miércoles, 11 de diciembre de 2013

Libro de amigo y amado

Jordi Larios, poeta y profesor de lengua y literatura catalanas en la Universidad Queen Mary de Londres, ha tenido la amabilidad de invitarme a dar una charla en su facultad sobre el Llibre d'amic e amat (Libro de amigo y amado), de Ramon Llull, que traduje hace siete años para la malograda DVD ediciones. Aunque llevo mucho tiempo dedicándome a la traducción, el Libro de amigo y amado constituye una rareza en mi trayectoria: en primer lugar, porque no soy romanista, ni especialista en literaturas medievales, ni he estudiado Filología Catalana; y, en segundo, porque es mi única traducción de una obra en catalán. Mi interés por hacerme cargo de la versión, cuando se le planteó la posibilidad de publicarlo a la editorial, tenía un origen estrictamente sentimental: hacía muchos años, una novia que tuve -fue más que eso: fue mi primer amor; se llamaba Marta- me había regalado, en uno de nuestros muchos flirteos, un papelito con un versículo de Llull. Lo guardé durante mucho tiempo en la cartera, pero, inevitablemente, al cabo del tiempo, se perdió, o se destruyó. Era un trozo de papel vulgar, recortado de una hoja de bloc, en el que la máxima luliana, escrita con una caligrafía redonda y flexible, desplegaba su misterio y su calor. Ya no recuerdo lo que decía, pero eso que no recuerdo seguía -y sigue- acompañándome, y no tanto por la persona que me lo regaló,  arrumbada inevitablemente en la memoria, sino por su significado emocional: por la belleza del gesto, por su ternura, y por toda la ilusión, la promesa de un futuro feliz, que representaba. Así pues, aceptado el trato editorial, me dediqué durante muchos meses a la traducción del Libro, compuesto por 357 aforismos místicos, con los que Llull pretendía fortalecer la creencia en Dios y en su doctrina de los eremitas y los dedicados a la vida contemplativa, entre los que había advertido preocupantes indicios de disipación. Llull afirma en el Libro que esas máximas serán tantas como días tiene el año, y de ahí que casi todas las ediciones modernas se hayan afanado por distribuir en 365 las que contiene, aunque el manuscrito original no se haya encontrado, y ninguno de los que le sucedieron, hasta pasados bastantes siglos, respete esa cifra. Así, el profesor Albert Soler, de la Universidad de Barcelona, y responsable de la edición, sostiene, apoyándose en varios argumentos narrativos, estilísticos y estructurales, que la cifra correcta de versículos, pese a lo que diga Llull (que también afirma haberse inspirado, para componerlos, en los místicos sufíes: otro aserto polémico, que no todos los especialistas comparten), es esa: 357. Ayer, en la Universidad Queen Mary, hablé de todo esto. Aunque hube de hacerlo deprisa, porque la sesión fue más corta de lo esperado. Al llegar Jordi y yo al edificio en el que había de impartir la charla, estaba saliendo una riada de estudiantes. Caramba, pensé: qué poco les gusta Llull. Pero el motivo de aquel éxodo era mucho más prosaico: estaba sonando la alarma de incendios y, a la pregunta de Jordi a un compañero asimismo fugitivo, este respondió que no se trataba de un simulacro, sino de una alarma real. Cuando todos los estudiantes hubieron salido, varios trabajadores de la universidad -entre ellos, un sikh con el ineludible turbante y un mostacho espléndido, robusto en el centro e incurvado en las puntas, que lo asemejaba a un brigadier de los lanceros bengalíes- nos apartaron, a gritos, de la entrada. El espacio que dejamos libre lo ocupó, al cabo de poco, un coche de bomberos, con las luces y las sirenas a todo trapo. Qué emocionante, pensé otra vez: una catástrofe urbana ante mis ojos. Pero no. La alarma era falsa. Un bombero salió del camión con andar funcionarial -nada de con el heroísmo del rescatador, y menos aún con el cuerpo que se fotografía luego, repujado de músculos, en un calendario para señoras-, entró en la facultad sin alterar el gesto y salió