Ayer recorrimos uno de los antiguos barrios portuarios de Londres: una de esas zonas que antes abarrotaban barcos, chalanas y almacenes, y que ahora ocupan bloques de apartamentos nuevos, salas de arte y pulcros paseos fluviales. Las vistas son agradables -en uno de los meandros del Támesis se acumulan los rascacielos, como una pequeña Manhattan; hacia el centro de la ciudad se suceden las agujas de las iglesias, rodeadas asimismo por mastodontes modernos-, pero, según cómo, a uno le gustaría que allí siguiera amontonándose el fango del río, y los veleros se enzarzaran en una pelea de trinquetes y cordajes, y oliera a especias y a teka, y los fumaderos de opio exhalaran todavía un vaho turbulento pero adormecedor. El paseo empieza en la estación de Wapping, que, aunque pertenece a la red del overground, esto es, del metro elevado, circula por el underground, o sea, subterráneamente, que es algo muy parecido a llamar public schools a las escuelas privadas: cosas de los ingleses. El carácter subterráneo de la estación de Wapping tiene su historia, porque forma parte del primer túnel construido debajo de un río en el mundo, en 1845. Ya en la superficie, se advierten los antiguos silos reconvertidos en edificios de oficinas o fincas vecinales. El ladrillo ocre o rojo ya no acoge los contenedores en los que se amontonaban las mercancías provenientes de todos los lugares del mundo, sino la intimidad de miles de familias a las que les resultaría difícil pagar un alquiler en una zona más céntrica, pero que se pueden permitir los precios más moderados (aunque, en términos españoles, igualmente descomunales) de esta. No pocos escritores han cantado el hechizo proletario de este lugar, desde Chales Dickens hasta John Betjeman, pasando por Joseph Conrad (que definió la acumulación de veleros como una gigantesca isla flotante, cubierta de árboles desnudos) o Louis-Ferdinand Céline. Y, aunque ese encanto ha desaparecido casi por completo, la ordenación, la limpidez del lugar no deja de tener su atractivo. Recorremos el Thames path con sobresaltos, porque a menudo un edificio o una verja infranqueable interrumpe el caminar, pero siempre recuperamos el paso. El agua es marrón, y en los parquecillos que salpican el paseo menudean las anclas y los motivos marinos, como la escultura de una enorme gaviota graznante. En el horizonte, por entre las nubes, irrumpe un sol cuyos rayos se abren como los dedos de una mano, rectos, violentos. Nos cruzamos con poca gente: nos sorprende la tranquilidad de las calles, el silencio inverosímil, aquí, de la ciudad. No mucho más allá de Wapping está el pub The Prospect of Whitby, el más antiguo de los aledaños al río, fundado en 1520. Empezó llamándose The Pelican, seguramente porque alguno debió de llegar en aquellos primeros cascarones transoceánicos, y atrajo la atención de la gente. Luego cambió el nombre por otro más adecuado: The Devil, y no solo porque lo frecuentase la espléndida ralea de la urbe -piratas, contrabandistas, prostitutas, maleantes de toda laya-, sino porque muy cerca estaba el patíbulo en el que se ahorcaba, en el mismo lecho del río, a los delincuentes condenados, cuyos cuerpos se dejaban colgando hasta que "los hubieran bañado" tres mareas, para escarnecimiento post mortem de los reos y edificación de los lugareños. La cercanía de ambos lugares quizá tuviera un sentido práctico: debía de ser cómodo, si te iban a colgar, echar una última pinta en The Devil, que iba a ser, además, tu próximo compañero durante bastante tiempo. El pub, que adquirió en 1770 el nombre que hoy ostenta, conserva el suelo de piedra original. Cuando uno camina por él, pues, pasa por donde han pasado generaciones enteras de delincuentes -y también artistas ilustres, como Dickens, Whistler, a quien fascinaba el pandemonio fluvial de Londres, Turner, luminoso escultor de marinas, y Samuel Pepys, el extraordinario diarista- desde hace cinco siglos. La barra, de peltre -como solían ser en el siglo XIX, pero de las que apenas quedan ejemplos en la Gran Bretaña actual-, y de una sola y sinuosa pieza, también