido en Rumanía -en una ciudad hoy perteneciente a la atormentada Ucrania-, sufrió el antisemitismo y el asesinato de sus padres a manos de los nazis; huyó, apátrida, por media Europa tras la Segunda Guerra Mundial, hasta establecerse, pobre y solo, en París; hubo de arrastrar la culpa de haber sobrevivido a sus padres, y la carga de que su lengua materna, con la que escribía su poesía, fuera la misma que la de los nazis; sobrellevó un matrimonio difícil (a cuya dificultad él contribuyó, es de justicia decirlo, con unas cuantas infidelidades); penó la falsa acusación de que había plagiado la poesía del poeta francoalemán Yvan Goll, propalada por la viuda de este, Claire; y tras varias y terribles depresiones, que lo llevaron a intentar matar a su mujer con un cuchillo de cocina y a sí mismo apuñalándose en el corazón, e ingresar tres veces en hospitales psiquiátricos, donde le aplicaron electrochoques, se suicidó arrojándose al Sena el 20 de abril de 1970, octogésimo primer aniversario del nacimiento de Adolf Hitler. Uno de los detalles más emocionantes de esta vida malhadada es que, durante su reclusión en un campo de trabajo, y después de pasar horas reuniendo los libros rusos que le ordenaban los nazis para quemarlos, Celan traducía los sonetos de Shakespeare al alemán. Janus me informa de que no hay nada filmado sobre el poeta. Su documental será, pues, una primicia mundial. Ni corto ni perezoso, piensa presentarlo a la próxima edición de los Óscar, que también premian el cine documental. Y quiere entrevistarme en él. Mira que si aparezco en una película ganadora de un Óscar. Ahora anda investigando, en Europa y América, la vida del poeta rumano, aunque no deja de asombrarse -y yo con él- de que Celan siga siendo un desconocido para muchos, ya sean rumanos -sus compatriotas-, alemanes -germanófonos como él-, franceses -sus conciudadanos- e ingleses -tan ignorantes de otras poesías como siempre-. Maravillosamente, sí se le conoce en un rincón de España, llamado Extremadura, donde un puñado de locos se va a reunir durante dos días para hablar de él y de su poesía. Le explico que Celan cita a Extremadura en uno de sus poemas, porque, próximo al socialismo, se sintió conmocionado por la Guerra Civil española. Janus quiere utilizar el congreso extremeño como punto de partida de su película, un recorrido biográfico punteado por sus versos. La financiación corre de su cuenta, aunque no descarta recabar alguna ayuda, siempre que no comprometa la independencia del proyecto. Le sugiero que rebusque en los archivos israelíes: Celan fue invitado a Israel a finales de los 60, y volvió encantado de aquel viaje. Es muy posible que todavía quede gente con vida que lo recuerde. Su alegría, en cualquier caso, no duró mucho, porque, pocos meses después de su regreso, se tiró al Sena. Nos extendemos sobre Celan -él me enseña su biblioteca, muy amplia, sobre el poeta, y yo le prometo prestarle mi edición española de sus poemas rumanos, que él desconoce-, pero también charlamos de muchas otras cosas: de mujeres, por ejemplo, ambos con notorio entusiasmo, y de mi integración -o no integración- en la sociedad británica. Él es muy anglófilo; yo lo soy menos. Me insiste, con cierta brutalidad, en que, para ser aceptado por los ingleses, te han de ver como un igual, no como un parásito. Yo le respondo que, como parásito, dejo mucho que desear -en casi dos años, he concurrido, sin éxito, a numerosos puestos de trabajo y no he solicitado ningún beneficio social-, y que tampoco deseo ser igual a nadie: solo quiero ser yo, pero que, en cualquier caso, para alcanzar cualquier objetivo, te han de dar la oportunidad de lograrlo. Mientras hablamos, entra en la cocina uno de los cinco inquilinos que Janus tiene en casa. Así, alquilando habitaciones, obtienes ingresos extras. Es Mora, una becaria sueca que trabaja en la embajada de su país en Londres. Mora ha visitado Barcelona y Palma de Mallorca. Me pregunta qué más le recomiendo de España, y yo no vacilo en dirigirla a las capitales andaluzas, siempre que no sea en verano. Janus escucha impertérrito nuestro diálogo, pero yo me pregunto cómo consigue sobreponerse al nerviosismo que debe de causarle cruzarse todos los días por casa con alguien de las hechuras de Mora. A mí me provocaría un enorme desasosiego.
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