Durante mucho tiempo, lo único que he sabido de Whistler era lo que se contaba en aquella descacharrante película de Rowan Atkinson, en la que su personaje, Mr Bean (el señor judía, no hay que olvidarlo), pasaba accidental e incomprensiblemente por un sapiente crítico de arte, y se empeñaba en destruir, torpeza tras torpeza, la obra maestra del pintor americano, La Madre , un icono del arte y la cultura modernos de los Estados Unidos. Por fin, y tras los infatigables esfuerzos de Mr Bean, el retrato de la dama puritana quedaba convertido en un monigote infame, que reproducía vagamente los rasgos cubistas de su destructor. Hace algunas semanas, mientras las escaleras mecánicas del metro me devolvían a la superficie torturada de la ciudad, vi anunciada una exposición de James Whistler en la Dulwich Picture Gallery: "An American in London: James Whistler and the Thames". A mi interés por la figura del pintor se sumó entonces el que siento por un río con el que llevo conviviendo íntimamente casi tres meses -ayer mismo, por la mañana, pasó por delante de mi balcón un cortejo de barcas engalanadas, muchos de cuyos remeros vestían trajes de época, en celebración de alguna de las innumerables ocasiones históricas que los ingleses se complacen en rememorar-, y decidí visitarla. Para ello nos desplazamos en tren desde Victoria hasta Dulwich, una localidad residencial del sur de Londres, a solo un cuarto de hora de distancia. Para llegar desde la estación hasta la galería hay que atravesar un parque, el Belair, presidido por la mansión homónima, una casona lacerantemente blanca de 1785. A ambos lados de camino se extienden praderas verdes y campos de tenis, y una vegetación en la que abundan los arces, sauces, robles y castaños. La entrada principal a la Dulwich Picture Gallery es por una calle paralela; el acceso por detrás es, como suele suceder, per angostam viam, pero no por estrecha menos hermosa: un caminito que discurre por una superficie intensamente verde, flanqueado de arces incendiados de rojos otoñales y de plátanos cuyos amarillos prenden al paisaje un fuego aún más devorador, conduce hasta la cafetería de la galería, a cuyo lado se levanta el edificio principal. Como llegamos tarde, y Ángeles está bostezando mucho -bostezar no es en ella señal de aburrimiento, salvo cuando le hablo de poesía, sino de hipoglucemia-, decidimos comer antes de visitar el lugar. Nos sirve el almuerzo una camarera costarricense cuya expresividad latina contrasta vivamente con la astenia jiráfida de sus compañeras británicas, y que, en los pocos minutos que tarda en servirnos la comida, tiene tiempo de informarnos de que: a) Costa Rica está llena de ladrones; b) los ticos son hipócritas y racistas; c) el país debería desprenderse de su tradición católica y hacerse laico; y d) la panacota está riquísima. Y lo está, a fe mía: coronada de frutas del bosque, densa pero suavísima, me cuesta no rebañarla con la lengua. (Secundo también, entusiásticamente, el punto c, que debería extenderse al mundo entero). La entrada a la galería, incluyendo la exposición de Whistler, cuesta 11 libras, pero solo 6 para los que buscan trabajo. Así lo indica un cartel: no dice "parados", como diría, brutalmente, en España, sino jobs-seekers: buscadores de trabajo. Me reivindico como tal, y se me hace extraño: tras 26 años de curro garantizado, afirmarse como "buscador de trabajo" me resulta tan raro como a Cristiano Ronaldo considerarse feo: una incongruencia existencial, una contradicción que se me atasca en la boca. Pero lo hago por fin, y la recepcionista, aunque no puedo mostrarle ningún documento que lo acredite, como exigen las normas, se aviene a cobrarme la tarifa reducida. No es frecuente -en este país las normas se cumplen implacablemente-, y se lo agradezco mucho, aun más sabiendo que sabe, por mi acento, que soy extranjero. Dentro, vemos primero la exposición de