tiene una centuria y media de antigüedad. Comemos ahí -como aperitivo, unas croquetas de ibérico que no son las pelotas insípidas que suelen ser: están muy bien-, atendidos por una polaca de ojos cegadores. El paseo sigue luego hacia Shadwell y su iglesia, cuyo aire decimonónico casi desentona en esta eclosión de arquitectura contemporánea. El poeta Wilfred Owen se definió como "una sombra que camina" por los muelles y los mataderos de Shadwell, y algo parecido somos nosotros, solos, fugaces, transeúntes de estas calles transformadas. Rodeamos pequeñas lagunas interiores, artificiales, siempre maravillosamente apacibles, y continuamos por Narrow Street -Calle Estrecha-, aunque no lo es en absoluto, hasta The Grapes -Las Uvas-, otro pub célebre del barrio, cantado asimismo por Dickens. En este, sin embargo, no entramos: nos apetece ir regresando ya, por el río, antes de que anochezca. Sabemos que en esta zona, Limehouse (un nombre muy pertinente también: La casa del lodo), abundaban en su tiempo los fumaderos de opio, de los que apenas quedan trazas físicas, pero sí numerosos testimonios literarios: Dorian Gray, el protagonista de la novela de Wilde, venía a estos lugares a disfrutar de la adormidera traída por los marineros chinos; la última novela de Dickens, El misterio de Edwin Drood, empieza en un tugurio local; y Conan Doyle envía a Sherlock Holmes a este rincón de Londres en alguna de sus aventuras. Aunque el logro más memorable de la literatura en este paraíso de los drogatas victorianos es nada menos que Fu Manchú, el diabólico personaje de Sax Rohmer, que pasea su coleta serpentina, sus uñas infinitas de mandarín y su rictus siniestro por las calles fétidas de Limehouse. Para volver, como habíamos planeado, cogemos un ferry rápido en Canary Wharf, que nos lleva hasta Embankment. Cerca, en Covent Garden, hemos quedado con Juan Luis Calbarro y su familia -Malene, su mujer, y Coral y Miguel, sus hijos-, que han venido de Brighton a pasar el día, para tomar un café. Es una alegría verlos, aunque sea difícil: tal es la multitud que nos rodea. El contraste entre el sosiego del lugar de donde venimos y el maremoto sabatino y prenavideño de este, nos confunde y aun nos atormenta. Es imposible encontrar mesa en casi ningún sitio. Mientras buscamos un rincón donde reposar nuestros cansados pies, nos cruzamos con un grupo de zimbabuenses que protestan contra Mugabe, el dictador eterno de su país, y a muchos sudafricanos, y ciudadanos del mundo, que rinden tributo, con flores y velas, al recién fallecido Mandela frente a la embajada de Sudáfrica o a su estatua en la plaza del Parlamento: ambos personajes, Mugabe y Mandela, representan lo peor y lo mejor de su continente: un criminal al que el derecho, ni nacional ni internacional, no puede tocar, y un hombre bueno, un estadista sin igual. Nos tomamos primero un mulled wine, un vasito de ese vino caliente que se suele tomar en invierno en los países del norte, y luego probamos fortuna en la cripta, habilitada como café-restaurante, de Saint Martin in the Fields, en la plaza de Trafalgar. Tenemos la suerte de que, cuando oteamos, abrumados, un horizonte compuesto por mesas atiborradas, una se despeja: Juan se abalanza a ocuparla, antes de que un barbudo, con una bandeja humeante en las manos, en cuyos ojos brilla la malísima intención de arrebatárnosla, pero que se ve impedido por el peso de la propia bandeja, pueda hacerlo. No es que Juan sean Usain Bolt, pero el hándicap del barbudo es insuperable. Nos acomodamos, pues, como podemos -somos seis, y el espacio es exiguo-, pero, por fin, podemos descansar y charlar con calma. No nos perturban las lápidas en las que se apoyan las mesas. El lugar ha sido desacralizado y los restos, retirados. O eso suponemos. Y sigue maravillosamente el calor que puede desprenderse de una conversación cómoda, amistosa, familiar; una conversación entre personas que se encuentran, azarosamente, aquí y allá, pero siempre unidos por una firme amistad, en este viaje inverosímil que es la vida.
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