Eso es el palacio de Kensington: el lugar donde se crio la reina más longeva de la historia del Reino Unido -aunque Isabel II está ya a punto de superarla- y donde vivió una de las princesas más fugaces, pero más queridas, de esa misma historia: lady Diana Frances Spencer, primera esposa del príncipe Carlos de Gales. Kensington es, en realidad, un gran caserón, ampliado varias veces. Se construyó en 1605 y lo adquirieron, en 1689, el rey Guillermo III y su esposa, la reina María II, que querían establecer la corte lejos del palacio de Whitehall, donde entonces residían los monarcas: las nieblas, inundaciones y pestilencias del Támesis no le sentaban bien al asmático Guillermo. Fue residencia de los soberanos ingleses hasta bien entrado el siglo XVIII y, desde que estos trasladaron sus reales, y nunca mejor dicho, al palacio de Buckingham, quedó como alojamiento de la familia real: aquí vivió lady Di, y aquí viven hoy, en dependencias estrictamente prohibidas al público, los duques de Cambridge, el príncipe Harry, los duques de Gloucester, los duques de Kent y otros miembros de esa empresa cinematográfica, y muy productiva, que es la monarquía británica. Al palacio, situado en el extremo occidental de Hyde Park, se accede por un breve pero despejado paseo con arriates, un estanque y una estatua en mármol de la reina Victoria, cuyas facciones ha desgastado el tiempo, pero aún airosa y, sobre todo, muy blanca, lo que no deja de ser curioso en alguien que, desde su temprana viudez, solo vestía de negro. La estatua habla: tiene adosado un dispositivo que permite escuchar un parlamento de la reina en el móvil. Así comprobaremos que son muchas de las habitaciones del edificio: digitalizadas e interactivas. No sé si me gusta: encontrar leyendas escritas en las alfombras, o sombras de cortesanos que bailan proyectadas en las paredes, o pantallas táctiles en las que buscar datos sobre el recinto, me parece una alteración fastidiosa de la sobria belleza del lugar: una violación innecesaria. Aunque debo reconocer que algunas informaciones, redactadas con cierta frivolidad y el celebrado humor inglés, resultan divertidas. En una cartela de la Cupola Room, por ejemplo, se hace constar que "en un baile en 1729, la hermosa princesa Amelia, de 18 años, bailó con el maduro y algo entrado en carnes duque de Grafton, alimentando rumores de que había intentado seducirla". Las concesiones al turismo resultan especialmente chirriantes en un lugar como este, porque, a diferencia de casi todos los edificios regios, el palacio de Kensington es austero, de fastos comedidos e insólita templanza. No obstante, los techos pintados que advertimos en muchas salas, y los tapices que las decoran, son espléndidos. Sus primeros habitantes no tuvieron mucha suerte aquí: en pocos años, María II murió de viruela y Guillermo III, de una neumonía que contrajo a resultas de una caída del caballo que le afectó el cuello. Como fallecieron sin descendencia, la corona pasó a Ana, hermana de María, a la que no se le podía reprochar desinterés por el sexo, pero cuyo historial médico no era tampoco tranquilizador: tuvo 18 embarazos y 19 hijos, de los que solo sobrevivió uno, Guillermo Enrique, aunque tampoco demasiado, porque el muchacho no llegó a la pubertad. Ella misma falleció en 1714, a los pocos años de haber accedido al trono, y con 49 de edad, de un ataque de gota. Antes de morir, estaba tan gorda que la sacaban a pasear en una silla de manos, y, ya difunta, la tuvieron que enterrar en Westminster en un ataúd dos veces más grande de lo normal. La extinción definitiva de la casa de los Estuardo permitió ceñirse la corona británica a la dinastía alemana de los Hannover, cuyo primer titular fue el rey Jorge I, aunque los que dieron más esplendor al palacio de Kensington fueron su sucesor, Jorge II, y su consorte Carolina: la mundanidad y el gusto por los eventos sociales de los monarcas germanos hizo que el palacio se enriqueciera con pinturas, esculturas, cerámicas chinas y un sinfín de lujos, además de albergar bailes fastuosos e infinidad de conciertos. Kensington conserva todavía una sala de juegos, en la que se reproducen los entretenimientos de mesa que ocupaban las muchas horas de asueto de los reyes y sus cortesanos. También se conservan, en otra ala, los juguetes de la reina Victoria niña. Aquí nació y aquí vivió, hasta que fue proclamada reina, en 1837. Me llama la atención que, en las informaciones que se dan sobre su vida, se subraye algo que dijo la ya reina sobre su infancia: "Me criaron con mucha sencillez. No tuve cuarto propio hasta que hube crecido: dormí en la habitación de mi madre hasta acceder al trono". Esta necesidad de equipararse en sencillez a quienes no