Muchas tardes Ángeles y yo salimos a pasear. Ella se ha pasado todo el día mirando por el microscopio en el hospital, y yo, mirando la pantalla de mi ordenador en casa, así que nos apetece estirar las piernas. Ya lo hacíamos en Sant Cugat, también por las tardes. Ella se había pasado todo el día mirando por el microscopio en el hospital (y soportando el horror del servicio en el que trabajaba), y yo, mirando la pantalla de mi ordenador en la oficina siniestra, así que nos apetecía volver a sentirnos seres humanos. Entonces cruzábamos el pueblo, disfrutando de las banderas esteladas que lucían en los balcones (y también de alguna española, que se colgaba para fastidiar, algo parecido a lo que sucedía en los partidos de fútbol: siempre que marcaba el Barça, se oía en el pueblo un rugido general y sociológico; si lo hacía el contrario, alguien, que todo el mundo quiere localizar, con no muy tranquilizadores propósitos, pero que aún no ha podido ser identificado, lanzaba un petardo que se oía de uno a otro confín. Y no digamos si el contrario era el Madrid, en cuyo caso lanzaba una salva atronadora de buscapiés) y de los muchos espacios verdes cuyo mantenimiento hace que el IBI de la localidad ronde los 1.200 euros anuales. Pero a lo que iba: aquí también salimos a pasear. Lo hacemos desde nuestra casa hasta el Parlamento. Seguimos por Grosvenor Road, que es una vía despejada, aunque no especialmente memorable, salvo por sus magníficas vistas de río, cruzamos los puentes de Vauxhall y de Lambeth, y vamos a dar, por fin, al conjunto integrado por la abadía de Westminster y las Casas del Parlamento, de noche fantásticamente iluminadas. Es una caminata de unos 40 minutos, que se doblan, lógicamente, al volver. Un paseo así se disfruta mucho, sobre todo cuando se ha superado el deslumbramiento de la primera vez y se atiende a los detalles. Ayer nos cruzamos con una belleza india, enfundada en un sari que velaba y, a la vez, revelaba su cuerpo. Luego vimos a un joven con sombrero, paraguas y uno de esos mostachos acaracolados que antes solo lucían los espadachines, Hércules Poirot o los montañeses turingios, pero que hoy parecen haberse vuelto a poner de moda entre cierto mocerío modernísimo. Por Grosvenor Road no dejan de pasar coches de lujo y descapotables. Los ingleses aman los coches, y los descapotables, no veas. En un correo reciente, el gran Agustín Fernández Mallo me decía que Londres, una ciudad donde llueve mucho, es también una de las ciudades del planeta donde hay más coches descapotables. Y añadía, certeramente: "Como decía un personaje de Nocilla Dream, 'la supervivencia es redefinir el absurdo en tu beneficio'". Al llegar a la plaza del Parlamento, vemos a varios bobbies apostados en sus diferentes entradas. Algunos están charlando, sonrientes, con grupos de gente, que no sabemos si son turistas o autóctonos. Todos llevan el casco ovalado que los ha hecho célebres, en lugar de los insulsos gorritos ajedrezados o de las gorras de plato, más anodinas todavía, con que la modernidad ha querido sustituirlos. Donde esté un buen casco ovalado -como, en España, donde esté un buen tricornio-, que se quiten las demás prendas de cabeza. Siempre que veo a un bobby, sobre todo si lleva casco, pienso en Julio Camba y sus artículos ingleses, reunidos en un libro delicioso titulado Londres, que leí no hace mucho en una de las viejas ediciones de Austral. En uno de los primeros de esos artículos, que escribió con ocasión de su corresponsalía para El Mundo en la capital, a principios de los años 10 del siglo pasado, el genial aunque algo fascista Camba hace uno de los mejores retratos del guardia que se han esbozado nunca. Y escribe: "A mí el guardia inglés me parece algo sobrehumano, que está por encima de nuestras pasiones y de nuestra sensibilidad. Alguna vez he tenido precisión de preguntarle a un guardia por una calle; me he acercado a él y he mirado hacia arriba. El guardia tenía la cabeza levantada y no me veía. Le he llamado y he formulado mi pregunta. Entonces el guardia, sin mover la cabeza para mirarme, me ha contestado minuciosamente, y, cuando yo me he ido, se ha quedado en la misma actitud, inmóvil e impasible. Y es que, cuando uno le pregunta a un guardia inglés, el guardia inglés no le contesta a uno: le contesta a la sociedad. No hay cuidado de que uno influya en su espíritu según vaya mejor o peor vestido y según sea más o menos simpático. Ya he dicho que el guardia inglés es sobrehumano. Su espíritu es el espíritu del deber. Usted, yo, cualquiera, al acercarnos a él, somos la sociedad que le llama. El guardia responde, y nada más". Ayer nuestro paseo siguió por el south bank: cruzamos el puente de Westminster, bajo la estricta aunque algo torcida vigilancia del viejo Ben (el reloj se está inclinando, como la torre de Pisa, pero más moderadamente: al fin y al cabo, es inglés), dimos la espalda al gigantesco círculo añil del London Eye y a la mole del antiguo ayuntamiento, cuya fachada es iluminada alternativamente de blanco, rojo y azul, los colores de la Union Jack, y volvimos a casa contemplando el magnífico paisaje ribereño, con las agujas góticas del Parlamento, cuya pátina terrosa las luces nocturnas transforman en un oro restallante, y la sucesión de edificios rotundos, de austera, a veces draconiana, elegancia, que se diluyen, gradualmente, en las estribaciones de Pimlico y Chelsea, con sus conjuntos residenciales, y los espacios abiertos de sus parques, y sus masas de bosque. Se nos hace extraño salir a pasear por lo que ha sido durante muchos siglos el centro del mundo, y hacerlo, además, con la misma naturalidad con la que antes recorríamos las calles de Sant Cugat, tan pintorescamente engalanadas de banderas rojigualdas.
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