Aprovechando que esta mañana no llueve, salgo a visitar librerías. La primera es una de viejo, Heywood Hill, a la que han distinguido con su fidelidad autores tan relevantes como Nancy Mitford, Edith Sitwell o Gore Vidal. La Mitford, de hecho, trabajó aquí en los años de la Segunda Guerra Mundial, como recuerda una placa azul a la entrada del local. Aunque lo de trabajar acaso sea excesivo: de ella se ha dicho que convirtió la librería en una cocktail party de ocho horas sin necesidad de servir ni una copa. Fue, como tantas inglesas de linaje intelectual, una excéntrica. También en los sentimientos: se enamoró de alguien con el improbable nombre de Hamish Saint Clair-Erskine, aristócrata y homosexual, por el que lloraba en los autobuses; también se habría enamorado de Robert Byron si no hubiera sido un pederasta; y se casó, por fin, con Peter Rod, hijo de un barón, a quien dio su consentimiento después de que pidiera tres manos la misma semana. La familia la acompañaba en rareza: una hermana, con el no menos inverosímil nombre de Unity Valkyrie, fue nazi y amiga de Hitler, y se pegó un tiro en la cabeza cuando Inglaterra declaró la guerra a Alemania, aunque no consiguió matarse; otra, Diana, matrimonió con el líder fascista británico Oswald Mosley; y una tercera, Jessica, fue estalinista. Las reuniones de Navidad debían de ser la bomba. Pese a estos distinguidos y perturbadores antecedentes, la visita a Heywood Hill es decepcionante. La librería es bonita -tiene falsas columnas dóricas, sillones de cuero muy gastado, mesas de madera con tapetes verdes-, pero pequeña y desordenada: los libros no están dispuestos ni por secciones ni por autores, de forma que es endiabladamente difícil localizar lo que a uno le interesa. La poesía está desperdigada en varias baldas distintas, que siempre son las más altas o las más bajas de las estanterías. Lo primero hace que, aunque lleve gafas, no pueda distinguir los títulos de los libros, y lo segundo, que las rodillas me crujan hasta lo insoportable. Compruebo que este es un rasgo común a muchas librerías de viejo, inglesas o españolas: la poesía es, para sus dueños, el género más bajo e inaccesible. Ya decía Borges, con razón, que la disposición de una biblioteca es un ejercicio de crítica literaria. Para más inri, Heywood Hill tampoco tiene nada en otros idiomas. Sopeso comprar el único libro que me ha hecho tilín, tras un vagabundeo desilusionado por las exiguas salas del establecimiento: una recopilación de necrológicas publicadas en un periódico inglés. Escribir buenos obituarios es una tradición acrisolada del periodismo nacional, pero reparo en la rareza -en la excentricidad- de la mayoría de los difuntos: así cualquiera, pienso; lo difícil es escribirlos sobre alguien normal. Además, hoy me he levantado un poco cansado de tantos personajes singulares. Vuelvo a Piccadilly, camino de la siguiente parada en la ruta: Hatchard's. Veo el majestuoso hotel Ritz, en cuya azotea -no sé si llamar con un nombre tan vulgar, "azotea", el techo de un edificio tan imponente- ondea una gigantesca Union Jack: será que consideran el hotel también una institución británica. Entre el Ritz y Hatchard's menudean las arcades, esas galerías comerciales en forma de pasillos. En la primera a la que me asomo, Burlington, se apiñan tiendas carísimas de joyas, relojes, zapatos y ropa. Aquí no hay churrerías ni bares, como en España: aquí se viene a gastar. Mucho. Uno de los locales vende Rolex antiguos. Están de rebajas: lo que cuesta normalmente 19.000 libras, ahora solo vale 16.000: una ganga. A la entrada y la salida del pasaje montan guardia sendos personajes que no sé si son seguratas o palafreneros: llevan sombrero de copa y una capa que les cubre, vampíricamente, todo el cuerpo. Quizá escondan una porra debajo de los ropajes, pero, tal como van vestidos, a mí ya me intimidan bastante. En el interior, un limpiabotas le limpia, no: le bruñe los zapatos a un señor muy atusado. Pero no hay en este limpia nada de la mugre salerosa de los