Emigrar a otro país (si es que eso es lo que soy, un emigrante) supone también emigrar al tuyo, cuando vuelves. Se reproducen entonces muchas de las reacciones que has experimentado al marcharte. Emigrar no te asienta, en realidad, en dos lugares, sino que te arranca de ambos. La extrañeza -el shock cultural- te gana también al recobrar las cosas familiares, los espacios comunes, los hábitos diluidos por la distancia. No fue, precisamente, la temperatura lo que más me llamó la atención anoche, al salir del avión: era, para mi sorpresa, bastante parecida a la de Londres (aunque hoy, cuando escribo estas líneas, el sol me abruma con su omnipresencia y, sobre todo, con su constancia: el clima inglés se define por su variabilidad; celebro, en cualquier caso, este azul quebradizo, invernalmente pálido, que corona las copas escuálidas de los plátanos). Sí, en cambio, las constantes referencias -en la jardinera que nos llevaba desde la pista a la terminal, en la cola del control de la policía- a la independencia de Cataluña, esa táctica promovida por un partido extraviado, que solo ha de acarrear frustración, y no porque no supiera que es un problema candente, sino porque me resistía a creer que la manipulación de los sentimientos colectivos pudiera condicionar de tal manera el día a día de la gente. También gocé de otras realidades cotidianas que ya tenía olvidadas, como el peaje del túnel de Vallvidrera: 3,73 euros por cruzarlo, en uno u otro sentido, para cubrir los dos kilómetros que permiten acceder a Barcelona desde el oeste, sin tener que escalar la montaña del Tibidabo. Un peaje que, si los poderes públicos no lo remedian (y no parece que quieran remediarlo), hemos pagado los de mi generación toda la vida, y seguirán pagando los nietos de nuestros nietos a los nietos de los nietos de quienes ahora se sientan el consejo de administración de la empresa concesionaria. Por último, en casa, zapeando, constato la indeclinable disposición de los españoles a debatir, pero a hacerlo sin el verdadero propósito de intercambiar ideas, sino con la intención de romperle el cráneo al contrario, y hacerlo, además, de la forma más tosca posible: con una quijada de burro, o con un garrote de los utilizados por los personajes de los cuadros de la serie negra de Goya, o con las mismas piedras que le tiraban los aldeanos al maestro republicano en La lengua de las mariposas. El tertulianismo hispano es aguerrido y feroz; y lo resiste todo, como las avispas o los católicos. En las covachas televisivas del criptofascismo, en particular, los mismos rostros de tebeo, las mismas lenguas deletéreas, los mismos cerebros podridos, emitían los esputos colmilludos de siempre; con una sonrisita, eso sí, para que se viera que su justa indignación moral no deja de ser compatible con el buen humor. En Inglaterra también hay basura en la televisión: la basura es un fenómeno universal. Pero es una basura hormonal, playera, proletaria. En los debates televisivos -que abundan, justamente por la proyectada independencia de Escocia- solo hay debate: un diálogo con escasas o ninguna interrupción, en el que los contertulios se esfuerzan por argumentar sobriamente, sin arrebatos flamígeros, sin servir al insulto ni servirse del insulto, sin considerar que el adversario, por el solo hecho de serlo, merece que se le queme la casa y se siembren sus ruinas con sal. Uno, claro, no acude a semejantes albañales para llenar el tiempo, pero piensa, con estremecimiento, que esos canales le están hablando a la gente -a sus compatriotas, a sus vecinos-: le están transfundiendo mierda, o, más bien, corroborando la mierda que ellos mismos ya habían secretado; una mierda que les hace proclamar, transidos de ira y de razón constitucionalista, la necesidad de aplastar, por cualquier medio disponible, a esos terroristas, a esos nazis que se atreven a amenazar la sagrada unidad de la patria.
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