viernes, 2 de enero de 2015

Paseando por el Soho

Hoy queremos visitar este pequeño barrio de Londres, tradicionalmente famoso por su concupiscencia y su bohemia, y por sus actividades relacionadas con el mundo del espectáculo. Ambas perduran, pero como los pecios de un naufragio: apenas quedan aquí teatros y night clubs -no han sufrido mudanza, sin embargo, las oficinas de las principales productoras cinematográficas: lo primero que vemos al salir del metro son las oficinas de la Warner Brothers-: han sido sustituidos por bares y restaurantes, que nos recuerdan, en su amontonamiento y colorido, al barrio de Gracia en Barcelona. No se lo he confesado a Ángeles, pero me interesa comprobar el estado de este barrio libertino que, en los años setenta, resonaba en mis oídos de adolescente virgen y posfranquista como un lugar de perdición, es decir, libérrimo y maravilloso. (A Ángeles, en cambio, la mueve una curiosidad ingenua. Al pasar por delante de un "club para hombres", me pregunta si solo pueden entrar los hombres. Yo le respondo que no: también pueden entrar las mujeres, pero solo encontrarán mujeres en el escenario). Frente a los sórdidos puteríos del Barrio Chino barcelonés -ah, aquella Pensión Lolita de la Rambla de Santa Mónica, qué tristes fabulaciones nos había deparado...-, el lenocinio en el Soho incorporaba la legendaria sutileza británica: en muchos portales se leían anuncios como "se imparten lecciones de francés" o "large chest for sale", que juega con el doble significado de chest: cofre y pecho, y que sugería que aquello enorme que se ponía a disposición del público no era precisamente un arcón. De todo eso no queda hoy nada, no sé si por desgracia o por fortuna. Vemos todavía algunos locales de "entretenimiento para adultos", algunos peep shows y hasta algunas librerías sexuales -donde se mezclan los libros taschen de falos y tetas con inocentes novelitas pornográficas y consoladores espeluznantes-, pero son islotes desconchados en un mar de calles sin depravación. Algunos restos de la transformación -no quiero llamarlo desmoronamiento- del barrio son meros cadáveres, como el mítico Raymond Revue Bar, que, en sus años de esplendor, que fueron muchos, se anunciaba como "el centro mundial del entretenimiento erótico". Pero el Raymond cerró en 2009, y hoy solo pueden verse sus restos despintados en el arco de Walkers Court (muy apropiadamente, streetwalker es sinónimo de prostituta). Por supuesto, nada queda de otros locales importantes, muy anteriores en el tiempo. El Soho ha sido el lugar de esparcimiento inguinal desde la segunda mitad del siglo XVIII, y eso da para una larga historia. En la plaza homónima, Soho Square, hoy un elegante cuadrado, presidido por una estatua del rey Carlos II, se levanta la iglesia de San Patricio, y lo hace en los terrenos en los que antes se encontraba la residencia de una actriz fracasada, Theresa Cornelys, que en los años sesenta de aquella centuria mantenía una casa célebre por su acoger a gente "disoluta, holgazana y desordenada, tanto hombres como mujeres, que acudían al lugar y pasaban toda la noche causando alboroto y acreditando una conducta deplorable...", como señaló una autoridad de la época. Qué lugar tan maravilloso debía de ser. Pero la autoridad, naturalmente, lo clausuró. En la misma Soho Square se encontraba un -este sí- famoso burdel, The White House, que desarrolló sus actividades entre 1778 y 1801, y cuyo nombre era, probablemente, una alusión despectiva a las colonias americanas que habían tenido la indelicadeza de rebelarse, y luego independizarse, de la Gran Bretaña. (El nombre sería calcado después por un no menos reputado, y nunca mejor dicho, meublé barcelonés, la casita blanca, aunque en este caso no provenía del color de las paredes, como en el del lupanar londinense, sino del hecho de que las trabajadoras, que eran muy limpias, ponían las sábanas utilizadas a secar en la azotea del edificio). Pero el Soho no ha sido solo un lugar de perdición, sino también un barrio artístico y, en la medida en que el concepto, tan latino, es aplicable a los anglosajones, bohemio. A veces, esas dos almas confluían: Thomas de Quincey, por ejemplo, fue rescatado de la inanición, y acaso de la muerte, por Ann, su queridísima puta quinceañera, que, cuando se desmayó de hambre y debilidad en Soho Square, fue corriendo a la cercana Oxford Street a por "oporto y especias", aunque sorprende que no pidiera un bocadillo de jamón. A la prostitución le debemos, pues, las Confesiones de un opiómano inglés y el resto de la obra del gran romántico mancuniano. En el Soho ha vivido también Giacomo Casanova -en Greek Street, y aun hoy se dice que su fantasma deambula por el Raymond Revue Bar-, otro autor en el que el sexo y la