lustradores españoles: con cepillos dorados, gamuzas de algodón egipcio, espátulas complejas como fórceps y un amplio séquito de instrumentos que se dirían diseñados por la NASA esparcidos a su alrededor, este limpiabotas parece el comandante del Titanic. Un poco más allá de Burlington está la Piccadilly Arcade, mucho más pequeña, pero, a mi juicio, más bonita: es una recóndita columnata, entre cuyas pilastras se disponen las tiendas. El primer establecimiento, que asoma a la calle, es Santa Maria Nobella, una perfumería y tienda de cosmética fundada en 1612. Tras el último se alza una estatua en bronce, de tamaño natural, de Beau Brummel, el árbitro de la elegancia, otro dandi que tuvo que exiliarse y acabar sus días en Francia, como Oscar Wilde, pero no, como este, por la disipación de sus costumbres, sino por deudas: quien había frecuentado a los mejores sastres de Saville Row y sido amigo del rey Jorge IV, dejó de vestirse, bañarse y afeitarse, y murió solo y enloquecido por la sífilis en un inmundo asilo de Caen. En Piccadilly otra vez, muy cerca ya de Hatchard's, me acerco a echar un vistazo al Albany, uno de los edificios de más solera literaria de todo Londres. La nómina de autores que ha vivido aquí es impresionante: Oscar Wilde, Aldous Huxley, Evelyn Waugh y Graham Greene, entre muchos otros. Greene, uno de mis novelistas preferidos, fumaba opio en su piso, en un intento por recrear los fumaderos que había conocido en Vietnam: le gustaba sentir la paz que proporciona la adormidera tan cerca del bullicio infernal de Piccadilly. ¿Por qué elegirían este lugar?, me pregunto. El edificio no parece gran cosa: la fachada es de ladrillo marrón, británicamente anodina -cubierta hoy, además, por un andamio de obras- y encajonada en una alley breve y sin interés. Llego por fin a Hatchard's, donde compruebo algo que ya he visto en otras librerías de calidad: los libros se publicitan en el escaparate con notas escritas a mano. No creo que a nadie en España se le haya ocurrido nunca algo así: presentar los libros con notas manuscritas. Hatchard's es la librería más antigua del Reino Unido: John Hatchard la inauguró en 1797. A la entrada se conserva un retrato del fundador con una cita de su diario, correspondiente al 30 de junio de ese año, donde se lee: "Hoy, por la gracia de Dios, la buena voluntad de mis amigos y cinco libras en el bolsillo, he abierto la librería en Piccadilly". 218 años después, su negocio sigue expendiendo libros, aunque ahora pertenece al grupo Waterstones. Aquí han comprado Byron, Wilde, Bernard Shaw y Somerset Maugham, y aun hoy es muy posible tropezar en sus amplísimas dependencias con diputados y escritores que vienen a surtirse de literatura y también de libros de viejo. Paseo largo rato por ella, sintiendo la mullida moqueta bajo los pies y el asombro de tantos libros, impresos siempre con la pulcritud y, a la vez, la riqueza tipográfica de los ingleses, que son, en las portadas de los libros, mucho menos envarados que como personas: ahí demuestran una viveza y originalidad que desmiente su descorazonador retraimiento emocional. No obstante, muy pocos de estos volúmenes, como casi siempre, atienden a lo español: veo la típica sección sobre la Guerra Civil -los españoles tenemos aquí una fama histórica horrenda: nuestros hitos son la Inquisición, la Armada Invencible, Trafalgar y la Guerra Civil- y, en el rincón de las lenguas extranjeras, algunos títulos de Lorca (el conocimiento de la poesía española en Inglaterra no ha pasado de los años 30), Borges, Neruda, García Márquez y, esto ya me intriga un poco más, Juan Rulfo. Me alegra ver una traducción de la extraordinaria La forja de un rebelde, de Arturo Barea, aunque no me sorprende demasiado: Barea se exilió en Inglaterra en 1939, adquirió la nacionalidad británica y murió aquí, dieciocho años después. También constato, con pesadumbre, la presencia de Carlos Ruiz Zafón. La tercera etapa de mi itinerario libresco de hoy, a poca distancia de Hatchard's, es Sotheran's, la librería anticuaria