Eso ha dicho el Papa a raíz de los atentados contra Charlie Hebdo en París: "Si alguien dice una grosería contra mi madre, le espera un puñetazo". El papa bueno, el epónimo y heredero de San Francisco de Asís, la reencarnación de Juan XXIII, el rostro amable de la Cosa Nostra vaticana, se ha quitado la careta y ha justificado, así, los crímenes yihadistas, aunque haya antes abominado, formulariamente, de quienes matan en nombre de Dios (una actividad en la que la Iglesia es experta: sus creyentes se han pasado siglos liquidando a sus semejantes en nombre de Cristo). En realidad, es lógico: por suaves que sean las formas, nadie que sea Papa puede opinar de otro modo. Pero a veces las formas nos confunden. Tampoco cabía otra opinión en quien comparte el monoteísmo de los criminales y su enajenación última: la enajenación de la razón y la exaltación de la fe, culpable de las mayores atrocidades. La cabeza de los católicos del mundo hace la misma operación dialéctica que suelen practicar quienes comparten su punto de vista: identifica a la Iglesia con la madre, e impide así cualquier alusión o reproche. Pero es una maniobra tan grosera como falaz: la Iglesia, o el Islam, no son madres, porque no son personas. La Iglesia, el Islam y todas las religiones establecidas son conjuntos de creencias, inspiradas en libros o cuerpos dogmáticos, a las que las personas otorgan su adhesión (por lo general, acríticamente: los creyentes de cualquier confesión lo son porque sus padres se la han inculcado de niños). La ferocidad de esta adhesión -que en algunos casos, como hemos visto en París, y antes en Nueva York, Londres o Madrid, es asesina- no modifica la naturaleza de esas creencias: no las hace personas. Y son las personas las que tienen derecho al honor, a no ser calumniadas, a no ser insultadas, porque solo ellas están revestidas de dignidad humana. Los conjuntos doctrinales no son titulares de derechos ni obligaciones: son solo conjuntos doctrinales, que vinculan a quienes los suscriben, pero que no generan obligación alguna para quienes los desdeñan, ni siquiera la obligación de respeto, que queda al albur de la noción de urbanidad que cada cual abrigue. Los sistemas de creencias, de cualquier naturaleza, y, en particular, aquellos que configuran relaciones de poder, esto es, que estructuran sociedades (o que determinan las relaciones interpersonales en otras donde no son mayoritarias, como, por ejemplo, cuando me veo obligado a hablar con alguien sin verle la cara, porque su religión prescribe que ha de ir tapado de la cabeza a los pies), no solo pueden ser criticados, sino que deben ser criticados: no hay lucha contra la injusticia que no haya pasado por la oposición a un sistema de creencias consolidado que, en muchos casos, sostenía lo que ahora esgrimen el Papa y sus homólogos islámicos: que no se puede ofender a lo que tan importante es para tantos. La alegación de la ofensa es la gran coartada de los irracionales para que nadie ponga en tela de juicio su irracionalidad: "eso que dices", afirman, indignados, "me hiere. No lo digas, pues". Pero lo mismo podría alegar cualquiera que sostuviese que la Tierra es plana, o que Elvis Presley vive en una isla del Pacífico, o que el dios Osiris rige nuestros destinos, o que ETA causó la matanza del 11-M. La ofensa no puede ser la vara de medir del debate público, porque su estricta subjetividad impide el diálogo -y solo el diálogo impide que dirimamos nuestras diferencias a garrotazos- y porque las ideas, las meras ideas, no pueden suscitar ofensas, que son sentimientos. Tras los atentados de París, la gran mayoría del mundo musulmán, tras reprobar oficialmente los atentados, se ha manifestado en contra de los insultos de Charlie Hebdo al Islam, expresados en forma de viñetas que representaban, crítica o jocosamente, a Dios y al profeta Mahoma. Esta vez, por fortuna, la reacción no ha sido equiparable a la que se produjo cuando, hace varios años, otra revista satírica, danesa, también dibujó al profeta. Entonces los hijos de Alá, para demostrar que los musulmanes no eran violentos, como sostenía la revista, mataron a cien personas, hirieron a quinientas, y quemaron varias iglesias y embajadas. Ahora la respuesta ha sido más templada, aunque no han faltado las manifestaciones agresivas contra Occidente, los judíos, la prensa, la libertad de expresión y la muerte de Manolete. Aunque en los países cristianos todavía se dan agresiones contra películas u obras de teatro antirreligiosas, son muy minoritarias, y hay que reconocer que la Cristiandad ha evolucionado más que el mahometanismo: mientras ella ha superado, aunque muy contra su voluntad, un Siglo de las Luces -que, como argumentaba hace poco José Luis Pardo en El País, ha cancelado la obligación de pertenecer a comunidades obligatorias de creencias-, el Islam sigue en el siglo VIII: es una ideología medieval en un tiempo cibernético. El cedazo de la Ilustración no ha