al cabo de poco meneando la cabeza y con cierto gesto de fastidio. En este instante, todos, como un río desplazado que volviera a su cauce natural, entramos en el edificio. Entre la multitud, distinguí a varios profesores vestidos con las togas y birretes de la universidad, que mezclaban el negro con los colores vivos, como en una bandera africana,  y que revoloteaban, córvidos, en busca de la sala en la que se iba a desarrollar un importante acto académico. El espacio en el que se iba a celebrar la sesión sobre Llull era un aula, y pequeña; de hecho, muy pequeña. Pero tenía sentido: solo seis personas acudieron, los mismos seis que suelen estar presentes en todas estas sesiones extracurriculares, según me informó Jordi. Meterlas en un auditorio habría sido un crimen, sobre todo para mí. Yo nunca había hablado a una audiencia en un espacio tan reducido, pero no me disgustó. El formato obedecía, en realidad, al sistema tutorial de las universidades inglesas: los profesores se reúnen en pequeños grupos con sus alumnos e imparten así sus clases, de un modo mucho más próximo, práctico y conversacional. Algo semejante a lo que hace Anthony Hopkins, en su papel de C. S. Lewis, en una magnífica película, Tierras de penumbra, que se desarrolla en Oxford. Pero yo, claro, no era Lewis, y mucho menos Hopkins, aunque todos los profesores han de tener algo de actores, en la sesión de ayer. Peroré, lo más persuasivamente que pude, durante cuarenta minutos, sobreponiéndome a un inconveniente principal: la cercanía de la gente te obliga a reparar en ella. Ante un auditorio amplio y alejado, los rostros se diluyen en una masa informe, y uno puede prescindir de sus expresiones: así no le perturban las de disgusto, aburrimiento o incluso sueño. En un estrado, o tras un atril, la mirada puede fijarse en un punto indeterminado del fondo, y el discurso, fluir autónomamente, solo atento a sí mismo. Ayer no. Ayer, una estudiante a la que me temo que no conseguí interesar en las hazañas lulianas, me miraba con creciente apatía, e incluso con incipiente cerramiento de ojos, a un metro y medio de distancia. Y su compañero, con aspecto de Jesucristo con acné, no parecía mucho más despierto. Solo una joven griega tomaba notas con atención, es más, con frenesí, aunque demasiado a la derecha, fuera de foco. Si hubiera estado en el centro, como la negra o su adlátere nazareno, me habría sentido mucho más estimulado. La experiencia, sin embargo, considerada en su conjunto, no me resultó desagradable. Hay algo maravilloso siempre en hablar de poesía, sea donde sea, y Jordí se portó exquisitamente conmigo. Al acabar, me invitó a comer en el bar de la facultad. Luego, al salir del recinto universitario, ya de vuelta a casa, me crucé con una calle que se llama Whitman, y pensé que la casualidad es muy poderosa: acababa de hablar sobre Llull, a quien me había pasado muchos meses traduciendo, y ahora me cruzaba con alguien a quien llevo casi dos años traduciendo. Celebro este azar favorable transcribiendo uno de los versículos más famosos del Libro de amigo y amado, el 228, que quizá fuese el que recogiera Marta en su billete, y mi traducción:

Amor és mar tribulada d'ondes e de vents, qui no ha port ni ribatge.
            Pereix l'amic en la mar e en son perill pereixen sos turments e neixen sos compliments.

El amor es un mar atribulado por olas y vientos, que carece de puerto y de orillas.
            Perece el amigo en el mar, y, en su peligro, perecen sus tormentos y nacen sus perfecciones.

2 comentarios:

  1. Muy emotivo tu relato de hoy!

    Decía Whitman: Juro que nunca mencionré el amor o la muerte en el interior de una casa,...

    Un abrazo

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    1. Me alegro de que te haya gustado, Amelia. Y también de que establezcas estos frecuentes paralelismos entre lo que cuento yo y lo que dice Whitman. Reconforta saberlo leído.

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