Estos días, como cada año, se desarrolla en el Paseo de Gracia de Barcelona la feria del libro viejo y de ocasión, que va ya por su sexagésima edición, o así. De niño, me encantaba ir con mi padre -y luego solo- al mercado de San Antonio, donde cada domingo se sustituían los puestos de lencería proletaria por tenderetes proletarios de libros. Allí tenía la sensación de convertirme en cazador: un sujeto sagaz que levantaba piezas escondidas, un descubridor de tesoros. Me fascinaba el ambiente populoso, el manoseo del papel, los títulos enigmáticos o eróticos, las reminiscencias de la lucha antifranquista, el regateo, la franqueza callejera de todo. Hoy tengo sensaciones opuestas. Asomarme a los puestos de libros viejos me inspira una melancolía abrumadora. Los libreros suelen ser gente desconfiada y soez. Además, la mayoría fuma puros. Quedan muy pocos de aquella estirpe humanista, que llegaba al negocio con naturalidad, como una consecuencia de su amor por las letras; que vendía los libros después de leerlos. Oírlos hablar desmoraliza. Casi ninguno sabe lo que tiene ("oiga, ¿tiene Ud. algo de Álvaro Cunqueiro?" "¿Cómo quieres que lo sepa?: mira por ahí, a ver si encuentras algo"). Casi nadie ordena nada, y los que lo hacen, es para capar los libros, como ese puesto en el que todos están envueltos en plástico: esa gente, después de tantos años en el negocio, aún no ha entendido que una de las cosas que más agrada a los interesados en los libros viejos -y potenciales compradores- es abrirlos, hojearlos, palparlos. Sin embargo, y por lo general, las librovejerías son espeluncas atroces: amontonamientos de polvo, edenes del ácaro, cementerios de volúmenes destripados, cuya pulpa se corroe al sol. Todo huele a ácido y a tristeza. Y, a veces, entre aquellos grandes títulos que han contribuido a formar tu sensibilidad -ahora arrumbados junto a regüeldos de Martín Vigil o colecciones de premios Planeta-, encuentras un libro tuyo, empapado de la misma penuria, sepultado en la misma fosa común, y quizá con la página con la dedicatoria arrancada. Este año me ha sorprendido encontrar en uno de los puestos a un reputado poeta de Barcelona, vendiendo libros junto al dueño (un dueño picajoso, que me recuerda a aquel, inverosímil, de la Cuesta de Moyano, en Madrid, que avisa al que acude a su puesto: "No me importa que no compre; pero no me revuelva los libros"). Solo lo he visto cuando he alzado la mirada para pagar un libro (Locos, de Leopoldo María Panero); si me hubiera dado cuenta de que el poeta estaba ahí, no me habría parado en la tienda: se trata de un individuo despreciable, aunque no es mal escritor. Es una combinación frecuente, por desgracia: junta bien las palabras, pero no junta bien los sentimientos ni los actos de la vida. Y uno no quiere pringarse con espíritus demediados.
No lo eran, en cambio, los de los autores reunidos en las primeras jornadas de poesía en lenguas peninsulares, organizadas en Santa Coloma de Gramenet. Coincido allí con Manuel Rivas, hombre encantador, gallego con retranca, valga la redundancia, e histrión delicado, que hace sonar una caracola en su lectura, lee un delicioso poema a -contra- el dinero (tiene razón al decir que no es un tema frecuente en la poesía; de hecho, el suyo es uno de los pocos que he oído sobre ese asunto), evoca las actuaciones del médico podólogo, cabecilla del grupo poético falangista coruñés Amanecer, que en la posguerra componía arrebatados poemas de amor, igual que antes había compuesto, con el mismo arrebato, poemas que llamaban al asesinato de rojos, y nos llueve sobres de emigrante con poemas. También está Maria do Rosário Pedreira, lisboeta, de poesía que José Ángel Cilleruelo acierta al calificar de "veermeriana": íntima, doméstica, oblicuamente luminosa. Y Kirmen Uribe, que uno ya no sabe si es vasco, americano o japonés, que lee un tanka, entre risas -risas que son las de su poesía y las de su ser-, de un iphone. (En el avión con el que he venido de Londres, alguien ha enseñado su tarjeta de embarque en el iphone. Llegará un momento, me parece, en que viviremos con un chip implantado en el cerebro, que hará todas las funciones para las que ahora necesitamos estas y otras muchas máquinas). Tras el recital, se me acerca alguien que se identifica como directora de teatro y me espeta que todo andará mal hasta que no asumamos que el castellano ha de ser la lengua en la que nos expresemos todos, porque es la que conocemos todos. Claro, ¿para qué hablar catalán, castellano o vasco (e incluso portugués), si todos hablamos español? Espanta comprobar que piense eso quien ha asistido a unas jornadas de poesía en lenguas peninsulares, que defiende un mensaje antipódico: ¿Por qué limitarnos a un solo idioma, cuando podemos hablar -y entender, y conocer, y disfrutar- muchos más? Luego, en la cena, me resarzo de la incomprensión de la dramaturga con un jamón serrano sobrenatural y un ribeira sacra blanco, servido por un sumiller que ha sido nariz de plata, en cuyo paisaje líquido se reúnen, sobrenaturalmente también, las riberas del río, de cualquier río gallego, con sus castaños y el crujido de las hojas secas.