Hemos estado quince sin días sin internet en casa: excuso detallar nuestra desesperación. A veces no me explico cómo podíamos vivir antes sin él; otras, no entiendo cómo ya no somos capaces de vivir como lo hacíamos entonces, sin esta necesidad acuciante de estar en la red. Internet es un mecanismo de expresión, de conexión con el mundo (aunque la verdadera conexión la da hablar con la gente, verla, tocarla), pero también una cárcel. Pues bien: a esa cárcel queríamos, necesitábamos volver tras dos semanas de silencio informático, resuelto con chapuzas con el móvil o con visitas más o menos furtivas al despacho de Ángeles -¡incluso en fin de semana!- para utilizar su ordenador. Algunas cosas en Inglaterra van despacio, acaso por los cientos de miles de personas que necesitan lo mismo y que forman una cola inmanejable. Dimos el aviso de que nos mudábamos y de que, por lo tanto, había que clausurar nuestra línea en el piso anterior y abrir otra en el nuevo, hace casi un mes. Lo primero se hizo puntualmente, un día antes de nuestra marcha, pero el appointment para lo segundo quedó fijado para el 2 de diciembre, casi dos semanas después de entrar en el nuevo apartamento. Por fin, en esta fecha, vino a casa el técnico -que aquí se llama engineer; pero no es de extrañar: los que podan los árboles de la calle son tree surgeons: cirujanos de árboles-: estábamos salvados. Sin embargo, lo que debía ser un mero darle al on, se convirtió en una gincana, o una odisea. El hombre empezó a trastear por la casa: revisaba enchufes, hurgaba en rincones, salía y entraba del piso, blasfemaba bonitamente: desde el piso de abajo oíamos sus reniegos, pronunciados con un acento entre tecnológico y cockney. Su conclusión fue devastadora: había un problema con la línea de BT (British Telecom) que había de resolver esta compañía; él no podía hacer más. Hasta entonces, seguiríamos sin conexión. Lo terrible del diagnóstico es que, como averiguamos inmediatamente, aun cuando BT reparara deprisa lo que hubiera que reparar, Skay -nuestro proveedor de servicios- no nos podría dar un nuevo appointment hasta el 18 de diciembre: otras dos semanas de sordomudez. Presos de una agitación rayana en el paroxismo, abrumamos al propietario del piso con reclamaciones, alegando que el defecto era del inmueble y que, en consecuencia, le correspondía a él asumir su reparación. Bafghi, con tenacidad saudí (y con el ascendiente que le da ante las empresas suministradoras poseer y gestionar más de 70 pisos en Londres), consiguió que, al día siguiente, apareciese por nuestra casa un engineer de BT. Yo ni siquiera sabía que iba a venir, por lo que, cuando sonó el interfono y vi que en la calle había un tipo negro, con un gorro que le tapaba la mitad de la cara, no le abrí: yo no dejo entrar en casa a desconocidos, y menos con aquella pinta. Por suerte para todos, el ingeniero insistió, y entonces pensé que aquella insistencia debía obedecer a algún designio favorable. Le franqueé el paso y, cuando el hombre apareció en la puerta, con la insigna de BT en el pecho y una caja de herramientas que parecía la pirámide de Keops, se me antojó una epifanía: la prueba de que Dios existe. Se llamaba Lawrence, me dijo. Ah, Lawrence, pensé yo, con una íntima satisfacción: como D. H. Lawrence o, mejor, como Lawrence de Arabia, cabalgando en camello por el desierto para atacar a los convoyes otomanos, rescatar a árabes caídos y desahuciados, o capturar Aqaba: un caballero y un héroe. De hecho, el recorrido del Lawrence betebiano por el piso se asemejó bastante a la deambulación del mítico guerrero por las arenas de Jordania: también él encontraba solo el vacío: no daba con los puntos telefónicos y, desconcertado, mascullaba: This is a mistery for me. El misterio se despejó por fin, gracias a mucha paciencia y a la linterna de su móvil: con ella descubrió, en el cuartito de la caldera, el rincón al que llegaba la conexión telefónica del piso desde el ramal de la finca. Empezó a operar, pues, con la certeza -yo; él, no sé- de que nada podía resistirse a su pericia. Pero, de nuevo, surgieron las dificultades. Bueno, pensé para mis adentros, tampoco Lawrence de Arabia lo tuvo fácil: ¿quién dijo que derrotar al bey turco iba a ser coser y cantar? Todas las conexiones estaban activadas, pero seguía sin haber línea. Se fue a verificar las del inmueble, y volvió al cabo de un rato con expresión complacida: funcionaban. El rictus de satisfacción le cambió al comprobar que el teléfono no daba