más antigua del mundo, fundada en 1761. En general, me gustan poco las librerías anticuarias: los precios son desorbitados y los libros han dejado de ser literatura para convertirse solo en libros. No obstante, el lugar merece una visita. Me llama la atención la curiosa mezlca de orden -las estanterías, de madera, están pulcramente ordenadas e identificadas- y caos: hay cajas y pilas de libros por todas partes. Los dependientes, cuyas mesas están desperdigadas por todo el local, parecen traductores de sánscrito: todos pegados a sus ordenadores, y casi todos con corbata, tirantes y pelo blanco. Además, por lo que puedo comprobar, ninguno huele mal, a diferencia de sus colegas españoles. En la planta inferior hay una amplia colección de grabados. A los ingleses los que más les gustan son los de pájaros y los de paisajes, con preferencia por los que tienen castillos, pero yo prefiero algo más moderno: ilustraciones de las vanguardias, carteles de exposiciones de arte contemporáneo, ejemplos de art déco. Las historias de este lugar son inacabables. Algunas me gustan: por ejemplo, la librería perteneció algún tiempo al poeta Siegfried Sassoon, que se hizo con ella después de que al propietario anterior lo atropellara un autobús. Otras no tanto: aquí compraban libros Bob Hope y Margaret Thatcher, y creo percibir el espíritu siniestro de ambos rondando aún los estantes. Llevo bastante rato caminando y estoy cansado. Además, ha empezado a llover. Decido poner en práctica aquel viejo y sabio consejo de que "con pan las penas son menos" y me meto en un restaurante argentino al lado de Sotheran's, cuyas lunas exhiben toros parecidos al de Osborne: no sé si eso me tranquiliza o me incomoda. Tras zamparme un menú compuesto por una empanadilla de queso, una hamburguesa y dos cervezas, caigo en la cuenta de que yo he sido el único cliente del local: no había nadie cuando he llegado, y tampoco ha entrado nadie durante la hora larga que me he tomado para comer. A mí no me disgustan los lugares con pocos clientes: aprecio mucho la tranquilidad y un servicio más entregado. Pero un sitio desierto como este me hace dudar: ¿será que los bifes son de gato? Me dirijo, por fin, a mi último destino, que no es la muerte, de momento, sino la Biblioteca de Londres. Pese a su nombre, es privada. Se encuentra en la plaza de Saint James, un elegantísimo espacio presidido por una estatua ecuestre del rey Guillermo III y circundado por un extraña serie de esculturas humanoides. Para llegar, hay que pasar por delante de Chatam House, donde han vivido tres primeros ministros: William Pitt, el conde de Derby y William Gladstone. Thomas Carlyle, descontento con el sistema de préstamo de la biblioteca del Museo Británico, fundó la de Londres en 1841, y un busto suyo, de mármol blanquísimo, engalana la escalera principal del recinto. T. S. Eliot la presidió muchos años. Con alguna hipérbole, sostuvo que "la desaparición de la Biblioteca de Londres sería un desastre para la civilización". Al indicar en la recepción que quizá me interesaría hacerme socio -aunque las cuotas escuecen: 40 libras al mes, casi 50 euros-, una señorita muy amable me enseña las instalaciones. El 95% de los fondos de la Biblioteca son de libre acceso, y se disponen en unos espacios estrechos y enrejados que me recuerdan mucho a los de la biblioteca de la Universidad de Barcelona. Hay varias salas de trabajo, entre las que destaca el salón principal de lectura, que parece más un club londinense que a una biblioteca: sillones de orejas, lámparas que irradian una luz dorada, vistas a Saint James's, silencio. Aunque el resto de las habitaciones estaban bastante concurridas, esta está casi vacía: solo vemos a un cura y a un caballero que lee el periódico con mucho esmero. Me pregunto si también servirán whiskies. Al salir de la Biblioteca, llueve y hace sol. No he comprado ningún libro en toda la mañana, pero me siento empapado de letra impresa. Como siempre, por otra parte.
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