En busca del tiempo perdido no solo es la razón por la que me vine a Inglaterra, sino el título de, probablemente, la mejor novela del s. XX y una de las mejores de la historia de la literatura universal. Marcel Proust, aquel aristócrata que había nacido en un cuerpo de burgués, publicó la primera entrega de la heptalogía, Por el camino de Swann, en noviembre de 1913, hace ahora exactamente un siglo. Y lo hizo a su costa, pagando enteramente la edición -es decir, pagándola sus padres: Proust no desempeñó un trabajo remunerado en su vida-, después de que André Gide, en una de las pifias más monumentales de la historia de la edición -solo equiparable a la de Carlos Barral con Cien años de soledad, que reputó "pintoresco"-, rechazara publicarla en la Nouvelle Revue Française, porque "había demasiadas duquesas". Que Proust autoeditara ese primer volumen (y solo ese) suele invocarse como justificación de la autoedición. Aunque hay muchos más ejemplos, e igualmente sensacionales: Rimbaud se pagó su temporada en el infierno, y César Vallejo, el asimismo fundacional Trilce. Sin embargo, por muchas excepciones que se logren recopilar, no desvirtuarán el hecho de que pagar por publicar es ignominioso, y que la inmensa mayoría de los libros que ven la luz gracias a esa expresión del masoquismo -y de la vanidad más desaforada- son deplorables. En busca del tiempo perdido ha sido la mayor experiencia literaria de mi vida. No, quizá, el mejor libro, o el más impactante, o el más oportuno: la mayor experiencia literaria, un proceso dilatado -no queda otra: los siete libros suman más de 3.000 páginas-, en el que la lectura moldea la sensibilidad y crea el lenguaje, esto es, el pensamiento. Recuerdo haberlo empezado a leer por la recomendación de un compañero de clase, Federico Moncunill Gallo, uno de aquellos colegas con los que uno no tenía demasiado relación, pero si percibía alguna afinidad, y que, en un momento dado, eran capaces de penetrar en tu intimidad con un comentario o con una conducta. Me hice con la edición de Alianza, en cuya traducción se habían sucedido Pedro Salinas y Consuelo Berges, y me abandoné a una lectura que me acompañó en Barcelona y en los Estados Unidos, donde pasé, por aquel entonces, a principios de los 80 del siglo pasado, algunos meses. Digo bien: me abandoné, porque en la corriente de Proust uno ha de dejarse llevar, como en un río caudaloso, sin aspirar a otro esfuerzo analítico que el acomodo, en tu propia y deslumbrada alma, del inmenso conocimiento del alma humana que despliega el libro. Ni siquiera esas frases interminables de su escritura, que se engarzan en subordinadas, y en subordinadas de las subordinadas, y en subordinadas de las subordinadas de las subordinadas, hasta una subordinación infinitesimal o cósmica, como se prefiera, del mismo modo en que los convólvulos de un cerebro gigantesco se sucederían en pliegues interminables, hasta aovillarse en una madeja turbulenta, pero insólitamente elegante, e interminable, ni siquiera esas frases, decía (y me acaba de salir una ahora mismo, influido, sin duda, por el espíritu subordinante de Proust), empujaban al análisis, por mucho que lo requirieran, sino al trance: al trance de observar cómo el lenguaje se posesiona del ser y del mundo, de todos los rincones del pasado y del presente; del trance de saberse lenguaje, de existir gracias al lenguaje, amasado por la voluntad de negarse a morir, de negarse a que todo lo vivido desaparezca en la nada afásica de la muerte. Es fascinante apreciar esa lentitud con la que el escritor francés desenmaraña la realidad, esa tarecea lingüística de una realidad que se desvanece: cada palabra es un clavo microscópico, algo que pretende fijar lo volátil, sin impedir que vuele. Hace falta mucho pulso para narrar, en cincuenta páginas, cómo nuestra abuela se va a dormir, eso, justamente, que desespera a tantos lectores -y escritores- apresurados, y que atrapa a los más pacientes, a