Comemos con Javier Pérez Walias y su mujer, Teresa, en Ríomalo de Abajo, en la comarca de Las Hurdes, que tan cerca tenemos de Hoyos, aunque siga siendo para nosotros una gran desconocida. Debo confesar, no sin cierto encogimiento de corazón, que la primera visión que tuve de Las Hurdes me la proporcionó Buñuel y su escalofriante Tierra sin pan. Aunque siempre he repudiado que se repudie a las obras de arte por que ofendan a quienes representan, debo admitir que entiendo que, presentada en crudo, descontextualizada, pueda molestar a algunos extremeños. Es un documento brutal que, si bien fotografía una realidad, hoy solo tiene, por suerte, carácter histórico. Tierra sin pan no puede esgrimirse como un insulto, sino como una denuncia, pertinente pero remota, y ya resuelta. Si se expone -y se contempla- con ese sentido antropológico y didáctico, ha de ser siempre bienvenida. Pues bien, a Ríomalo de Abajo, el último pueblo de la comarca, acudimos, después de que Javier haya recibido un golpe en el coche, por parte de alguien que maniobraba sin mirar, en el aparcamiento de la cooperativa Jacoliva, de Pozuelo de Zarzón, donde nos hemos encontrado. El día empieza bien, he pensado. Para la comida, Javier ha encargado cabrito. Hay que encargarlo, desde luego, porque, si no, el bicho no se deja cocinar. (En Potes, en Asturias, donde Ángeles y yo pasamos unas vacaciones, el dueño del restaurante al que solíamos ir nos preparaba las fabadas con un día de antelación: aquellas alubias, mantecosas, estallaban en la boca, y luego en el estómago, y luego más allá, pero no vamos a describir todo el proceso fisiológico; baste decir que necesitábamos varias jornadas de paseo por los valles para digerirlas). Al ungulado preceden unas patatas meneás -también llamadas revolconas, aunque nos gusta más la primera denominación-, una ensalada de canónigos y una fuente de níscalos aderezados con huevo, todo ello regado con un tinto del cámbrico, que no es que sea un caldo prehistórico: es que se llama así. De postre, helado de naranja y miel. Cuando acabamos el condumio, yo me siento como una boa constrictor y, como en El principito, lo que me he zampado, que se me dibuja en la tripa con todos sus detalles, parece un sombrero. Para ayudar a digerir esta monstruosidad hurdana, nos aventuramos a excursionar hasta el meandro del Melero, el fabuloso bucle que forma el río Alagón en ese paraje escabroso. Son solo tres kilómetros y medio de marcha, en una suave pendiente, que no debería llevarnos más de cuarenta minutos. Pero cubrir esa distancia con un artiodáctilo y media botella de morapio en el buche es como arrastrar una mochila pesadísima debajo de la piel. Tardamos más de lo previsto en alcanzar el Meandro, y lo hacemos entre rebufos, pero, cuando llegamos al mirador, entendemos por qué el esfuerzo ha valido la pena. El Melero se extiende ante nosotros como una lágrima enorme, con uno de los extremos estrechado, casi estrangulado, por el curso sinuoso del río, y el otro, amplio, redondo, cubierto por una arboleda espesa y unos bordes herbosos, que se traga el agua cuando baja en abundancia, pero que ahora están a la vista, como el tapete de una mesa de casino. A la pulcritud de este verde quizá contribuyan los ciervos que bajan aquí a beber y a pastar. Ahora mismo hay tres, un macho, más oscuro, mayor, y dos hembras, que ramonean con una tranquilidad solo interrumpida por breves carreras. El agua del Meandro -que acabará segando el extremo delgado y convirtiendo esta lágrima en una isla- es un espejo negro, una cinta de trémula obsidiana. Y el silencio es absoluto. En el horizonte se divisan las cumbres nevadas de la Sierra de Béjar. A nuestro alrededor, el último sol baña los picos de las montañas: la luz huye, vuelve al aire, expulsada de la tierra por unas sombras que la empujan sin tregua, urgentemente. Los casquetes dorados que rematan las cumbres se afilan, se empequeñecen, pero, antes de desaparecer, dibujan angosturas brillantísimas, franjas de una limpidez porosa que semejan una piel en movimiento. Cuando volvemos a Riomalo, por un camino en el que no nos cruzamos con nadie, advertimos esa misma luz ya cuajada en una rojez ígnea, pero ahora en el cielo, entre nubes, diluida en llamaradas horizontales.
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