Whistler, una interesante colección de esbozos, grabados y pinturas de sus visiones del Támesis y los barrios aledaños, Chelsea y Battersea, a finales del s. XIX. Los dibujos reproducen con caótica fidelidad en entramado de cordajes, embarcaciones y muelles que saturaban las riberas del río en aquellos años de crecimiento humeante; los óleos, por su parte, reproducen las imágenes de oscuridad y niebla que proyectaba el Támesis, hasta el punto de desdibujar también, como en la realidad, toda figura y reflejar únicamente una pátina turbia de azules y negros, pero blanquecinos, aguados por la bruma o agujereados por las luces de las antorchas o las farolas de gas. Los Nocturna de Whistler reflejan fielmente el misterio de un Londres oscuro, cuya oscuridad, no obstante, ha sido descrita por algunos como la esencia de la ciudad, como su identidad verdadera. Dickens hablaba de "una ciudad desesperada, sin ningún tragaluz en la bóveda plomiza de su cielo", y Peter Ackroyd, el gran biógrafo de Londres, ha escrito que "Londres está poseída por la oscuridad". Whister fue un personaje muy curioso: viajero, cosmopolita, arruinado en más de una ocasión, amigo de Oscar Wilde -con quien se dijo que mantuvo un idilio, al igual que con Walter Richard Sickert, uno de los sospechosos de ser Jack el Destripador- y amante de Joanna Hiffernan -de la que se ofrece un hermoso retrato en la exposición: la mujer se mira en un espejo, mientras sostiene lánguidamente un abanico que reproduce un cuadro de Hokusai-, que también lo fue de Gustave Courbet, el autor de El origen del mundo, y con el que Whistler rompió la amistad al reconocer, acaso, a Joanna en la modelo del cuadro. Si se trata de ella, hay que convenir que el retrato de Courbet no tiene ninguna de las languideces del de Whistler. El americano pleiteó también con John Ruskin, el pope de la crítica de arte de su tiempo. En el juicio se produjo aquel diálogo memorable, que habla del valor de la formación artística, frente a las pretensiones de los que carecen de alma artística de que pintar como lo hacía Whistler (o Miró, o Mondrian, o Bacon) puede hacerlo cualquiera, y de que es inmoral, encima, querer cobrar por ello. "¿Cuánto tardó Ud. en pintar el cuadro?", le pregunta la otra parte contratante, refiriéndose a Nocturno en negro y azul. El cohete que cae: "Oh, un par de días", responde Whistler, displicente; y especifica: "uno para pintarlo, y otro para rematarlo". "¿Y por el trabajo de dos días quiere Ud. cobrar 200 guineas?". A lo que el pintor da la inmortal respuesta: "No, quiero cobrarlas por toda la vida de estudio y esfuerzo que me ha permitido pintarlo en dos días". La exposición permanente de la Dulwich, por otro lado, acoge sobre todo obras del Barroco y del periodo neoclásico, y a Ángeles y a mí nos complace observar un nutrido grupo de Murillos, pero menos de vírgenes blanquiazules que de escenas de la vida cotidiana de la España de su tiempo. Así como el arte holandés, con Vermeer a la cabeza, es burgués y doméstico, el español de esa época es proletario y callejero: los Murillos que vemos representan a una niña, quizá su propia hija, con flores, pero también a muchachos en la calle, limosneando, jugando o robando, tirados en el suelo, andrajosos pero alegres. Nos sentimos orgullosos de esos rostros luminosos, de esas escenas pedigüeñas, de esa realidad brutal y feliz de un país casi siempre en bancarrota., pero nos molesta que lo mezclen con la escuela italiana. ¿Por qué los franceses tienen una sala para ellos solos y nosotros hemos de compartirla con Tiépolo? Sucede lo mismo en los supermercados: ¿por qué nuestro jamón ha de ser vecino del abominable prosciutto? Cuando abandonamos la galería, ha empezado a llover. Los colores de los árboles emiten ahora fulgores transparentes, pero su fuego pálido sigue alimentando nuestros ojos.
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