los que se deleitan con cada sílaba, pero que son, también, los más pueden sufrir su influencia: Proust, como Borges, como Neruda, devora el estilo, y hay que huir de su irradiación; el estilo proustiano acaba siendo prusiano. Hace falta una delicadeza y un nervio formidables para aguantar esa acción, sin que la vibración de la frase decaiga, sin que perdamos el hilo, sin que nuestro ojo trastabille. Frente a la imagen de un Proust feble, delicuescente, su vigor narrativo es extraordinario, y yo siempre he creído que el talante literario es transunto del talante personal. Proust era, en realidad, un sujeto berroqueño, capaz de lidiar con una familia insuficientemente amante, con una sociedad homófoba e insensible, con los colmillos retorcidos de los salones de la época, y hasta con una guerra mundial, pero para hacerlo necesitaba del lenguaje, de eso que le otorgaba materia y perdurabilidad. Si algo es indudable para mí en En busca del tiempo perdido es su carácter poético: solo la poesía tiene esa capacidad para transmitirnos una emoción tan vívida, fundida con el pensamiento. Sin embargo, la grandeza de la novela radica en sus múltiples capas de lenguaje, en el inextricable entrelazamiento de sus discursos: es una novela lírica, sí, pero también es un fresco, un colosal diorama, del fin de las sociedades decimonónicas (mayor, y más exacto, por cierto, que el de tantos novelones realistas: la mejor descripción es una buena metáfora), y un diario personal, una crónica desangrada de alguien que ama y no es correspondido, de alguien que quiere amar de otro modo y no le es permitido. Y también es un experimento vanguardista: una forma de acometer la palabra, y su articulación global, como no se había intentando antes en la prosa francesa, ni en la universal. No me acuerdo de cuántos meses dediqué a la lectura de En busca del tiempo perdido, pero fueron muchos. Me recuerdo en mi habitación, jubilosamente sofocado por aquella sintaxis serpenteante, por aquel lenguaje que no acababa, por aquella inverosímil capacidad para sumergirse en el análisis de la interioridad y emerger de esa apnea casi mortal con un mapa, perfectamente topografiado, de causas y efectos, de cimientos y matices, de sentimientos y sinrazones; y, viéndome en ese cuarto, sudoroso, abrumado y feliz, veía también a Proust en el suyo, al final de su no muy larga vida, asmático, insomne y agonizante, echado en la cama con un abrigo por los hombros, con sahumerios con los que pretendía evitar que lo apuñalara la tos, atendido por su criada Céleste, que era ahora como aquella madre que no iba a darle el beso de buenas noches cuando niño, y que se paseaba con infusiones por la habitación, cuyas ventanas estaban tapiadas, y cuyas paredes, recubiertas con planchas de corcho, para amortiguar los ruidos exteriores y favorecer el sueño imposible del escritor. Un sueño que le llegaría, definitivamente, el 18 de noviembre de 1922, cuando él aún se afanaba por corregir sus libros, por añadir pedazos de papel con correcciones a los volúmenes ya publicados, por seguir apilando, con su letra microscópica, los minutos de una vida que se extinguía, por seguir respirando con palabras.
Me ha puesto la piel de gallina...
ResponderEliminarGracias, hijo.
EliminarUn beso.
Creo que Proust se enfrentaba a un mundo que él pensaba que no le iba a comprender y admitir. Por un lado tenía una fascinación por la alta nobleza pero por otro lado era también consciente de sus miserias y de volatilidad de esa situación. Parece claro que decidió vivir en la escritura, que la creación literaria era su respuesta al mundo. Cuando su protagonista se involucra más en la vida real, los tomos de La prisionera y La fugitiva, acaba sufriendo dolorosamente, creo recordar. No sé si se daba cuenta de la proximidad de su muerte pero para mí es claro que el último tomo con su carácter totalizador es un broche perfecto que da un sentido completo a su obra.
ResponderEliminar