Pasamos el día con Agustín y José Antonio en Cal Jep, su casa y su finca de helicicultura. Allí suelen organizar encuentros con los amigos, a veces muy concurridos. Son memorables, como creo haber contado ya en este diario, las calçotades, esas orgías de devoración de los célebres cebollinos catalanes (y no me refiero con ello a ceremonias antropofágicas de políticos de la tierra), bien untados en romesco, que suelen concluir con los comensales desparramados en los asientos, entregados a una digestión pedregosa. Pero hoy solo estamos Agustín, José Antonio, Ángeles y yo. Feli, la madre de Agustín, nos ha preparado unos burritos de espinacas, en atención a los triglicéridos desmelenados de su hijo (y, aunque ella no lo sepa, también de los míos), unas setas a la brasa y la pièce de resistance, un rabo de toro con patatas y alcachofas. Yo, aunque me defino como bípedo racional (a veces) y omnívoro, no soy muy amigo del rabo de toro, que acumula demasiada grasa y demasiado hueso: comer debería ser un proceso directo, desembarazado, como el buen lenguaje, y no una minuciosa pelea con la anatomía de lo comido. Esta escasa predilección por el platillo me ha supuesto alguna situación incómoda en Córdoba, cuna del condumio, donde el dueño de un bar en el que nos habíamos acomodado, al saber que no me gustaba, y sintiéndose ofendido en su espíritu patriótico-gastronómico, me trajo, pese a mis protestas, una buena ración a cuenta de la casa, porque no podía ser que a alguien, y más si era foráneo, no le gustase el rabo de toro; y debo admitir que ha sido el mejor que he comido nunca, aunque en mi fuero interno siguiera maldiciendo aquella gelatinosa acumulación de nervios, cartílagos, vértebras y otros grumos inmasticables. Acabado el ágape, salimos los cuatro a pasear, para bajar algo la comida. La acumulación de tiberios navideños, a los que se suma este, inesperado, ha convertido nuestros estómagos en una suerte de espacio aluvial, donde se van depositando los alimentos en capas freáticas, en estratos geológicos. Despejar este amontonamiento pétreo va a requerir muchos días de bicicleta elíptica y de ascesis. Al dejar la casa de José Antonio y Agustín, observamos a los gatos en otro amontonamiento: tres se han juntado, en el alféizar de una ventana, uno encima de otro, para darse blandura y calor. Agustín observa que el mayor de ellos, Mariano, que tiene ya catorce o quince años, está dando muestras de una senilidad preocupante. Siempre había sido muy activo, pero ahora se mueve con parsimonia. Quizá no sobreviva a este invierno. Los paisajes que rodean a Cal Jep son extraordinarios: una bellísima extensión de valles y llanuras entre lomas y serranías, en la que se alternan las arboledas y los campos de labor. El día es de una claridad dolorosa. Ayer hubo viento, y se llevó todas las brumas, todas las borrosidades. Vemos, a lo lejos, pero como si estuviera muy cerca, Montserrat, con sus pináculos de granito. Caminamos por senderos irregulares, flanqueados por pinos, almendros y árboles frutales. De vez en cuando, una rapaz nos sobrevuela, y hasta se cierne sobre nosotros, como si considerara la posibilidad de hacernos su presa. No hace frío: parece una jornada otoñal. Charlo con Agustín de literatura. Me pregunta por este blog, y me dice que a veces le sorprende su crudeza. Le doy la razón en que, en ocasiones, he cedido a la tentación de decir, no solo el pecado, sino también el pecador, y que hacerlo supone una acritud probablemente innecesaria. Por eso, en todos los casos, he retirado al día siguiente el nombre del, para mí, pecador, y dejado solo una alusión anónima. Sin embargo, creo también que, a menudo, la claridad se confunde con la crudeza. Estamos tan poco habituados a ser estrictamente informativos, a decir sin tapujos lo que queremos decir, a hablar sin eufemismos, circunloquios, enrevesamientos ni ambigüedades, que cualquier mensaje directo, inmediatamente accesible, nos resulta incómodo, casi chirriante. Esto lo había observado ya en la Administración Pública. Como es el reino del barroquismo idiota, de la vaciedad técnica, de la cháchara impersonal y despersonalizadora, cualquier mensaje claro, o sencillamente humano, se interpreta como una agresión. Allí se trata de que las cosas se entiendan lo menos posible: toda superfluidad es bienvenida. Pero en el mundo de la literatura -que no deja de ser, simplemente, otro registro lingüístico-, eso también se produce. El blog, como cualquier forma autobiográfica o confesional, solo debe ser discreto si es imprescindible que lo sea. Ha de rehuir la crueldad gratuita, pero no la exposición franca de los hechos y los sentimientos. El blog, tal como yo lo veo, no está para velar, sino para desvelar. Lo que no significa que haya de hurgar, porque sí, en asuntos bajos o comportamientos deleznables, pero sí ha de comunicar, sin otras máscaras que las requeridas por la elegancia, lo que afecte al dicente: lo que constituya su ser, y la razón de su habla.
Hoy el cielo es plomizo, pero seguimos recordando la luminosidad del ayer... Abrazos!
ResponderEliminarAy, ese Agustín tan comedido siempre! :-) Estoy contigo en que Cal Jep es un lugar maravilloso. Estuve una sola vez y no puedo menos que recordarlo como tal. Los anfitriones una delicia, pero no le hagas caso a mi querido Agustín porque si tu blog muestra diferencias con otros es precisamente por su claridad y sinceridad, también porque nunca ésta es cruel sino sincera, sin artificios. Sigue como hasta ahora: desvelándonos cosas, abriéndonos los ojos, enseñándonos a comprender mejor el mundo que nos rodea.
ResponderEliminarIntento, efectivamente, querida Isabel, que mi sinceridad carezca de artificios, o que solo tengas los mínimos e imprescindibles. A veces eso puede producir alguna raspadura, pero confío en que se perciba siempre que no hay voluntad de ofender, sino, simplemente, de expresar lo que se siente. Gracias, una vez más, por tu confianza y tu amistad.
EliminarCon(suma) Naturalidad
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