Alá no es grande, ni mediano, ni pequeño; no es bueno ni malo; no es justiciero ni misericordioso, clemente ni compasivo: Alá no es nada, porque Alá no existe. Como todos los dioses, es una creación de los hombres para hacer más soportable su vida y, sobre todo, su muerte. Dos musulmanes, sin cerebro ni alma, han asesinado en París, al grito de Allahu Akbar, a doce personas: dibujantes, periodistas, administrativos y policías. Vengaban así, al parecer, las reiteradas ofensas de la publicación en la que trabajaban a su Dios y a Mahoma, su profeta. Islam significa sumisión, y estos energúmenos estaban ciertamente sometidos: a la ceguera de la creencia, a la irracionalidad de lo descabellado, a la violencia de la jerarquía y el credo. Yo creo, por el contrario, en la insumisión, y así he titulado uno de mis últimos poemarios: una insumisión luciferina contra la sinrazón, contra la mentira, contra la ebriedad de los consuelos sobrenaturales, contra las verdades reveladas, contra las verdades únicas. Contra todos estos lastres de lo humano, de su debilidad y su ignorancia, no hay ofensas: hay un deber indeclinable de crítica. La ofensa es el nombre que los fanáticos dan a lo que cuestiona su fanatismo. Todo sistema de creencias -y, sobre todo, aquellos que articulan sociedades, como sucede en la mayoría de los países musulmanes, en muchos de los cuales rige la sharia; otros son teocracias- ha de poderse discutir; toda idea ha de ser susceptible de crítica; en último extremo, de todo hemos de poder reírnos, hasta de la idea de reírnos de todo. A mí me ofenden las prácticas religiosas, tanto del Islam como del Cristianismo, como de cualquier otra doctrina: me ofende su machismo, su homofobia, su subordinación a lo invisible y lo inverificable, su alianza con los corruptos y los autócratas; me ofende su hipocresía, su pederastia, su certeza de tener razón, su convicción en lo inmutable; me ofende que sus practicantes sigan fieles a dogmas, preceptos y ritos que se inventaron pastores palestinos hace 2 000 años o camelleros árabes hace 1 400; me ofende que se crea en un Dios -que se haya creado un Dios- que permite que sus creyentes asesinen, en su nombre, a otros seres humanos. Me ofende casi todo de las religiones, pero he de aguantarme, porque ellas también forman parte de lo humano y porque no puedo negar el derecho de nadie a pensar -es un decir- como quiera. Lo que no estoy dispuesto a hacer es a callarme. Ni un paso atrás en la libertad de expresión. Por eso, ¡viva la blasfemia! Dan ganas de salir a la calle y gritar: "¡No hay Dios! ¡Dios no existe! Abandonad, de una vez por todas, esa creencia perniciosa y estúpida, y asumid la incertidumbre, la fragilidad, la caducidad de nuestra naturaleza: lo que nos hace, de verdad, seres humanos". En la prensa española de los días siguientes al atentado de París, los intelectuales de guardia se han apresurado a restar importancia al factor religioso para explicar el crimen: no ha sido la religión, sino el fanatismo (Francesc de Carreras); no ha sido la religión, sino la política (José Ignacio Torreblanca); no ha sido la religión, sino todo lo demás (Luz Gómez). Pero los asesinos no salieron de la sede del Charlie Hebdo al grito de "¡Abajo el capitalismo!", "¡Muera el judaísmo!" (aunque esto se da por supuesto) o "¡Viva yo!"; salieron gritando: "¡Alá es grande!". Nadie se ha atrevido a decir que, si estos salvajes han sido capaces de liquidar a sangre fría a doce de sus semejantes (como en su momento otros, más bárbaros aún, mataron a 3 000 en las Torres Gemelas), ha sido, en buena parte, porque estaban imbuidos del odio al que conduce la convicción de poseer la verdad eterna, una verdad que solo transmiten las religiones, expertas en dar respuesta a todo cuanto puede conturbar nuestra existencia y, lo que es aún mejor, en garantizar supervivencias extraterrenas, bien sea rodeados de beatitudes angélicas o de huríes con poca ropa. Hay otros factores, sin duda, que contribuyen a la gestación y ejecución de un acto tan sanguinario; y hay muchos creyentes, musulmanes y católicos, que en su vida matarán a una mosca. Pero la religión es un fulminante siempre dispuesto a estallar, porque no atiende a la razón, sino a las tripas, y las tripas sirven para alimentarnos, pero también para expulsar el vómito y la defecación. La religión es, y seguirá siendo siempre, un combustible muy destructivo que puede transformar cualquier conflicto político o social en un debate sobre lo más íntimo de las personas: su razón de estar en el mundo y su esperanza de estar en el siguiente. No: Alá no es grande. Alá no existe.
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