Hoy vamos a escuchar a los Baker Boys en la cripta de Saint Martin-in-the-Fields. No tenemos ni idea de quiénes son, pero el nombre suena bien: tiene swing y promete una animada sesión de jazz, valga la redundancia. También coincide con el título de una estupenda película de finales de los 80, Los fabulosos Baker Boys, pero no creo que los hermanos Bridges, que la protagonizaban, sean los que toquen, aunque no me importaría que Michelle Pffeifer, que también tenía un papel estelar, apareciese en escena. En la cripta hemos estado otras veces. Es un espacio que nos gusta, y uno de los mejor aprovechados de Londres: es cementerio, lugar histórico, bar-restaurante y sala de conciertos; ya solo falta que lo utilicen como galería de arte o como mercadillo de ropa o libros de segunda mano. No obstante, cuando llegamos, nos sentimos decepcionados: está tan lleno que apenas tenemos sitio para sentarnos. El público no ocupa butacas individuales, como en la platea de un teatro, sino las sillas de las mesas del bar. Eso les hace la vida mucho más fácil a los gestores del centro, porque no necesitan transformarlo en sala de espectáculos -no hay que despejar el espacio, ni cambiar unos asientos por otros-, pero limita la asistencia y, sobre todo, lo hace más incómodo. Por si fuera poco, las mesas se comparten. A nosotros nos ha tocado una pareja de alemanes jubilados que, por fortuna, no hacen ruido. Habría sido mucho peor si nos hubiera correspondido un grupo de ingleses bebedores de cerveza que celebraran un cumpleaños o una pareja de adolescentes en trance constante de besuqueo. Nos acomodamos como podemos, y, para flexibilizar el encajonamiento, pedimos sendas copas de un blanco sudafricano que no está nada mal. El espectáculo empieza con demasiada puntualidad: programado a las ocho de la tarde, a las ocho de la tarde cero segundos suena la primera nota. El grupo se compone de cuatro instrumentistas blancos y una solista negra, vestida de negro, que parece tener dos cabezas: su moño es tan grande como su cráneo. Nos anuncia que esta noche rendirán homenaje a los clásicos del jazz de los años 30 y 40; y así es, en efecto: tocarán piezas de Duke Ellington, Charlie Parker, Ella Fitzgerald y Billie Holiday, entre otros. Nos tranquiliza saber que no será jazz contemporáneo. Se evitará así toda posibilidad de que se repita aquel prodigioso incidente que sucedió en España hace algunos años, cuando un asistente a un concierto de jazz denunció a la banda ejecutante porque lo que tocaba no era jazz, y pidió que le devolvieran el dinero. Se generó una gresca considerable y hubo que llamar a la Guardia Civil para que pusiera paz. La pareja de la Benemérita acudió incontinente al local y, al escuchar a los músicos, dictaminó que, en efecto, aquello no era jazz. Ah, no todo está perdido en un país cuyos gendarmes, tricornio calado, son capaces de decidir si un blues es un blues o no lo es. Cuando la solista empieza su actuación, me fijo en su gestualidad delicada y expresiva a la vez. Tiene una voz agradable, que emerge de una boca grande -cuando la abre para entonar un do, parece un túnel-, pero no demasiado potente, aunque, seguramente, la deficiente acústica del local no ayuda a que destaque. Es lógico: este lugar se construyó para gente que era improbable que escuchase nada. El resto del grupo lo componen un teclado, un guitarra, un batería y un bajo. Los baterías suelen ser siempre los más pirados de los conjuntos. Este, en cambo, luce americana y corbata, y lleva el pelo corto y la barba cuidada: parece un profesor de contabilidad pública; hasta le brillan los zapatos. Cuando la solista presenta al bajo, reparo, una vez más, en las incongruencias de la fonética británica: "bajo" es bass, que se pronuncia /beis/; por otra parte, base, que significa "base", también se pronuncia /beis/; vase, en cambio, que quiere decir "jarrón", se pronuncia /bas/. Poco a poco, la actuación se calienta. Los Baker Boys alternan las piezas rápidas y lentas -In my solitude, de Duke Ellington, nos pone la piel de gallina a todos-, y suscitan un agradable estado de excitación entre el público. Dos ancianos se echan a bailar. La organización se las ha apañado para reservar un puñado de metros cuadrados como zona de esparcimiento, y por allí giran como peonzas los dos septuagenarios bailongos: él se parece al príncipe de Edimburgo. Algo me resulta todavía perturbador en que se monte esta juerga en lo que no deja de ser un camposanto. Los cadáveres ya no están en las tumbas: supongo -supongo...- que el lugar ha sido desacralizado, pero sus espíritus, neoclásicos o románticos, deben de estar removiéndose en las sepulturas: vinieron aquí para gozar de paz eterna, y lo que les cae encima es esta parranda etílica, además de, cada día, un torrente de turistas. Procuro abstraerme de estas melancólicas cogitaciones y concentrarme en la música. Pienso entonces que el jazz es el flamenco americano: el son que revela el dolor y la alegría de los más pobres, de los más abandonados. Ese carácter genuino, casi metafísico, aliado con una vitalidad mordiente, lo hacen irresistible. Y se me ocurre también que está todavía por escribir una historia de la influencia del jazz en la poesía moderna. Al menos tres excelentes poetas españoles del siglo XX han reconocido el ascendiente de la música negra americana en su obra: Antonio Gamoneda, Manuel Álvarez Ortega y Basilio Fernández. Y seguro que habrá más. Si tuviera tiempo, yo mismo la escribiría, pero, desde que tengo más tiempo, no tengo tiempo para nada. El calor de la música ha hecho que se aflojaran las rigideces de la territorialidad, y ahora ya nos sentimos más cómodos en el exiguo nicho que ocupamos. Para mayor holgura, los alemanes se marchan en el descanso. No porque les disguste el espectáculo, nos aclaran, como disculpándose, sino porque mañana vuelven a Berlín y se han de levantar pronto. Yo aprovecho la pausa para estirar las piernas y hojear un periódico gratuito abandonado en el vestíbulo. Veo a los miembros de la banda reunirse detrás de una columna y charlar. El batería/contable ocupa el rato mandando mensajes por el móvil y, algo después, le enseña un vídeo musical a uno de sus compañeros: esta gente vive la música sin descanso. Al volver, la cantante nos agradece a todos que sigamos allí (salvo los alemanes) y que escuchemos. Así dice: que escuchemos. Deben de estar hartos de tocar en locales de copas en que los parroquianos solo están preocupados por sorber su scotch o flirtear con la hembra más cercana, y les hacen tanto caso como a un discurso sobre la agricultura en Botswana. Mientras se suceden las canciones, me entretengo examinando al público: hay una musulmana con pañuelo; otra mujer envuelta del cuello a los tobillos por un abrigo de piel de algún animal sin identificar, que parece la zarina de todas las Rusias; y, en fin, un caballero de edad, de cabellera crespa y gris, como Einstein, con un chaleco estampado, que se propina un copazo de tinto tras otro. Está rojo como una gamba: no sé si por la congestión del vino o porque no puede disfrutar más de la actuación. Los Baker Boys terminan a la hora prevista: ni un segundo más tarde. Y no hay bises. Salimos a la plaza de Trafalgar con la esperanza de caminar un rato, pero una lluvia que el viento racheado convierte en una pulverización de cristales en la cara aconseja abreviar la paseata. Saltamos a un 24 en dirección a Pimlico, nuestro antiguo barrio. De allí aún nos faltará coger un 44 hasta casa, pero ya nos sentimos a refugio.
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