Toña, nuestra amiga de Hoyos, que es ingeniera agrónoma y forestal, nos propone ir a ver, al atardecer, las grullas que pasan el invierno en el embalse de El Borbollón. El pantano se encuentra a los pies de la montaña en cuya cúspide está enclavado Santibáñez el Alto, uno de los pueblos de la sierra. Por encima de las casas de Santibáñez, blancas, apiñadas como dientes mal dispuestos, se divisan los restos del castillo. De una fuente de la zona, de la que brotaba el agua a borbotones, ha tomado el nombre el embalse, que este invierno está muy bajo. El nivel máximo de las aguas se dibuja en las sinuosidades del lodo reseco, que dejan al descubierto, en algunos puntos, las raíces de los robles. Cuando llegamos al lugar de observación elegido por Toña, vemos ya algunas grullas en la islita que se alza en el centro del pantano, un leve promontorio parduzco que parece una tonsura del agua. Sin embargo, la grulla es un animal muy asustadizo, y, aunque estamos muy lejos, advierten nuestra presencia y se echan a volar. Lo es tanto, que se ha utilizado tradicionalmente, en heráldica y en otros ámbitos, como paradigma del centinela y, por extensión, de las virtudes de la prudencia. En las bandadas, algunas montan la guardia para que las demás duerman; y lo hacen sosteniéndose sobre una sola pata y sujetando una piedra en la otra, para que, si ceden al sueño, el ruido que haga al caer las despierte. Por eso han inspirado la divisa del jefe vigilante: Nihil me stante timendum. Aunque hemos espantado a los pájaros, nos sentamos a la orilla del estanque con la esperanza de que se tranquilicen y vuelvan a sus lugares de descanso. Y así lo hacen. Poco a poco reaparecen los grupos de aves, como si el cielo se deshilachara. No sabemos de dónde vienen, pero ahí están. A veces compuestos por pocos individuos, a veces numerosos, pasan a poca distancia, o incluso por encima de nuestras cabezas, con su trompeteo característico: sus tráqueas larguísimas dan un sonido singularmente agudo a sus voces. Admiramos su vuelo con los prismáticos que ha traído Toña. (No es fácil, por cierto, mirar por ellos: yo me los pongo, primero, al revés, y luego tardo un lapso de tiempo que hace dudar a todos de mi inteligencia en entender que las ruedecitas del aparato sirven para enfocar lo mirado; soy, tristemente, de ciudad). Las grullas, que en tierra son magníficamente verticales -son los jugadores de baloncesto de la naturaleza-, en el aire se horizontalizan: el cuello y las patas se sitúan a un mismo nivel, y las alas, muy grandes, se despliegan, perpendiculares, configurando un aspa ingrávida, que maniobra con tranquila elegancia. A veces, las bandadas -o los bandos, como los llama Toña- llegan en formación: en una de esas flechas o uves que adoptan cuando migran desde el helado norte hasta sus refugios invernales en España y África. Pienso entonces en la leyenda, inspirada por las grullas, que describe al príncipe rector: omnia dirigit una. El sol poniente anaranja sus cuerpos, que parecen lacrimales, o vasijas, pero las sombras tiznan esos matices dorados hasta iluminarlos de negrura. El perfil de los encinares que nos rodean se difumina en el crepúsculo voraz. Las nubes, de diferentes hechuras, algodonosas o difusas, cenicientas o agónicamente blancas, se mezclan en un cielo metálico, que se despinta por momentos, aunque los últimos rayos del sol lo golpean de rojos aquí y allá, entre las montañas o sobre el horizonte. Sus reflejos en el agua son un grito de color. Antes de marcharnos, contemplamos los amontonamientos de pájaros en las lenguas de arena del pantano y oímos su trompeteo incesante, que, desde más cerca, sería ensordecedor. Parecen ahora una de esas colonias de mamíferos australes que saturan las islas en las que viven: no hay apenas sitio para más; por todas partes divisamos cuerpos longuilíneos y picos como paraguas plegados. Nos retiramos, por fin, y Toña nos cuenta, al pasar junto a una encina solitaria en lo alto de un promontorio, que no da bellotas, sino preservativos. Se conoce que da cobijo a los mozos y mozas que sienten la llamada de la naturaleza y no disponen de ninguna intimidad para atenderla. Me sorprende que elijan un lugar tan obvio y despejado: el aparcamiento sexual exige rincones apartados y sombríos, aunque, por otro lado, es poco probable que nadie se acerque de noche al embalse de El Borbollón, salvo las grullas, que, por cierto, se emparejan de por vida, como los católicos. No hay ningún coche, en aquel momento, en cuyo interior atisbar con los prismáticos. Cuando llegamos al nuestro, ya ha oscurecido casi completamente. Del trompeteo de las grullas solo queda un hilo finísimo en el aire.
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