literatura están profundamente interpenetrados, y, de nuevo, nunca mejor dicho. Karl Marx, en cambio, que residió en el edificio que hoy ocupa el restaurante Quo Vadis, llevó una vida austera. Tanto, que pasó años con su mujer, tres hijos y la sirvienta (porque, pese a fundar el marxismo, Marx tenía sirvienta) en un piso de dos habitaciones. De allí iba andando cada día al Museo Británico a escribir El capital, y en un pub de la zona, muy pertinentemente llamado León Rojo, esbozó con Engels los principios del Manifiesto comunista. En los pubs y restaurantes del Soho, por cierto, han pasado otras cosas fundamentales para la historia de la literatura (está por escribir un libro así: Pubs y literatura). En The French House -base del exilio francés en Londres en la Segunda Guerra Mundial, en cuyo piso superior se reunía el general De Gaulle con sus colegas de la Resistencia-, Dylan Thomas extravió su manuscrito del extraordinario Bajo el bosque lácteo (que publicamos en DVD ediciones hace muchos años ya, con la no menos extraordinaria traducción de Ramón Andrés), pero el dueño del local, Gaston Berlement, lo encontró en un asiento, antes de que las señoras de la limpieza lo tiraran a la basura, con los restos de los fishes and chips. En otro pub, el Coach and Horses, escribía -cuando escribía, es decir, cuando no estaba borracho- el genial Jeffrey Bernard, cuyos artículos para el Spectator, plenos de ingenio e ingenuidad, han sido descritos como "una nota de suicidio escrita a plazos". En las muchas ocasiones en que la curda no le permitía redactarlas, el periódico rellenaba el vacío de su artículo con un mayestático Jeffrey Bernard is unwell, "Jeffrey Bernard se encuentra indispuesto". El restaurante Kettner, en fin, en la esquina de Romilly Street, era el favorito de Oscar Wilde en Londres, y aquí venía a cenar con lord Alfred Douglas, el amante que precipitó su ruina: su padre -el marqués de Queensberry, el inventor de las reglas del boxeo moderno: un tipo, obviamente, con el que era peligroso pegarse- llamó maricón a Wilde, este lo denunció por libelo y la justicia falló en favor del aristócrata. Y de ahí a la cárcel de Reading, el tristísimo exilio francés y la muerte en la miseria. Wilde no ponderó adecuadamente las posibilidades de que un tribunal victoriano condenase a un marqués por llamar maricón a un maricón. Otros personajes de la literatura han vivido o pululado en el Soho. Aquí nació, por ejemplo, William Blake (y quizá estas calles atrabiliarias inspiraran una visión tan apartada de la común en su época como la que revela su obra). Aquí vivió también el poeta sudafricano y fascista Roy Campbell, el único que militó en el bando franquista en la Guerra Civil Española, cuya elegante residencia, pintada en delicados tonos verdes y con hermosos frisos en las ventanas, admiramos en Great Pulteney Street. En esta misma calle residió (y así lo recuerda una placa azul, que no consta en la casa de Campbell: el fascismo da para estos olvidos) John William Polidori, médico personal de Lord Byron y autor de El vampiro en aquella célebre reunión en Villa Diodati, una tormentosa noche del verano de 1816, en la que Mary Shelley alumbró también su Frankenstein: la palidez que Polidori atribuye a su vampiro, y que se ha hecho característica de estos seres de ultratumba, está inspirada en la palidez del propio Byron. Pero no solo de sexo y letras vive el Soho. Abundan aquí también las iglesias y las instituciones de caridad, promovidas, en parte, por la inveterada necesidad que han sentido las buenas gentes de Londres de regenerar un barrio tan depravado. Vemos, además de la iglesia de San Patricio, la Casa de San Bernabé, dedicada a la ayuda de los indigentes, y la Escuela Parroquial del Soho, que proporciona educación a los niños más necesitados, y cuya iglesia fue, como tantas otras, bombardeada en la Segunda Guerra Mundial. Las víctimas del ataque se enterraron en el jardín, y fueron tantas que lo elevaron un metro y pico por encima del suelo. Vemos también otros lugares interesantes, como el Gay Hussar, un restaurante que creemos forma parte del Soho homosexual, muy visible y activo, pero que solo alude a la alegría de la comida húngara que sirve; el bar Italia, en cuya planta superior John Logie Bird hizo la primera demostración pública de la televisión; y el Groucho Club, sin carteles que lo identifiquen, pero con una enorme bandera con la cara de Groucho Marx. Pienso, pensamos, que no estaría mal que todas las banderas del mundo fueran sustituidas por enseñas con el rostro del otro gran Marx del barrio. Y también que tiene gracia que se haya creado -en 1984- un club con el nombre de la persona que dijo que no pertenecería nunca a un club que lo admitiera a él como socio.

