Ayer por la mañana fuimos a Acebo, un pueblo a tres kilómetros de Hoyos. Lo hicimos con Toña, una amiga vallisoletana que vive aquí, con su marido, José Antonio, desde hace casi veinticinco años. Entre Acebo y Hoyos hay la típica rivalidad de los pueblos cercanos y parecidos, pero creo que no me ciega la parcialidad si digo que Hoyos es más bonito que Acebo: su casco histórico, coherente y monumental, supera al entramado urbano acebano, demasiado heterogéneo para mi gusto. Por haber, en Acebo, hay hasta una casa suiza, que a Toña le recuerda al castillo de Simancas: tiene una torre cónica y unos tejados de pizarra que resultan tan propios del lugar como un dromedario. El pueblo, no obstante, alberga algunas tradiciones meritorias: el encaje de bolillos, por ejemplo, traído a estas tierras por los repobladores medievales, gallegos y asturianos (los mismos que dejaron en tres pueblos de la sierra la fala, un dialecto galaico-portugués que los extremeños de Eljas, San Martín de Trevejo y Valverde del Fresno todavía hablan), y que hasta hace poco las mujeres seguían haciendo a las puertas de las casas (hoy apenas se ve ya, y solo un puñado de lugareñas, como la señora Marciana, conservan esta filigrana inverosímil); y el vino de pitarra, ese caldo familiar, guardado en pequeñas tinajas de barro, que se ha elaborado tradicionalmente en algunos pueblos extremeños, y que procura al libador una agradable y momentánea enajenación, como tuvo ocasión de comprobar, hace años, mi buen amigo Juan Manuel Macías, que pasó aquí algunas semanas de verano con la conciencia permanentemente alterada, a causa de la ingesta pertinaz del tintorro local. En la plaza mayor hay obras. Las obras no escasean en los pueblos extremeños, a pesar de la crisis: siguen siendo una forma de paliar el paro, y un recurso de urgencia para todo ayuntamiento necesitado. Al menos, no se construye un aeropuerto: el dinero invertido redundará en beneficio de los ciudadanos. En una de las fachadas principales de la plaza ahora levantada, y en la que un operario aburrido, el único que divisamos, martillea con un mazo de caucho, sin demasiado afán, una losa levantisca, se puede leer una placa conmemorativa muy particular. La familia de un militar joven, muerto en alguna de las catastróficas guerras africanas de principios del siglo XX, le dedica un recuerdo emocionado, y lo firma así: "De tus padres, hermanos, primos, etcétera". Aprovechamos la estancia en el pueblo para sacar dinero del cajero automático. En Hoyos han eliminado todos los cajeros que no fuesen de la Caja de Extremadura, y utilizar estos comporta el pago de una comisión. Y mi política de relación con los bancos se resume así: cuanto menos relación tenga con ellos (y, en consecuencia, cuanto menos les pague por cualquier concepto), mejor. La tomé, muy joven aún, de Ramón Areces, el fundador de El Corte Inglés, cuando le preguntaron por el secreto de su éxito: "No trabajar para bancos". Camino del cajero, pasamos por delante de la biblioteca municipal, a la que se accede por una escueta puerta, ahora cerrada. Hay un aviso clavado en ella. Se informa a los vecinos de que el ayuntamiento prevé crear una revista cultural, en la que podrán colaborar todos los acebanos. El anuncio advierte, no obstante, de que no se admitirá ningún artículo que pueda "atentar contra la integridad física o moral de los vecinos". Y nos preguntamos cómo puede un artículo -o, para el caso, la revista entera- atentar contra la integridad física de alguien, salvo que la publicación se enrolle y se utilice como supositorio, algo que nos resulta difícil imaginar que pueda suceder en estos apacibles parajes serranos. Ante estas joyas del lenguaje popular, los "huevos rebueltos" y las almóndigas que se anuncian en el pizarrón de uno de los bares de la plaza, se nos antojan un detalle insignificante, incluso pintoresco.
Al mediodía, vamos a comer a O Paladar, un restaurante de Monfortinho, al otro lado de la frontera. Hoyos está a apenas media hora de la raya con Portugal, y estas comarcas del país vecino ofrecen lugares muy atractivos: Sortelha, Penha Garcia, Monsanto, Idanha-a-Velha. Monfortinho es una localidad termal: hay varios balnearios y algunos hoteles de lujo, como el Fonte Santa, donde nos hemos alojado en alguna ocasión, y del que hay trazas en un poema de Bajo la piel, los días. Por lo demás, el pueblo es una mera acumulación de casas bajas, a cuatro vientos, sin apenas núcleo urbano. Nos sorprende, en verdad, este contraste entre la suntuosidad de las termas y los alojamientos, y la desolación de las calles. O Paladar se encuentra a la entrada del pueblo, en una vía sin salida. Lo regenta una familia, cuyo patriarca luce un pelo blanco milimétricamente peinado hacia atrás: tras la nuca se le recogen, como una llama horizontal, los mechones adheridos con firmeza al cráneo. El hombre habla un castellano fronterizo y exhibe unos modales ceremoniosos. Después de estrecharnos la mano, nos hace sentarnos delante de la chimenea, en la que arde, con esfuerzo, un tronco enorme. Nos trae allí la carta y allí nos toma la comanda. En el restaurante no hay nadie más que nosotros y Cristiano Ronaldo, que habla, con la humildad que lo caracteriza, por televisión. Tomamos sopa, arroz con pulpo, bacalao a la dorada y vino verde. El arroz viene en un perol: calculamos que hay suficiente para una compañía de la Legión. Hacemos, pues, que nos preparen el bacalao para llevárnoslo a casa, y prescindimos del postre. Alvaro y yo echamos luego un par de partidas de billar en una sala anexa. El dueño del restaurante nos mira mientras jugamos. En un lance de la partida, me pregunta por qué no emboco una bola en un agujero. Le digo que no sabré hacerlo. Coge entonces el taco, dobla el brazo en ele, aproxima muchísimo la cara al marfíl, como si quisiera observar algo diminuto en su superficie, y, con una lentitud y una suavidad infinitas, golpea la blanca y mete la de color en la esquina. Y, mientras realiza la operación, ejecutada con la precisión de un cartógrafo, yo admiro su pelo blanco, que ondula en estratos sucesivos hasta un cogote minuciosamente afeitado. Con una majestuosidad en la que se mezclan el orgullo y la modestia, se retira y me cede los trastos. Cuando nos vamos, queremos pasear un rato por el pueblo, aunque sabemos que no hay apenas nada que ver. Pero nos apetece estirar las piernas. Enfilamos una calle larga, recta y desierta, salvo por las casas -muchas de las cuales se venden; otras parecen abandonadas- y una iglesia blanca, desnuda, pero empieza a llover y decidimos volver. De regreso a Hoyos, contemplamos los montes ahora ocres, con jirones de colores otoñales, algunos de los cuales conservan todavía el encendimiento de su caducidad: las hojas fulgen cuando mueren. Muchas franjas de bosque están ya peladas, y casi tan cenicientas como el pelo del señor del restaurante. El frío se pega a los cristales del coche como un manto húmedo. El cielo se consume en grises, en desapariciones.
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