Viajo a Extremadura para la presentación de Otrora. Antología poética 1988-2014, de Javier Pérez Walias, en Cáceres y Plasencia. Me alojo en su casa, donde él y Teresa, su mujer, me acogen con una hospitalidad abrumadora. El primer día de estancia paseamos por el cercano Parque del Príncipe, inaugurado hace pocos años. La luz se derrama por senderos y arboledas -de encinas y alcornoques, de acebuches y robles, de almeces y serbales- como una escarcha intangible, y todo cobra una viveza invernal, donde el frío y el sol conviven sin enojo. Visitamos también el invernadero del parque, cuyos pasadizos elevados permiten contemplar una sorprendente diversidad de plantas tropicales. A la salida, recorremos las zonas aledañas a la Plaza Mayor y la ciudad antigua. Javier me llama la atención sobre una curiosa gárgola en el Palacio de los Marqueses de la Isla, un hermoso edificio del siglo XVI, de estilo renacentista, ubicado en el antiguo emplazamiento de la sinagoga de la Judería Nueva: una figura femenina con las manos en la entrepierna. La gozosa actividad a la que parece dedicada explica la boca muy abierta, expresión de su placer y, al mismo tiempo, desaguadero de la gárgola. En un colmado cerca del palacio leo un anuncio de vinos: las marcas son "Habla el silencio" y "Nadir", y pienso que nada excluye la poesía en este mundo, ni siquiera el vino peleón. Adentrados ya en la ciudad medieval, Teresa me hace notar las muchas torres desmochadas que la jalonan: Isabel la Católica mutiló sus remates como castigo por que Cáceres hubiera apoyado a Juana la Beltraneja en su disputa dinástica por la corona de Castilla: así cercenaba sus posibilidades de defensa y, aún más importante, el poder que simbolizaban. Luego, en la Plaza Mayor, recalamos en un mercadillo con un par de puestos de libros. Siempre hay que mirar en estos amontonamientos de papel -en el peor arrumbadero puede encontrarse un diamante-, aunque lo más probable es que solo haya bazofia. Y así es hoy: nada vale la pena. No obstante, queremos ver más de cerca algunos volúmenes, pero el dueño del tenderete ha dejado un papel sobre los libros que advierte, con caligrafía rural, que no pueden hojearse: para hacerlo, hay que pedírselo a él, y él será quien nos los muestre. "¿Qué página quieren ver?", nos pregunta el hombre. "La ciento diecisiete", digo yo con mucha convicción. Y el hombre nos enseña la página ciento diecisiete. Luego señalo otro tomo y se repite la operación. "¿Página?", pregunta el librovejero. "La doscientos nueve", dice Javier. El tipo la busca afanosamente, pero llega a una decepcionante conclusión: "Este libro no tiene tantas páginas", nos desliza, algo mosqueado. "Pues la ochenta y cinco", subsana Javier, y el infatigable cambalachero se lanza en pos de la página ochenta y cinco. "Oiga", le pregunta por fin Javier, "¿y por qué no puede la gente hojear los libros". "Es que con el manoseo de unos y otros, los libros se ponen viejos". "No, si viejos ya son", replica Javier. "Bueno, más viejos", remata con clarividencia el sabio del comercio de libros. La presentación de Otrora, por la tarde, reúne entre el público a algunos buenos poetas extremeños, como Basilio Sánchez, Mario Martín Gijón y Elías Moro, que ha tenido la gentileza de viajar desde Mérida para vernos. Echamos en falta a algún otro, pero en esto de las presentaciones se acusa mucho, además de los múltiples cansancios o distracciones que suponen las actividades cotidianas, y que pueden impedirnos asistir, la antipatía o indiferencia que sintamos por el poeta homenajeado, aunque su obra tenga interés o represente una sensibilidad o propuesta estética merecedora de atención. Las presentaciones hace mucho que dejaron de ser -si es que alguna vez lo han sido- un pretexto para el debate literario, y se han convertido en una ocasión para las pequeñas venganzas, para el mercadeo de afinidades o desatenciones. Entre el público cacereño, me agrada comprobar la presencia de Sara Fontán y Juan Romero, los responsables de Sierra de Gata Digital, una espléndida revista internética, a los que conocí no hace mucho en Hoyos y por los que he sentido una simpatía inmediata. En los días siguientes a la presentación -los del puente de la Inmaculada Constitución- sigo en Cáceres, viendo a amigos y conociendo nuevos rincones de la ciudad y de la provincia. Asisto a la defensa de la tesis de Julio César Galán, en cuyo tribunal destaca la presencia de Juan José Lanz, uno los pocos filólogos de nivel que quedan en nuestro país. No obstante, mis convicciones se tambalean por un instante cuando dice dudar de que Andrés Trapiello sea un poeta de la experiencia, como sostiene Julio. También celebro que este haya elegido los intermínimos de navegación poética, de Ramon Dachs -un buen y antiguo amigo mío-, como ejemplo de poesía hipertextual. En otra de estas noches heladas pero serenas, salimos a cenar en un restaurante de las afueras, dando un largo rodeo por la ciudad vieja. Javier, Teresa y un amigo de ambos, Constan, me enseñan varias puertas, torres y lienzos de la muralla -una torre presenta basamentos ciclópeos, como especifica el rótulo que lo flanquea, y todos convenimos en que es una expresión magnífica: "basamentos ciclópeos"-, así como el emplazamiento actual de "El Buscón", una de las dos buenas librerías de viejo la ciudad, junto con "Boxoyo": antes estaba en otro lugar, pero el peso de los libros hizo que se hundiera el piso. Visitamos de camino "El olivar de la judería", un lacónico jardín casi colgante, cosido por las raíces de los olivos, que me recuerda vagamente al huerto de Calixto y Melibea en Salamanca: pienso entonces en los orígenes conversos de Fernando de Rojas. En el Ornela -así se llama el restaurante, que no es sino una tasca adecentada- damos cuenta de unas patatas al rebujón -que Ferran Adrià no dudaría en considerar una tortilla de patatas deconstruida-, una sepia muy respetable y unas finísimas morcillas. Por suerte, Teresa ha sugerido que pidiéramos solo media ración. Hay quince. Si la hubiéramos pedido entera, de allí habríamos salido rodando. En la charla que suscita la pitanza, descubro con alegría que Constan es un longevo jugador de ganapierde, aunque con algunas particularidades extremeñas. El ganapierde es un juego de cartas que me enseñó mi padre y por el que siento una pasión que lamentablemente nunca puedo satisfacer: ni Ángeles ni mis hijos gustan de los naipes. El póker es un entretenimiento para cretinos comparado con el ganapierde, que suscita las maniobras más taimadas y una maligna efervescencia intelectual. No dejaré Cáceres sin verme con Basilio Sánchez y varias veces con Mario Martín Gijón, otro excelente amigo. En una me regalará su novela de ciencia ficción Un día en la vida del inmortal Mathieu y el ensayo La resistencia franco-española (1936-1950), que ha ganado el premio Arturo Barea de investigación literaria: Mario es una de las pocas personas que conozco, si no la única, capaz de escribir cosas tan dispares, y todas bien. En otra ocasión curiosearemos en Psicopompo, un bar-librería de reciente creación en Cáceres, que pretende seguir el ejemplo, me parece, de La Puerta de Tannhäuser en Plasencia. El lugar no está mal, pero sus fondos son muy inferiores, en cantidad y calidad, a su modelo placentino. Apenas las Ediciones Liliputienses aportan alguna novedad, entre las que celebro descubrir Doblez, un reciente poemario de Silvia Terrón.
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