Antes, al levantarnos, descorríamos las cortinillas de las claraboyas de nuestro dormitorio y veíamos el cielo: gris, casi siempre; a veces, despejado. Hoy no vemos nada: una pátina de hielo cubre los cristales. Ha llegado el frío y, con él, estos días tórpidos, en los que el aire parece crujir, y el sol, cuando asoma, luce tan helado como nuestras ventanas. Salgo a comprar el periódico y cruzo, como siempre, el parque de Battersea. En el macadán de los caminos se ha depositado otra lámina de escarcha, traicionera. Hay que pisar con cuidado, si no se ha tenido la precaución de calzar botas. Muchos de los perros a los que sus dueños pasean por el parque llevan jerséis. Siempre me ha parecido ridículo humanizar hasta ese punto a los animales (como hacerles trenzas o raparlos artísticamente). Los perros, como los gatos, como los pájaros, como cualquier criatura, están naturalmente preparados para adaptarse a los cambios de temperatura, y ponerles un suéter -con estampaciones navideñas, para más inri- es volverlos grotescos. En realidad, sus amos los infantilizan, porque eso son para la mayoría, sobre todo para quienes están solos: un sucedáneo de hijos. Junto a chuchos abrigados, pasan runners y ciclistas desabrigados. Algunos corren o pedalean en camisetas de manga corta; otros, como única concesión a los rigores del día, llevan dos. Pasan a mi lado en una nube de vahos: los que genera la respiración agitada, el resoplar desembarazado o agónico, el sudor velozmente enfriado. Los deportistas en este país no temen a los elementos: si lo hicieran, nadie haría deporte. Si alguien ha decidido salir a correr, sale a correr, así caigan chuzos de punta o se declare una emergencia nuclear. Me desentiendo de los émulos de Shackleton y reparo en el lago helado. Aunque no totalmente: en la superficie cristalizada se abren todavía pequeños islotes de agua, en los que sobrenadan algunas pollas de agua. Son las únicas aves que veo: no hay cisnes, que se habrán cobijado en algún rincón herboso, ni garzas, que estarán huidas. Los setos lucen un copete blanco. La hierba ha empalidecido. Todo está envuelto en una fina gasa traslúcida que, pese a su delgadez, el sol no rasga: solo resbala por ella. El sol es tímido y, aunque en un día sin nubes, como hoy, invade todos los rincones del aire, se escurre por las cosas sin arañarlas: la realidad es inmune al calor. Aunque oigo las conversaciones de los paseantes, el rumor lejano del tráfico y el inevitable zumbido de los aviones, un fondo de silencio, como un edredón que cubriera el escenario del mundo, resulta hoy más perceptible que otros días. Los cristales del hielo son la mejor insonorización natural: descomponen las ondas de aire que transportan el sonido y difunden una quietud casi dolorosa. El invierno no solo ha llegado a las calles y los parques, sino también al interior de las casas. En los pubs con chimenea, se enciende la chimenea. Nosotros carecemos de ella, pero hemos comprado un calefactor que imita el fulgor de las ascuas de un fuego. Lo mantenemos encendido todo el día, pero cuando más destaca es por la noche, es decir, a partir de las cuatro: entonces brilla con un rojo excesivo, que nos hace sudar. Tengo suerte: hoy encuentro El País en el primer kiosko al que me asomo. El dependiente me lo entrega con una mano enfundada en mitones. De vuelta, leyendo, siento menos el frío.
Pues a pesar de tener tanto frío en Londres (esta noche helará en Madrid), te deseo un inicio feliz del año que entra. Un beso grande.
ResponderEliminarFeliz año también para ti, querida Isabel. Ojalá sea un poco mejor que este. Y que sobrevivamos los dos al frío.
EliminarBesísimos.