3 comentarios:

  1. ¡Qué hermoso texto, Eduardo! No tengo el gusto de conocerte, pero me atrevo a hablarte de tú. Estaré en Londres en octubre (no sé ni cómo, porque dinero no tengo: ya compré el boleto de avión, a pagar a plazos). Este paseo tuyo por el Soho me lo llevo enterito a manera de linterna. Muchísimas gracias, Eduardo. Y me leeré todo lo tuyo.

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    1. Gracias por tu mensaje, Bugalú. Me alegro de que mi entrada te haya gustado y también que te haya dado alguna información. El Soho sigue siendo un barrio muy interesante, a pesar de cierta decadencia reciente. Ojalá tengas una estancia agradable en Londres. Y quizá, cuando estés aquí, podamos tomarnos una pinta de cerveza juntos.

      Un saludo muy cordial.

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  2. ¡Hecho, Eduardo! Mi nombre real es Agustín Aguilar Tagle. Estaré pocos días (iré con un gran amigo, al que le doblo la edad), pero será un honor brindar contigo y ver si puedo en ese momento comprarte un ejemplar de Crónicas de Inglaterra. No logro acostumbrarme a los formatos electrónicos. Digo, sí lo hago, pero cuando el libro me atrapa corro a la librería por un ejemplar físico. ¿Sabes? Tengo ganas de conocer Ye Old Cheshire Cheese, porque entiendo que es ahí donde van a comer y beber Charles Darnay y Sidney Carton, después de que el primero se salva de ser condenado a muerte, en Historia de dos ciudades del genial Dickens. Y si esto no es exacto, no importa, Eduardo, ¿crees que convenga conocer esa taberna legendaria? Por otro lado, acabo de leer por segunda vez en mi vida Trafalgar, de mi adorado Pérez Galdós, pues deseo pisar Trafalgar Square con una afirmación que en México hoy tiene mucho sentido: cuando mueren muchos que no debieron haber muerto, la culpa siempre es del estado. Observo angustiado la batalla de Trafalgar... y sólo encuentro a un responsable: Napoleón.

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