En la espectacular heterogeneidad del paisaje humano de Londres, es posible distinguir algunos tipos recurrentes. Está, por ejemplo, la inglesa leptosómica, esa mujer escurrida, longuilínea, de piel sepulcral -aclarada, hasta casi la transparencia, por la falta de luz-, que camina siempre al borde del cataclismo, como un espantapájaros a punto de ser derribado por el viento, pero que evita el descalabro gracias a un impulso ascensional, a una suerte de perpetuo estiramiento hacia lo alto. Julio Camba, mezclando la agudeza con la misoginia, como solía, la compara con un paraguas; Olivero Girondo, con un farol. No es difícil continuar la lista de símiles: una escoba, una cigüeña, un insecto palo. (La inglesa leptosómica se opone a la inglesa negra, que despliega labios, pechos y nalgas como si pusiera pasteles a la venta, y que pasa a tu lado como un ciclón de chocolate). Está, también, el joven de los negocios, que alterna, según el tiempo, el traje inevitablemente gris, entallado, de solapas estrechas y justo de piernas, y la corbata fina -como si las prendas, al igual que él, quisieran contener su presencia en el espacio, estrecharse hasta el adentramiento-, y el traje sin chaqueta ni corbata, con una camisa blanca, rosa o violeta, algo más holgada, y un bolso en bandolera, cuya cinta le cruza el pecho como una canana. Y está, por fin, el personaje excéntrico, el que va por la calle con una barretina y una falda escocesa, o con la pechera llena de medallas de la Unión Soviética, o con un loro en el hombro. Esta excentricidad suele ser más frecuente entre los hombres, aunque, cuando se da entre las mujeres, brilla con una luz más intensa. A los varones les encantan los ropajes desmañados y las guedejas canas, pero una dama excéntrica puede ir por la calle tocada con un sombrerito de los que se llevan en el derby de Epson y un sari indio, mientras lee, caminando, un volumen húngaro de filosofía. Elizabeth Sitwell sabía mucho de excentricidad femenina.
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