Mi buen amigo Álex Chico me ha comunicado hoy la triste noticia de la muerte del poeta argentino Arnaldo Calveyra: un infarto ha acabado con su vida, a los 85 años. Arnaldo ha sido uno de los mejores poetas en español de la segunda mitad del siglo XX y de lo que llevamos de este, aunque, vergonzantemente, fuese muy poco conocido en España. Hace algunos años, admirador ya de su obra, quise visitarlo en París, y él me abrió, con amabilidad propia de otros tiempos, las puertas de su casa. Fruto de esa visita es un largo pasaje de uno de los poemas de Bajo la piel, los días, que reproduzco a continuación en homenaje a su memoria:
"...Visitamos también a Arnaldo Calveyra, a quien yo había descubierto con El hombre del Luxemburgo, y conocido en Barcelona, por mediación de José Ángel. [Nunca había estado en el parque de Luxemburgo, al que diversos avatares me unían en silencio: la traducción de Un sueño en el parque de Luxemburgo, de Richard Aldington (en el que cita las incómodas sillas de hierro bajo los árboles, y ahí siguen las incómodas sillas de hierro bajo los árboles. No pude, sin embargo, identificar el surtidor descrito en el libro: «A lo lejos distinguía el ondulante chorro de la fuente/ alzándose y cayendo sin cesar en parábolas de espuma,/ como la trayectoria de un cometa solidificada en agua trémula»; supongo que sólo funciona en verano), y la de Libro de amigo y amado, de Ramon Llull, que residió durante algún tiempo en el convento de Vauvert, situado en el emplazamiento actual del parque, donde puede que escribiera tramos del Llibre d’Evast i Blaquerna, del que forman parte sus aforismos místicos. En el Luxemburgo apenas hay pájaros: sólo algún tordo se atreve a indagar en las ramas interiores de los castaños, y unos pocos gorriones ateridos botan en el suelo como pelotas desquiciadas. Una piel mate, movediza, recubre la hojarasca, los grumos de hierba, el espejo de estaño del estanque hexagonal. Es la luz que huye, pero que se enreda todavía en las cosas, y deja en sus vértices jirones cenicientos. En la calle de acceso se suceden las librerías de lance, junto a puestos de fruta, frente a los que algunos ecuatorianos tocan raros tambores indígenas. (Me ha sorprendido comprobar que en Shakespeare & Co., frente a Nôtre Dame, el dependiente no habla francés; los bouquinistes que se alinean delante de la librería envuelven sus volúmenes en plástico, para que no los devore la humedad). Rozamos las estatuas, con tocas medievales, con pámpanos, y las lustramos con nuestro vaho. Hay leones, a cuyo lomo se encarama Álvaro. Alrededor del palacio senatorial —antaño hotel en el que zascandileaba Proust— se afana la policía, abrigada por barbours fluorescentes. Nos detenemos en Delacroix, al que corona la gloria, vencedora del tiempo. La piel del parque, aceitunada, estremecida, se solapa a nuestra piel y anuncia el desorden inminente del ocaso. Cruza el cielo una escasa paloma. Pasa una jogger, en pantalones sobrecogedoramente cortos. Nada se mueve en el parque, salvo sus visitantes: hiberna; su metabolismo se ha ralentizado hasta casi la expiración. No hay viento que arremoline las hojas, que crujen con atonía, como animales laxos; no hay insectos que ausculten los ojos o que busquen el cobijo de las narinas; no brincan las ardillas; nadie lee un periódico en un banco. Ni siquiera el agua fluye: alienta, pudorosa, bajo un rictus de hielo; la fuente de Médicis está callada; los álamos, embebidos en su rectitud]. Calveyra nos atiende con gentileza. Es tan delicado que parece que vaya a romperse, pero el abrazo que me da desmiente su fragilidad. Vive en un apartamento tenuemente laberíntico, de techos lejanos y libros lluviosos, que se diría extraído de Rayuela. [A diferencia de muchos septuagenarios, Arnaldo tiene una memoria formidable: recuerda con detalle —y así me lo hace notar cuando amago con contarle de nuevo la historia— cómo había conocido yo a Cortázar: en las salas vacías del Museo de Arte Románico de Cataluña, un domingo de finales de los setenta. Julio era alto como un tuareg, leñoso, luminoso, y paseaba por las salas vacías acompañado por una hermosa mujer. Yo le di la mano, arrebatado por una osadía adolescente, para felicitarlo por sus libros, aunque no los hubiera leído, y él me la envolvió con la suya, divertido por mi ingenuidad]. Prefiere recibirnos en casa, porque, nos confiesa, desde que sufriera un amago de infarto, le espanta el frío. Tomamos pastas y té, que nos sirve Monique, su mujer, una argelina de ascendencia ibicenca. Calveyra ha escrito sobre el Luxemburgo: «manantial de eternidad inventada, por poco una penumbra ofertada al cielo más vasto del jardín/ manantial fabricado, instante en círculo, asciende su forma, asciende y recae, en eso el agua, borrador, derrama, manera tan suya de mencionar los jardines del sur incansablemente bellos» [sí, debe de funcionar sólo en verano]. Nos cuenta que todos los poetas argentinos están peleados, pero que con él, de momento, no se meten: «Soy de otra generación», puntualiza, «y además no vivo allí». Vejez y lejanía: escudos contra la denigración...".
