Muchas tardes voy a recoger a Ángeles a la salida del hospital. Es un paseo largo, de cuarenta y cinco minutos en cada sentido, pero me sienta bien: después de tantas horas ante el ordenador, caminar un buen trecho me reactiva la circulación. Además, supone una rutina, y las rutinas son buenas para que nos sintamos integrados en un paisaje, además de para liberar al cerebro de sus ocupaciones menos relevantes: así podemos dedicarlo entonces a los asuntos esenciales, como cuándo se va a recuperar Messi de su lesión, o a qué voy a dedicar la entrada del blog del día siguiente. Uno de los caminos que van al hospital atraviesa una placita sin nombre. Es sorprendente que no lo tenga, porque todo Londres es una apoteosis nominal: hasta los edificios se bautizan. Yo vivo, todavía, en un conjunto de apartamentos que se llama The Icon, y dentro de poco voy a hacerlo en otro con el nombre de Yvon House. Pero la plaza no tiene denominación oficial, aunque los vecinos la identifiquen, informalmente, como The Orange, por el pub señorial, de fachada blanquísima, que ocupa una de sus esquinas. La plaza se abre en la confluencia de la calle Ebury con Pimlico Road, y siempre me ha llamado la atención por su belleza. Todo su perímetro está ocupado por tiendas, sin que dé la sensación de que sea una zona comercial. Son tiendas de muebles, decoración y antigüedades -que fascinan a los británicos-, librerías de libros ilustrados -sobre jardinería y cerámica, por las que sienten no menor pasión-, floristerías y salones de té: establecimientos inundados de tenues luces doradas, con asientos de cretona y cartelerías exquisitas; lugares donde a uno le apetece, simplemente, estar. A mí, por ejemplo, no me importaría acomodarme en el sillón orejero expuesto en el escaparate de una de ellas, aun a costa de ser observado como un maniquí, o un elemento más del mobiliario, por la sola razón de hundirme en sus infinitudes muelles, y respirar el delicado aroma a espliego que exhala la tienda, y disfrutar de los libros que han dispuesto al lado del asiento. Reparo también en los nombres de los locales, estos sí, sonoramente arraigados en la cultura aristocrática, pero, a la vez, mestiza, de la Gran Bretaña: uno de ellos se llama Christopher Butterworth; otro, Humphrey & Carrasco; otro más, Coote & Bernardi. Me vienen a la cabeza los nombres disparatados que solía dar Saki, el gran humorista inglés de fin de siglo, a los personajes de sus terroríficos cuentos: Rottlethorpe, Thwinbinding, Applespruttle; una técnica que también practicaba Camilo José Cela en sus apuntes carpetovetónicos y, en general, en la España sórdida que describía. A la entrada de la plaza, por Pimlico Road, queda la rotunda iglesia de Saint Barnabas, con su majestuosa aguja, que otea los barrios de Chelsea y Pimlico desde 1850. En el escueto triángulo que constituye propiamente la plaza, se alza una pequeña estatua. Y es pequeña porque representa a un niño: Mozart, a los cinco años. A esa edad vivió en el 180 de Ebury Street, a pocos pasos de distancia, y allí compuso su primera sinfonía. He dicho bien: a los cinco años. Su padre, también músico, había descubierto el talento, la genialidad musical de su hijo, e iniciado una gira por las cortes europeas para darlo a conocer (y para embolsarse, de paso, unos buenos beneficios). En Londres residió en una casita blanca, estrecha, recogida, con un minúsculo arriate a la entrada, que formaba parte de una hilera de casas iguales. También esto adoran los ingleses: esta continuidad temporal, este saber que el tiempo permanece ahí, único, solidificado, esta perpetuación de las realidades, de los hechos. Cuando un visitante ilustre que visitaba Oxford por primera vez le dijo al rector, que lo acompañaba por el campus, "¡qué césped más bonito!", este le contestó: "Sí, lo cortan cada jueves desde hace 800 años". Ni siquiera dijo: con frecuencia, o semanalmente; dijo: "cada jueves", como si las semanas de ocho siglos fueran algo cercano, cotidiano, comprensible con un solo golpe de pensamiento. Ahí están, pues, la estatua de Mozart -reciente: se erigió en 1994-, y la casa donde escribió su primera sinfonía, y la plaza entera, con sus tiendas, sus terrazas y sus castaños de Indias, en cuyo follaje ahora, próxima ya la Navidad, ha crecido una miríada de frutos luminosos. Ni siquiera los aseos públicos que se acumulan en ella -unos, antiguos y subterráneos, cercados por verjas, for public convenience; otros, modernos, como cápsulas espaciales, en la superficie, que funcionan con monedas- la afean: todo está integrado en un conjunto deliciosamente sutil, en un equilibrio de formas, de luces y sombras, que se me antoja prodigiosamente cercano a la música perfecta del músico de Salzburgo.
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