Voy a buscar a Ángeles a la salida de su trabajo. He de cruzar el lado suroeste de Battersea Park, alfombrado de hojas muertas, pero poseído por los colores ígneos del otoño: lo agonizante se reviste de viveza. El paisaje de la tierra -los rojos y amarillos de los árboles- se funde con el del cielo, asimismo encendido: el naranja del crepúsculo, el azul de plata del último cielo sin sombras. Nadie diría, ante esta explosión cromática, que este sea un país gris. Hay poca gente, pero muchos perros. Los perros, otra de las pasiones de los británicos. Salgo del parque por una puertecilla que da al puente Alberto, uno de los más fastuosos, pero un poco pastelero, de la ciudad. El puente gana de lejos: entonces no se advierten las listas de sus torres, de color rosa y verde pálido, ni las sinuosidades ornamentales, ni los pináculos de merengue. A su entrada, un cartel advierte de que las tropas han de romper el paso al cruzarlo. Los soldados ya no desfilan por él, pero ahí sigue el rótulo, informándonos de que hacerlo podría afectar a su estructura, de que el paso violento y uniforme de una falange acaso la precipitaría en el río. (Qué espectáculo fascinante, pienso). Al otro extremo del puente, hacia la izquierda, siguiendo el Chelsea Embankment, se abre Cheyne Walk, una de las calles más distinguidas -y más caras- de la ciudad. Como me sobra tiempo hasta que Ángeles salga del hospital, me apetece recorrerla. No es muy larga: mil doscientos o mil trescientos metros, repartidos entre el puente Alberto y un poco más allá del siguiente, el puente de Battersea, al que le sucede lo contrario que a aquel: gana con la cercanía. Desde lejos, parece un mero pasadizo de piedra, sin particularidades ni atractivo. Tampoco cuelgan de él las ristras de bombillas que lo conviertan de noche en un gigantesco fluorescente. Sin embargo, visto de cerca, se advierten los triángulos dorados que se disponen como cejas exclamativas sobre sus ojos airosos, a pesar de la escasa altura del puente, y la suave curva que describe la piedra, y las farolas de muchos brazos que bañan su perfil de una luz macilenta. Me gusta este puente de aire vagamente medieval, algo huraño, sombra sólida entre sombras, coaccionado por sus vecinos impetuosos y lumínicos. Cheyne Walk es una belleza. El paseo se inicia con una estatua de Atalanta, de Francis Derwent Wood, un escultor que vivió a caballo entre los siglos XIX y XX. No resulta inadecuado que esta heroína cazadora aparezca aquí, desnuda: hoy algunos la tienen por predecesora del feminismo (aunque es dudoso que Wood lo considerara así), y en Cheyne Walk han vivido Mary Herbert, una de las primeras mujeres en labrarse una reputación como poeta y novelista en este país, y la sufragista Sylvia Pankhurst. Otro desnudo femenino preside los Roper Gardens, frente a la Iglesia Vieja de Chelsea. En este caso, no es una figura mitológica, sino un delicioso despertar. Así se titula: Despertar, y la esculpió Gilbert Ledward, un autor nacido poco después de Wood, y cuyo estilo se me antoja semejante, aunque esta figura sea más grácil, más sensual, que Atalanta. Camino, por el lado del río de la calle, hasta el Chelsea Yacht & Boat Club, a cuyo pie, entre los fangos que descubre la marea baja, se apiñan las embarcaciones fluviales, grandes, en su mayoría, como casas. Esto parece otra ciudad: una pequeña ciudad flotante dentro de un barrio de piedra. Antes de que se construyera el paseo, que serpentea hasta perderse en Wandsworth, el Támesis lamía las fachadas de las casas. Hoy, en las plantas bajas, es frecuente ver pisos lujosamente amueblados, con obras de arte en las paredes y estanterías con muchos libros, pero libros desiguales, heterogéneos, esto es, libros vivos, leídos. Paso por delante de una mansión quizá del siglo XVII o XVIII, presidida por dos escudos heráldicos con leones rampantes. En la base de uno de sus balcones se lee la divisa familiar: "Meritus, pertinacia, fortitudo, fidelitas". Aquella gente sí que se exigía; y sabía latín. Más allá está la macropropiedad que Roman Abramovich, uno de esos rusos que aprendieron con el comunismo cómo hacerse ricos con el capitalismo, compró hace poco por la módica cantidad de cien millones de libras, aunque parece que ha cambiado de idea y, por razones poco aclaradas, ya no quiere instalarse en ella. Es lógico que Abram no me caiga bien, pero no solo por su insultante riqueza o la belleza de sus novias, que son siempre modelos: alguien capaz de contratar a Mourinho no puede ser trigo limpio. En el centro del camino doy con la Iglesia Vieja de Chelsea, aunque me parece moderna: esta antigua parroquia del barrio sufrió los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, y fue prácticamente reconstruida, cuadrangular y rojiza, a su término. A un lado del templo hay una estatua sedente de Tomás Moro, el autor de Utopía, que presenta la singular característica de ser igualmente santo para católicos y protestantes (lo que no le sirvió para evitar la decapitación), que tuvo aquí propiedades y está enterrado en la iglesia. También Thomas Carlyle, el escritor escocés, aparece representado en otro de los jardines del paseo, a poca distancia de su casa-museo, un edificio alto y estrecho, forrado de madera, que huele a papel viejo y a moqueta más vieja todavía. Es sorprendente la cantidad de gente célebre que ha residido, en algún momento de su vida, en esta escueta calle. Dante Gabriel Rosetti lo hizo entre 1862 y 1882, martirizando, por cierto, al vecindario con el extraño zoológico que mantenía en el jardín, en el que triscaban pavos reales, tejones, canguros y hasta un armadillo. Rosetti no ha sido el único vecino ruidoso de la calle: George Best, aquel futbolista extraordinario que explicaba que una vez había intentado dejar de beber, y que habían sido los peores quince minutos de su vida, o que había gastado fortunas en mujeres y bebida, y que el resto lo había derrochado, organizaba aquí sus juergas, al igual que Keith Richards y Mick Jagger, estos con acompañamiento musical. También los pintores Turner y Whistler han residido en Cheyne Walk -y por eso una estatua del segundo, de tamaño natural, mira al Támesis, al pie del puente de Battersea-, y muchos otros escritores: George Eliot, Henry James, Algernon Swimburne, T. S. Eliot, John Betjeman, Hilaire Belloc -aquel poeta conservador, elogiado por Borges- y hasta, que Dios nos asista, Ken Follet. Cuando dejo atrás las fachadas georgianas y los árboles que forman un dosel verde en muchos tramos de la calle, ya ha anochecido. El puente Alberto, a mi derecha, esplende como una culebra de luz. Delante hay otra estatua, de un delfín enorme con un muchacho sujeto a su aleta dorsal: ambos están nadando en el aire, inverosímilmente suspensos.
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