He quedado a comer con Isabel del Río, escritora y lingüista, en la Organización Marítima Internacional. A Isabel la conocí en el slam de traducción, organizado por Spain (Now!), en el que participé hace un mes y medio. Hoy me ha invitado a conocer la Organización, cuya sección de terminología y referencias dirige, y a charlar sobre asuntos literarios y laborales. La OMI es el único ente de las Naciones Unidas con sede en Gran Bretaña. Parece lógico, dada la tradición marítima del país (Rule, Britannia, y todo lo demás). Se encuentra en el Albert Embankment, a tiro del piedra del Parlamento. Llego paseando: desde mi casa en Battersea Park solo se tardan 45 minutos en llegar. El camino no es especialmente hermoso: se atraviesa, primero, el nudo ferroviario que conecta Victoria y Clapham Junction, se pasa después por detrás de la Battersea Power Station -a cuyo alrededor crecen ya las grúas y las plataformas de construcción que han de convertirla en un barrio nuevo entero-, se cruza después el puente de Vauxhall, que tampoco es, en la ribera sur, especialmente memorable, y se llega, por fin, al Albert Embankment. A lo largo de la ruta, puede uno ir asomándose, aquí y allá, al Thames path, pero el camino se interrumpe con frecuencia, por edificios, almacenes u obras. Pese a todo, es un día despejado, y hasta luce el sol. Los días limpios y luminosos de invierno en Londres son una delicia: el aire parece de mica, y todo fulge con una intensidad vítrea, como si alguien hubiera pulido el firmamento con lija. Cuando ya estoy acercándome al número 4, donde se encuentra la OMI, me cruzo con una deshilachada pandilla de joggers. Pero no son, en este caso, un grupo de jóvenes musculosos o de mozas garridas, sino la población de algún geriátrico: el más joven debe de tener setenta años. Pasan junto a mí con la expresión descompuesta, jadeando, rojos como granadas, alguno, incluso, emitiendo gemidos parecidos a estertores. Estoy tentado de llamar a una ambulancia. Pero ellos no se detienen: siguen corriendo, es decir, agitándose como paraguas desencajados, braceando ostensiblemente, como si su balanceo hiperbólico los ayudara a impulsarse hacia adelante. La mayoría parecen garzas artríticas, pero también pasa alguno gordo: es como ver correr a Papá Noel sin traje de navidad. Cuando la senecta turba ha desaparecido entre los pasadizos del Thames path, yo ya estoy entrando en la OMI. En el mostrador de seguridad me toman una foto, para lo que el vigilante me indica que debo agacharme un poco. Es curiosa esta seguridad que no está preparada para captar a los muy altos. Mientras avisan a Isabel de mi llegada, observo a mi alrededor: el vestíbulo, nobilísimo, está desierto. Ya en el despacho de Isabel, ella me explica la naturaleza y propósito de la Organización: no es una entidad policial, sino coordinadora y asistencial: lucha contra la contaminación y el expolio de los mares y para mejorar la seguridad de la navegación y las comunicaciones marítimas, entre otras tareas. En cuanto a ella, trabaja como lingüista y traductora de la Organización: traduce documentos, confecciona glosarios especializados, homogeneiza vocabularios. Y, cuando vuelve a su casa, escribe poemas, relatos y novelas. Isabel vive envuelta en palabras; su vida, es de hecho, una selva, o, mejor, un océano de palabras, entre las que se mueve como alguien deliciosamente atrapado por sus aristas, por sus zarzas sonoras. Intercambiamos libros -yo le regalo un ejemplar de Insumisión y ella, su último volumen de cuentos, Zero negative. Cero negativo, en el que cada uno tiene dos versiones, en inglés y en castellano, ambas escritas por ella, naturalmente bilingüe- y luego me enseña la sala principal de la OMI, donde se celebran sus asambleas generales (que tiene esa estructura chata y profunda de casi todas las salas principales de las Naciones Unidas; esta me recuerda mucho a la que vi en el Palacio de las Naciones, en Ginebra, cuando me invitó a leer allí mi amigo, el poeta y diplomático Ignacio Cartagena), y la sección en la que se exhiben todos los presentes hechos por los países miembros al sumarse a la Organización. Como es lógico, predominan las reproducciones de barcos y, en general, los motivos marinos -España, con poca originalidad, le obsequió con una maqueta de las tres carabelas de Colón-, pero hay excepciones: los chinos regalaron un tapiz con una imagen de la muralla china, y los nigerianos, una dama guerrera a caballo (el animal, por cierto, mantiene las patas traseras en una posición inverosímil; habrá que entender esa inverosimilitud, que es más bien deformidad, como una licencia artística). Los griegos, por su parte, aportaron una estatua de Neptuno (o de Poseidón), y sugirieron -que es el término diplomático para significar "exigieron"- que se colocase a la entrada: por eso hoy la imagen de un caballero desnudo, con muchos rizos y un brazo alzado que apunta con una lanza ausente, recibe a todos los trabajadores y visitantes de la Organización. Mientras admiramos la sección patrimonial, observamos, en los sillones de un rincón, a alguien echando la siesta. Pero echándola bien: con los pies en la mesita y la boca abierta. Luego vamos a comer al comedor de la Organización. Yo pido pescado: me parece lo adecuado. El camarero que me lo sirve es español. En el almuerzo, seguimos charlando, e Isabel me da pistas valiosas para mi búsqueda de trabajo, que, aunque no llevo a cabo con demasiado ahínco, todavía no he abandonado. Este no es un país individualista, me dice, sino gremial: si no formas partes de la organización o de las organizaciones profesionales del sector en el que quieras trabajar, no conseguirás nada. Me informa entonces de las asociaciones de traductores más importantes a las que habría que pertenecer, y se ofrece, con gentileza casi excesiva, a llevar a cabo otras gestiones para proporcionarme información o para ponerme en contacto con profesionales relevantes de la que puede llamarse con propiedad industria del lenguaje en este país. Mientras comemos y ella me cuenta todo esto, yo disfruto de las vistas del Támesis, que serpentea hasta perderse tras el London Eye, de camino al mar. Nos despedimos, por fin, y yo vuelvo a casa, sin prisa, por la ribera norte del río, desde Millbank hasta el puente de Chelsea. El día ya está declinando, aunque solo sean las tres y cuarto de la tarde, y el frío aprieta. La bruma se ha levantado -o ha caído, no lo sé bien- en los barrios por los que camino, y a uno le parece estar atravesando bosques inmateriales, o materia espectral. (Anoche también salí a pasear, tras muchas horas de ordenador: el parque de Battersea era una pura sopa de guisantes, como se dice aquí, y, en aquel mar de lánguidas fosforescencias, uno entendía bien los paisajes que alumbraron a Jack el Destripador: solideces laxas, sombras blancas, desdibujamientos que parecen no tener fin). Cuando llego a casa, estoy empapado. Como si me hubiera bañado en el mar.
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