En Londres abundan las casas de escritores. El respeto que muestran los ingleses por el legado de sus creadores, en sintonía con su aprecio general por las tradiciones, excede vergonzantemente al que campea en España, donde, por ejemplo, la casa de Vicente Aleixandre, en la calle Velingtonia, que fue un centro de irradiación de la poesía en nuestro país, sigue en un malhadado abandono, fruto de la desidia de las administraciones, que no es sino reflejo del desinterés de nuestros gestores públicos –y de la sociedad– por la cultura. Dos de esas casas, en Londres, están en el barrio de Hampstead: la de Sigmund Freud y la de John Keats. La del psicoanalista está atiborrada de libros y objetos: Freud sentía, como Neruda, como Breton, como González-Ruano, una necesidad compulsiva de acumular cosas, como si eso atenuara el vacío doloroso del espíritu, o poblara de materia amable un mundo hostil. La del poeta, en cambio, es de una desnudez asombrosa, casi zen. Keats solo vivió allí solo dos años, de 1818 a 1820, cuando, habiendo empeorado la tuberculosis que sufría, los médicos le recomendaron abandonar el insalubre clima inglés y establecerse en la soleada Italia. Sorprende la vaciedad del lugar, un espléndido caserón de paredes blancas y suelos de madera, en cuyas paredes cuelgan retratos del poeta, de su familia y amigos. Su fondo bibiográfico, empero, es interesante: contiene cartas de Keats –su correspondencia, traducida por Cortázar, es un fabuloso tratado de estética– y algunos manuscritos: aquí escribió, por ejemplo, «Oda a un ruiseñor»:
Me duele el corazón, y un pesado sopor aqueja
a mis sentidos, como si hubiera bebido cicuta
o apurado un opiáceo, hace apenas un instante,
y me hubiese sumido en el Leteo;
no porque tenga envidia de tu suerte,
sino porque soy feliz con tu dicha,
cuando, ligera dríade alada de los árboles,
en algún melodioso lugar
de verdes hayas e innumerables sombras
cantas al estío con voz enajenada.
También es muy acogedor el jardín, de hierba pulcra y dilatada, donde se puede uno tumbar, para oír solo a las gaviotas y gorriones. Me pasma el contraste entre la esencialidad, casi la desolación, de esta casa londinense, y el abigarramiento de la casa a la que se trasladó en Roma, en la plaza de España; un abigarramiento del que participa el entorno, saturado de españoles, japoneses y otras plagas viajeras. En esta casa murió, desmintiendo trágicamente aquella recomendación de los médicos de que el clima italiano le sentaría bien. De hecho, la residencia no parece haber favorecido a sus inquilinos: Shelley, que también vivió aquí, y que asistió a la agonía de Keats, murió pocos meses después, ahogado estúpidamente –si es que alguna muerte no es estúpida– en el golfo de La Spezia. El lugar, aunque tiene tres pisos, es angosto, y por todas partes acumula muebles, pinturas, cortinajes, recuerdos y, sobre todo, libros: aquí se contiene una de las bibliotecas más importantes del mundo sobre el Romanticismo. Pese a su estrechez, pese a la incomodidad de las sillas, pese al olor acre a madera vieja, aquel lugar me pareció un oasis de paz. Apenas había visitantes, y por las ventanas –las mismas por las que Keats atisbaba La fuente de la barcaza, de Bernini, cuyo brollar inspiró su epitafio: «Aquí hace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua»– se veían las hordas de turistas, subiendo y bajando tenazmente las escalinatas de la plaza, en dura competencia con las feroces palomas y los vendedores de helados, no menos despiadados. Solo rompía el silencio el suave crujir de los listones del suelo, bajo las pisadas respetuosas, incluso sobrecogidas, de los visitantes. Keats y su fallecimiento en Roma han inspirado uno de los libros más hermosos de Juan Carlos Mestre, La muerte de Keats; y también el poema de Borges:
Oh sucesivo
y arrebatado Keats, que el tiempo ciega,
el alto ruiseñor y la urna griega
serán tu eternidad, oh fugitivo.
Fuiste el fuego. En la pánica memoria
no eres hoy la ceniza. Eres la gloria.
Quizá fuese este poema –o cualquier otro, da igual– lo que estaba leyendo, en el jardín de la casa de Hampstead, el grupo de personas que vi, sentadas en círculo, durante mi visita. Leían, en voz baja, pero lo suficientemente alta como para que todos la oyeran, y luego se quedaban callados un rato, reflexionando. Su discreción condecía con la del lugar, y era un homenaje susurrado a aquella otra personalidad, de fuego, que atravesó brevísimamente el firmamento de la literatura, pero que dejó en él una huella inabarcable.
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