viernes, 22 de noviembre de 2013

El traslado

Ayer hicimos el traslado. Dos mudanzas, se dice en España, equivalen a un incendio, y, a veces, solo una. Y eso que apenas habíamos de transportar muebles, sino únicamente ropa, libros, enseres domésticos y efectos personales. Pero las cosas crecen en cualquier guarida, como las erratas en los libros. Uno ha estado poco tiempo en un sitio, y cree que apenas tendrá que trasladar nada, pero, cuando empieza a abrir cajones, hurgar en armarios y desvelar cajas, descubre que la fertilidad de las cosas es altísima, que los objetos se reproducen como cucarachas, o bien que uno tiene alma de chamarilero y no lo sabía. A base de bolsas y maletas, acabamos llenando la furgoneta de Sam. En estas labores aledañas y manuales, no hemos dado nunca con nadie nacido en Inglaterra, y ayer no fue una excepción: Sam, el mudanzero, es de algún lugar del Caribe; Cuthbert, nuestro ya ex-portero, que nos ayudó a cargar paquetes, es zambiano (y está casado con una polaca); nuestro nuevo portero, cuyo nombre todavía ignoramos, es indio o paquistaní; el dueño del inmueble en el que nos hemos instalado se llama Mohammad Bafghi, y es obviamente arábigo; los ayudantes que nos proporcionó para arreglar algunos desperfectos eran rusos o de algún país del este de Europa; los limpiadores que contratamos para que dejaran nuestro antiguo piso como los chorros del oro, portugueses. El único inglés con el que nos cruzamos fue un caballero del inmueble saliente, de pelo cano y americana de tweed, con solapas de ante, que, ante la montaña de maletas y bolsas acumuladas en el vestíbulo, observó con perspicacia: "¡Oh, parece que alguien se está mudando!", para preguntar a continuación: "¿De qué piso?". Hemos pasado un año en el inmueble, pero ni siquiera sabía en qué planta vivíamos. Al llegar a nuestra nueva ubicación, descubrimos, consternados, que habían retirado los muebles con los que contábamos. La agencia -Foxtons, una empresa hitleriana de alquiler y venta de inmuebles- había malinterpretado nuestras instrucciones con respecto al mobiliario, y le había trasladado al propietario un inexistente deseo de que el piso estuviera vacío. Curiosamente, esa misma agencia no admite la menor variación en sus protocolos, por no hablar ya del menor retraso en los pagos: si no se hace lo que ella dice, aun lo más insignificante, no hay modo de conseguir lo que uno desea. A la inversa, sin embargo, todo es anchuroso: cometen errores, y ha de ser uno quien los subsane; no arreglan lo que prometen, y ha de hacerlo también uno; y no responden cuando uno les pregunta, como ha de responder uno, ipso facto, cuando son ellos los que instan o inquieren. Pero el mundo inmobiliario es así, en Inglaterra, en España y en todas partes, solo que aquí aderezado por el espíritu metódico, o más bien metodista, de esta gente habituada a que todo tenga una multitud de normas que han de cumplirse sin excepción, y, sobre todo, a que todo exija unos costes y unos beneficios que han de verificarse con minucia, más aún, con implacabilidad, porque el mantenimiento del torbellino comercial que es este país -y su enriquecimiento constante- así lo requiere. Pero los privilegios y las injusticias siguen existiendo, por supuesto. Yo estoy seguro, por ejemplo, de que, cuando Mohammad se quejó a la agencia por su incompetencia, que le había supuesto un gasto con el que no contaba -retirar y volver a instalar los muebles en el piso-, Foxtons manifestaría su compunción, más aún, su desolación -¡Oh, I am so sorry!-, pero sin expresar la menor intención de compensarle económicamente. Así se solucionan aquí los problemas: se profiere un sentido ¡Oh, I am so sorry!, y a otra cosa, mariposa. Salimos a almorzar por el barrio: acabamos en un restaurante de comida balcánica que nos sirvió, por un precio mucho más módico que los restaurantes de Pimlico, eso sí, algo parecido a una chistorra y unas lacónicas salchichas. No fue una colación memorable, pero ya podemos decir que hemos catado la comida serbia. Por la tarde hubimos de volver a nuestro antiguo piso, para comprobar que la limpieza se hubiera hecho bien, y para que Foxtons, a su vez, comprobase que estaba en buen estado. Este es un paso fundamental, puesto que la devolución de la fianza depende de que así sea. La comprobación la efectuó una joven de aires similarmente nacionalsocialistas, que salió hablando del ascensor. Pero no hablaba: le dictaba a un miniordenador los datos de su actuación. Eso siguió haciendo durante la inspección del piso: armada con el ordenador en una mano, donde constaba el inventario del apartamento hecho antes de que nosotros lo ocupáramos, y una cámara en la otra, recorrió todas las habitaciones, abrió todas las puertas, cajones, armarios, alacenas, grifos y electrodomésticos, encendió todas las luces, examinó todos los suelos, techos, cristales, espejos y desagües, contó todos los muebles, vasos, platos, cubiertos, útiles de cocina y objetos de decoración, vació todas las cisternas, palpó todas las paredes y lo fotografió todo. Y, mientras lo hacía, iba describiendo lo que veía: siempre utilizaba las mismas fórmulas, decantadas en años de hacer lo mismo, y su voz sonaba metálica, robótica, como si saliera de una persona distinta de la que nos había hablado a nosotros. Antes de entregarse a esa labor titánica (y tiránica), pero que realizaba con una agilidad sorprendente, como una ardilla recorriendo los recovecos de un nogal, nos anunció: "Tardaré una hora. Pueden Uds. quedarse, si gustan". Y tardó una hora. Al acabar, nos comunicó el veredicto: no había ningún problema de importancia, aunque sí algún desgaste menor, normal -añadió- en un alquiler de estas características. No teníamos, pues, de qué preocuparnos, aunque no se pueda descartar que Foxtons quiera darnos una última sorpresa. Cuando volvimos a Battersea, donde se encuentra ahora nuestra casa, advertimos con claridad que estamos en la frontera: nos hemos ido al sur, en busca de un lugar más grande y, proporcionalmente, más barato, y ya rozamos los barrios pobres, asiáticos, ferroviarios. Nosotros, no obstante, aún quedamos a este lado de la frontera, donde la civilización. Las calles conservan un aire moderadamente victoriano, y el parque de Battersea se abre, verdemente acogedor, a dos travesías de distancia. El Támesis queda solo un poco más allá. Pero esa frontera invisible que traza la ciudad, de acuerdo con unas leyes misteriosas, está junto a la puerta. Si la atravesamos, veremos centros de atención social y albergues municipales, restaurantillos de kebabs y minilocales de pizzas rápidas, burkas y barbas de Fu-Manchú. Exploraremos este cosmos abigarrado; de momento, vamos a disfrutar de un piso en el que todavía no hemos aprendido a encender la calefacción, y cuyo vecino me ha dado ya una muestra tangible de su agrado por la música funky. La mudanza acabó como acaban todas las mudanzas: con infinidad de cajas en todas las habitaciones y un hondo sentimiento de incertidumbre: ¿habremos acertado con el cambio? ¿Será este lugar mejor que el anterior? 

3 comentarios:

  1. Todo es asunto de decoración!!

    ResponderEliminar
  2. Os queda una ingente tarea... ¡Ánimo, que al final todo acaba encajando! :)

    ResponderEliminar
  3. Gracias, queridas Amelia e Isabel, por vuestros buenos deseos. Estamos en ello...

    ResponderEliminar