"...Visitamos también a Arnaldo Calveyra, a quien yo había descubierto con El hombre del Luxemburgo, y conocido en Barcelona, por mediación de José Ángel. [Nunca había estado en el parque de Luxemburgo, al que diversos avatares me unían en silencio: la traducción de Un sueño en el parque de Luxemburgo, de Richard Aldington (en el que cita las incómodas sillas de hierro bajo los árboles, y ahí siguen las incómodas sillas de hierro bajo los árboles. No pude, sin embargo, identificar el surtidor descrito en el libro: «A lo lejos distinguía el ondulante chorro de la fuente/ alzándose y cayendo sin cesar en parábolas de espuma,/ como la trayectoria de un cometa solidificada en agua trémula»; supongo que sólo funciona en verano), y la de Libro de amigo y amado, de Ramon Llull, que residió durante algún tiempo en el convento de Vauvert, situado en el emplazamiento actual del parque, donde puede que escribiera tramos del Llibre d’Evast i Blaquerna, del que forman parte sus aforismos místicos. En el Luxemburgo apenas hay pájaros: sólo algún tordo se atreve a indagar en las ramas interiores de los castaños, y unos pocos gorriones ateridos botan en el suelo como pelotas desquiciadas. Una piel mate, movediza, recubre la hojarasca, los grumos de hierba, el espejo de estaño del estanque hexagonal. Es la luz que huye, pero que se enreda todavía en las cosas, y deja en sus vértices jirones cenicientos. En la calle de acceso se suceden las librerías de lance, junto a puestos de fruta, frente a los que algunos ecuatorianos tocan raros tambores indígenas. (Me ha sorprendido comprobar que en Shakespeare & Co., frente a Nôtre Dame, el dependiente no habla francés; los bouquinistes que se alinean delante de la librería envuelven sus volúmenes en plástico, para que no los devore la humedad). Rozamos las estatuas, con tocas medievales, con pámpanos, y las lustramos con nuestro vaho. Hay leones, a cuyo lomo se encarama Álvaro. Alrededor del palacio senatorial —antaño hotel en el que zascandileaba Proust— se afana la policía, abrigada por barbours fluorescentes. Nos detenemos en Delacroix, al que corona la gloria, vencedora del tiempo. La piel del parque, aceitunada, estremecida, se solapa a nuestra piel y anuncia el desorden inminente del ocaso. Cruza el cielo una escasa paloma. Pasa una jogger, en pantalones sobrecogedoramente cortos. Nada se mueve en el parque, salvo sus visitantes: hiberna; su metabolismo se ha ralentizado hasta casi la expiración. No hay viento que arremoline las hojas, que crujen con atonía, como animales laxos; no hay insectos que ausculten los ojos o que busquen el cobijo de las narinas; no brincan las ardillas; nadie lee un periódico en un banco. Ni siquiera el agua fluye: alienta, pudorosa, bajo un rictus de hielo; la fuente de Médicis está callada; los álamos, embebidos en su rectitud]. Calveyra nos atiende con gentileza. Es tan delicado que parece que vaya a romperse, pero el abrazo que me da desmiente su fragilidad. Vive en un apartamento tenuemente laberíntico, de techos lejanos y libros lluviosos, que se diría extraído de Rayuela. [A diferencia de muchos septuagenarios, Arnaldo tiene una memoria formidable: recuerda con detalle —y así me lo hace notar cuando amago con contarle de nuevo la historia— cómo había conocido yo a Cortázar: en las salas vacías del Museo de Arte Románico de Cataluña, un domingo de finales de los setenta. Julio era alto como un tuareg, leñoso, luminoso, y paseaba por las salas vacías acompañado por una hermosa mujer. Yo le di la mano, arrebatado por una osadía adolescente, para felicitarlo por sus libros, aunque no los hubiera leído, y él me la envolvió con la suya, divertido por mi ingenuidad]. Prefiere recibirnos en casa, porque, nos confiesa, desde que sufriera un amago de infarto, le espanta el frío. Tomamos pastas y té, que nos sirve Monique, su mujer, una argelina de ascendencia ibicenca. Calveyra ha escrito sobre el Luxemburgo: «manantial de eternidad inventada, por poco una penumbra ofertada al cielo más vasto del jardín/ manantial fabricado, instante en círculo, asciende su forma, asciende y recae, en eso el agua, borrador, derrama, manera tan suya de mencionar los jardines del sur incansablemente bellos» [sí, debe de funcionar sólo en verano]. Nos cuenta que todos los poetas argentinos están peleados, pero que con él, de momento, no se meten: «Soy de otra generación», puntualiza, «y además no vivo allí». Vejez y lejanía: escudos contra la denigración...".
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