tono. Advertí entonces el mismo gesto que había hecho cuando no encontraba la entrada de la línea en casa: This is a mistery for me. Un misterio o un espejismo, como en las dunas infinitas de Arabia: quién sabe. Me estremecí de horror cuando me dijo que no podía hacer nada más. La perspectiva de que se marchara, igual que se había ido el ingeniero de Skay, sin resolver el problema, nos abocaba a un limbo -o más bien a un infierno- del que no concebía salida. En un último acto de abnegación, de resistencia desesperada ante la fatalidad, Lawrence llamó al servicio técnico de Skay y habló con una telefonista cuyo acento -había puesto el manos libres- me pareció sospechosamente familiar. La mujer, no obstante, hablaba de cuestiones abstrusamente técnicas con una fluidez admirable. Según esta, había un problema con el phone exchange, fuese esto lo que fuese: un circuito abierto a 173 metros de distancia del piso. La cosa me sonó a las instrucciones que debía de dar el otro Lawrence, el de Arabia, a sus aguerridos seguidores, para la voladura de un tren enemigo: en las colinas, tras el wadi de la Luna, a media legua de distancia. Durante un buen rato, se enfrentaron ambos interlocutores, sólidamente atrincherados en sus posiciones: no podía haber un circuito abierto, decía Lawrence, porque él había comprobado la llegada de la línea, y era correcta; pues lo que a mí me consta, replicaba la telefonista con la determinación de una señora de Valladolid, es que hay un problema con el phone exchange y un circuito abierto a 173 metros de distancia. Parecía un diálogo en las Cortes entre el presidente del gobierno y el jefe de la oposición. En un momento determinado, medié en la conversación: ¿hablas castellano?, le pregunté a la telefonista. Sí, lo hablaba, como me había imaginado. Sin embargo, mi intervención no sirvió para nada: la chica repetía en español, aunque con notables dificultades en la dicción, el discurso que le había soltado a Lawrence, el cual permanecía a mi lado con la expresión de un líder beduino que asiste a una conversación en un dialecto que le resulta desconocido. Es maravilloso -o terrible, según se mire- que haya españoles en tantas partes: hasta ahora los había visto, sobre todo, en pubs y restaurantes, atendiendo la barra o sirviendo mesas, pero no me había imaginado que también estarían en primera línea de un servicio técnico tan especializado como el de la telefonía, y atendiendo a trabajadores, como Lawrence, que no se caracterizan por su lenguaje oxoniense. Por fin, Lawrence, mi Lawrence, se avino a hacer una razzia en el phone exchange, aunque no estaba seguro de poder entrar. Pero yo no dudaba de sus habilidades para la incursión subrepticia, para el golpe de mano audaz. Tardó mucho en volver -debió de encontrar una resistencia inesperada-, pero yo estaba seguro de que lo haría: había dejado una buena parte del equipo en casa. Cuando por fin regresó, fue para cantar victoria. En ese momento, cuando me señaló que todo había salido bien y que ya se había encendido la lucecita del módem que indica la llegada de la señal, yo sentí que, en verdad, se había hecho la luz: teníamos teléfono y, alabado sea el Hacedor, internet. Me dieron ganas de besarle los pies, pero no creo que le hubiera gustado: como todos los grandes hombres, era un hombre modesto; se sentiría incómodo con semejante manifestación de afecto. Quise saber, por mero prurito científico, dónde radicaba el problema que le había enfrentado con mi compatriota de Skay, pero solo alcancé a entender que tanto uno como otra tenían razón, y que si el engineer que nos había visitado el día anterior hubiera hecho bien su trabajo, esta situación no se habría producido. Me di por satisfecho; me lo habría dado aunque me hubiese dicho que el phone exchange no funcionaba porque había sufrido vudú. Teníamos internet. Me lo iba repitiendo mientras despedía a Lawrence -teníamos internet, teníamos internet, teníamos internet-, igual que uno se repite eso inverosímil que ha descubierto con su primer amor -me quiere, me quiere, me quiere-. Vi alejarse a Lawrence como quien observa a un jefe magnífico desaparecer, a lomos de su cabalgadura, en la calima arábiga, entre nubes de polvo dorado, bajo un sol que estalla en el horizonte, anaranjado, como la dinamita redentora bajo los pies metálicos del ferrocarril enemigo. Y no me importaba que estuviese lloviendo en Londres. Que Dios te bendiga, amigo: Salam Alekum.
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