El G. P. es el general practitioner, o sea, el médico de familia. Hace unos días tuve que visitarlo. En Gran Bretaña, la Seguridad Social lo arropa a uno como una bendición, como en España. Con solo estar casado con alguien que cotice, como es mi caso, ya tiene uno sanidad pública. La forma de darse de alta es sencilla: va uno a la consulta que le corresponde por residencia, afirma que es cónyuge del cotizante, aporta una prueba de domicilio -normalmente, alguna carta que haya recibido con su nombre y dirección, que debe coincidir con la de su costilla-, y ya está. Aquí no hay ningún documento oficial de identidad, como nuestro entrañable D. N. I., así que hay que ingeniárselas para demostrar que uno es quien dice ser y no el vecino del quinto. Más aún: muchos británicos consideran que tener el equivalente a un D. N. I. sería un atentado intolerable contra su intimidad. No tener documento de identidad constituye para algunos una seña de identidad, una cuestión de honor, una orgullosa afirmación de su irrenunciable condición de británicos. Luego, esos mismos británicos orgullosos e irrenunciables desenfundan el carnet de conducir, o el número de la Seguridad Social, o el carnet de la biblioteca (si lleva foto), para acreditar su personalidad y ahorrarse trámites, pero ese es otro tema: una demostración del espíritu pragmático de los anglosajones. Lo importante es que, específicamente, ningún documento diga quiénes somos. Pero a lo que iba, que últimamente me estoy dispersando mucho: necesitaba que el G. P. me recetara unos medicamentos que se me estaban acabando. Acudí, pues, a la consulta, para concertar la visita; la secretaria, con esa arisquez tan propia de los que hacen siempre exactamente el mismo trabajo, me la dio para dos días más tarde; y, al cabo de ese tiempo, allí estaba yo de nuevo, listo para el encuentro. Hay que decir que las consultas de los médicos de familia en Gran Bretaña no son como los ambulatorios de nuestro país. Los ambulatorios españoles parecen estaciones de la NASA comparados con las consultas británicas. Aquí, modestamente, nos encontramos con un piso estrecho, cuya recepción debía de ser antaño el salón-comedor de la casa, y una secretaria que hace de recepcionista, administrativa y enfermera sin que le tiemblen las pestañas. Las paredes están empapeladas de anuncios, consejos, recomendaciones y avisos, desde la conveniencia de ponerse condón en las ocasiones adecuadas hasta los pasos necesarios para cambiar de sexo. Uno se sienta allí y espera a que lo llamen, y, cuando eso sucede, sube las escaleras hasta el cuarto donde lo aguarda el médico. El mío se llama Munday, aunque, pronunciado, suena exactamente igual que monday, lunes, lo que me hizo pensar, en un primer momento, en un personaje de Robinson Crusoe. La secretaria especificó luego: "con u", pero yo seguía mentalmente con Defoe. De mi evocación isleña me sacó conocer al galeno: su apostura, ciertamente, no era la de un atlético indígena, sino la de un tenaz consumidor de cerveza. Tenía la mirada azul y turbia de un borracho boreal, como si a un aguamarina se le hubiera inyectado suero, y una circunferencia ventral que reducía la mía, que hasta entonces había tenido por gloriosa, a un michelín insignificante. Mientras él tecleaba mis datos en el ordenador, me fijé bien en su indumentaria: llevaba un anillo de sello que más bien parecía de tampón y unos ignominiosos pantalones de pana rosas. Munday, sin embargo, se movió bien por el castellano del informe médico que yo me había traído de España: preguntó qué significaba "sobrepeso", sin ser consciente de lo doloroso que me resultaba responderle, y "acúfeno"; todo lo demás lo entendió bien. Luego me tomó la presión. Su monstruoso anillo revoloteó entonces alrededor de mi cara como un colibrí hexagonal: se me hacía amenazador. Mientras bombeaba la sangre, me fijé en la decoración de las paredes. Allí, a diferencia del vestíbulo de la planta baja, no había nada que indicara que se trataba de una consulta médica: solo cuadros de caballos purasangres y apacibles marinas, estucos en los rincones del techo y visillos debidamente barrocos en las ventanas; y moqueta, desde luego. Aquella habitación igual habría podido ser el dormitorio de la tía Geraldine. Comprobada la presión sanguínea -óptima: 12/8, gracias a mi querido Diován, justamente uno de los medicamentos que se me estaban acabando-, me prescribió un análisis de sangre, me recetó los fármacos necesarios y me despidió con un enérgico Good evening, mientras me miraba con aquellos ojos suyos, de un azul blanquecino; unos ojos como un estanque sosegado en el que se reflejaran las sangrientas irisaciones de sus pantalones rosas.
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