gozan de los innumerables privilegios de la condición real, es propia de la modernidad, y Victoria, con esa afirmación, demostró ser una reina moderna, quizá la primera de la historia del país. Antes, todos los reyes daban por supuesto que lo eran por la gracia de Dios, y que eso justificaba una vida distinta y, naturalmente, mucho mejor, porque para eso eran los elegidos por la divinidad y las cabezas visibles de los imperios: no sentían la necesidad de justificarse. Hoy, cualquier testa coronada se preocupa por subrayar que tanto él como sus hijos son "como cualquier otra persona", "como los demás", y que no gozan de privilegio alguno: hacen estudios normales, se casan con plebeyos, trabajan como todo el mundo. Lo que no dicen es que su vida está resuelta, con grandes estándares de calidad, desde el primer minuto hasta el último, hagan prácticamente lo que hagan, y aunque no hagan nada. En la vida de la reina Victoria siempre me ha interesado sobremanera su relación de amor con el príncipe Alberto, otro alemán. Cuando lo conoció, lo encontró "extremadamente guapo, alto y fuerte": le gustó, sobre todo, su nariz, tan rotunda como proporcionada. Lo que no podía saber entonces, pero que sin duda le encantó averiguar después, es que el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha tenía, en correspondencia con su nariz, una virilidad desmesurada, que le proporcionó grandes placeres y nueve hijos. El hombre se la tuvo que anillar en 1844 para sujetársela al muslo y que no destacara indecorosamente en las reuniones públicas, donde la moda masculina imponía pantalones ceñidos: de ahí el nombre del piercing genital masculino, el "príncipe Alberto". Al menos, eso reza la leyenda. Pero Alberto no solo estaba bien dotado de instrumentos sexuales: también de ideas liberales e interés por las ciencias aplicadas. Una sala del palacio está dedicada a la Gran Exposición de 1851, para la que se construyó el palacio de Cristal de Hyde Park, al que Walt Whitman canta en Hojas de hierba, pero hoy desaparecido. Esa Exposición fue idea de Alberto, y fruto de su patrocinio y tenacidad. Su muerte fue para Victoria, huelga decirlo, una tragedia indescriptible. La reina se echó encima el luto y ya no se lo quitó hasta su propia muerte. Solo con los años lo aligeró con un velo blanco, que es como aparece en sus últimas fotografías. Tampoco volvió a conocer varón, aunque las malas lenguas dijeran que John Brown, su peculiar sirviente escocés, hacía algo más que sacarla a pasear en caballo. Su adoración por Alberto pervivió siempre -prohibió que se tocaran sus habitaciones y sus objetos: ni siquiera quiso que se movieran los leños de la chimenea- y el rigor con el que mantuvo el duelo fue draconiano: en una ocasión devolvió los documentos que le habían dado a firmar, porque los ribetes negros que los rodeaban no eran del grosor adecuado. Otra de las cuatro partes en que está dividido el palacio de Kensington es un museo de la moda: reúne los modelos más destacados que han vestido las reinas, princesas y, en general, mujeres de la familia real en la segunda mitad del siglo XX. Esta es la parte que menos me interesa, y no debo de ser el único varón al que le pasa: en las salas hay casi solamente mujeres. Que se luzcan los modelos de Balenciaga, Dior, Lagerfeld y tantos otros como antiguamente se exhibían los símbolos de poder de la monarquía -cetros, orbes, coronas- no deja de ser el reconocimiento de que la institución se ha convertido en una lujosa frivolidad: en una imagen. Reconozco que los sombreritos de las Windsor siguen cautivándome por su tamaño y su excentricidad, pero no consigo que una sucesión de ellos, junto a un guardarropía de escotes con lentejuelas y solapas abombadas, capte mi atención. Salimos, por fin. Vemos, en el vestíbulo central de la primera planta, una gran fotografía de lady Di, sonriente, no lejos de otra de la tatarabuela de su esposo, la reina Victoria, circunspecta. Aquí residió Diana durante sus años de matrimonio con Carlos, y aquí acudieron los londinenses para rendirle homenaje a su muerte: las golden gates, a un lado del palacio, se inundaron de flores en su memoria. Estas manifestaciones de fervor popular -sobre todo, por alguien que era lo más parecido a una acelga hervida, aunque con buenas piernas- siempre me han parecido desproporcionadas y un poco absurdas. Pero los ingleses son muy dados a llenarlo todo de flores. Cuando enfilamos el metro, volvemos a pasar al lado de la estatua parlante de Victoria. En ese momento, dos gansos se cruzan perezosamente con ella y con nosotros: se atufan las plumas, menean el culo y se pierden en la hierba, camino del estanque reparador.
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