viernes, 6 de diciembre de 2013

Los gorjeos de un canario en Barcelona

El mundo de la poesía es como el otro mundo, como el mundo normal: tiene buena gente, gente anodina y reptiles. En España, lugar cainita y asamblea de cabreros, al decir de Cernuda, abundan estos últimos. Aquí las discrepancias o las antipatías se ventilan con ferocidad, sin hacer prisioneros: lo que se pretende es, con remoquetes intereconómicos, triturar al contrario, porque el contrario -con el que no estamos de acuerdo, o que nos cae mal- no merece ninguna consideración: el otro solo está ahí para ser destruido, porque su destrucción nos rescata de nuestra insignificancia; porque, destruyéndolo, nos construimos, o creemos que lo hacemos. Lo más repugnante de esta actitud no es que se produzca -siempre ha habido, y habrá, gente que obtiene un oscuro placer en malmeter-, sino que lo haga subrepticiamente, resguardándose en la prosa meliflua de un blog, o tras unas mayúsculas. A esta cobardía -la de quien profiere con donosura los insultos por escrito, pero rehúye hasta la mirada cuando se cruza con el insultado- suele sumarse la mediocridad literaria: cobrar conciencia de que lo que uno ha escrito ha defraudado sus expectativas napoleónicas, y se ha quedado en asunto insular y pobretón, plagado de flores exóticas y nimiedades parnasianas, acrece la inquina contra los demás y el rencor con el mundo. Pese a todas las evidencias, las sabandijas suelen creerse cocodrilos. El universo les grita que son microscópicos, que son gusarapos, que el alma les huele a huevo podrido, pero ellos se tienen por José Ángel Valente. Y cuanto mayor es ese grito que los aplasta cada día, más hinchen el pecho de ufanidad, más se apaloman. Presumen de puros, de rendir una pleitesía desinteresada a la poesía, pero no desprecian ningún diezmo, ni le dan la espalda a nada que les sonría, aunque sea una sonrisa atroz. La hipocresía es en ellos ley: elogian libros que hacen que el autor les dedique, pero luego los revenden para obtener un beneficio miserable; dan clases de preceptiva literaria a damiselas sin cerebro a las que aborrecen; alquilan su pluma vanidosa, pero muy pura, a quien necesite un lacayo y pague bien. Se entiende, en realidad, que algunos de estos crótalos se den a la bebida, ya que no pueden darse a la felicidad. Se aturden, así, y dejan de percibir su propia malevolencia: el alcohol es el antídoto diario de su veneno. Y no solo consumen el suyo: también ingieren el de los demás. Si se tiene la desgracia, pues, de coincidir con ellos en algún encuentro, hay que proteger las propias bebidas, si no se quiere que sus manos arrebatadas nos las arrebaten. Pero también hay que guardar el bolsillo, porque, siendo indigentes, son duchos en el sableo, y, sobre todo, hay que vigilar la dignidad, porque estos buscarinis lo enlodan todo, y las salpicaduras de sus heces, a diferencia de su literatura, llegan lejos. Si estos seres deleznables no existieran, el mundo de la literatura sería, quizá, menos pintoresco, pero, sin duda, olería mejor.

2 comentarios:

  1. Los graznidos suelen llegar, tarde o temprano, a oídos de la luz ausente.

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  2. lástima de los efectos deletéreos del alcohol.

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