corregido su asilvestramiento, ni modernizado su rusticidad doctrinal, deudora de una cultura del desierto y un espíritu guerrero. Si a sus fieles se les quitan los objetos de la modernidad -gafas, móviles, Kaláshnikovs-, parecen talmente, en ideas y apariencia, compañeros de Mahoma. Así pues, y desmintiendo la idea bienintencionada, esgrimida por muchos intelectuales occidentales, de que la religión no había sido determinante en los atentados de París -cuyas causas había que buscarlas en la política internacional, o en el racismo, o en la pobreza de los barrios marginales de las ciudades europeas-, muchos de sus pares islámicos y de los manifestantes en las calles de Teherán, Cairo o Jartum, han alegado lo mismo que ha sostenido el Papa: que dibujar al profeta constituye una ofensa máxima, y que lo rechazan con toda energía, aunque, por suerte, no con tanta como la demostrada por los hermanos asesinos o por aquel otro valiente que entró poco después en un supermercado kosher y mató a cuatro indefensos ciudadanos; es decir, lo que sustenta la actuación de Al Qaeda contra Charlie Hebdo es un precepto religioso: no está permitido representar a Dios ni a Mahoma, una prohibición que a mí se me antoja absurda, y cuya vinculación con el amor a Dios que puedan sentir esas gentes no encuentro por ningún lado, pero que para ellos es más relevante que la vida de dieciséis personas. En su intento de justificación de esa postura -no me atrevo a llamarla idea-, los islamistas han esgrimido también otro argumento muy socorrido: el carácter selectivo, es decir, hipócrita, de la libertad de expresión en Occidente. Si en muchos países europeos se prohíbe la negación pública del Holocausto, e incluso se castiga con penas de cárcel a quienes la sostengan, ¿por qué no se prohíbe la representación de las figuras sagradas del Islam, o cualquier otro de sus preceptos, que tan importantes son para millones de personas? La respuesta es sencilla. En realidad, son dos: por una parte, el Holocausto es un hecho histórico, objetivo, documentado y verificable; la prohibición de la representación antropomórfica de los seres divinos, en cambio, es una disposición doctrinal, establecida en textos propios de culturas particulares o mediante interpretaciones asimismo particulares que no se fundamentan en sucesos constatables. Por otra, y más importante, el Holocausto supuso la deportación, la tortura y la muerte de millones de personas, es decir, generó un sufrimiento mensurable, de naturaleza física y moral, en seres concretos, y en sus allegados y descendientes, mientras que dibujar a Alá o a Mahoma solo supone una perturbación emocional en quienes han abrazado una fe para la que dibujar a Alá o a Mahoma es un pecado. Es justo evitar que se siga infligiendo sufrimiento a los que padecieron la barbarie nazi, o a sus descendientes, mediante la negación de que ese sufrimiento haya existido: decir a alguien cuyo abuelo fue gaseado en Auschwitz que el gaseamiento de los judíos es una falsedad inventada por el sionismo internacional, reproduce la crueldad del asesinato. Pero no es injusto permitir que quien crea que Alá o su profeta inspiran actos injustificables de terrorismo, como parece ser el caso, lo exponga públicamente. Tanto el Papa como los capitostes del Islam sostienen que la libertad de expresión debe tener límites. Pero es que ya los tiene, y nadie, que yo sepa, aboga por lo contrario; lo que pasa es que esos límites no coinciden con los que a ellos les gustaría que se implantaran. La libertad de expresión no ampara a quien grita "¡fuego!" en un cine lleno de público, sin que haya fuego; o a quien llama públicamente a asesinar a los judíos (o a los musulmanes); o a quien denuncia que alguien ha matado con una motosierra a otro, sin ser verdad; o a quien califica de "hijo de puta" a otra persona. En los dos primeros casos, lo expresado puede herir o causar la muerte de individuos concretos; en los dos últimos, se daña su reputación o su honor, algo que puede tener graves consecuencias en su hacienda, su vida familiar o su consideración social, esto es, algo que puede perjudicar irreparablemente su estar en el mundo, su existencia y su bienestar. En todos los supuestos, hablamos de quebrantos físicos, materiales o morales de personas con nombres y apellidos, no de vejaciones a una idea establecida en un texto sagrado o en los dictados de los clérigos, que no afectan a las condiciones de vida de quienes la comparten. En cualquier caso, esas agresiones, si se producen, habrán de ventilarse en los tribunales, donde sus presuntos ejecutores y sus víctimas deberán exponer los argumentos que los asisten y solicitar que un juez los apruebe. Tomarse la justicia por la propia mano no es tolerable en una sociedad civilizada. Y menos cuando el supuesto insulto ha sido la crítica de un mandamiento tan estúpido como suelen abundar en todas las religiones.
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