A Hertford House, el espléndido edificio de finales del siglo XVIII que alberga la colección Wallace, se llega por la no menos atractiva Manchester Square, una de las muchas plazas georgianas que esponjan los barrios nobles de Londres. Pero los contradicciones de una gran ciudad están por todas partes: poco antes de entrar en la casa, un mendigo me pide dinero para una taza de té. En España lo habría hecho para un bocadillo de chopped. No parece un mendigo: solo una turbiedad imprecisa, un desorden que no sabría si atribuir a las ropas ajadas o al gesto sin afeitar, denota su condición. Se lo niego, para disgusto de Ángeles. El nombre de una de las calles que flanquea Hertford House nos llama la atención: Spanish place. No tardamos en averiguar su origen: la mansión acogió la embajada española entre 1777 y 1778, y en la calle así denominada vivió el capitán Frederick Marryat, marino y novelista, muy activo, a bordo de la fragata Imperieuse, en nuestra Guerra de Independencia, durante la cual participó en la toma del castillo de Montgat. La Wallace Collection ha sido uno de los más importantes legados artísticos a la nación. La amasaron, en los siglos XVIII y XIX, los sucesivos marqueses de Hertford, que solo se dedicaban, como aristócratas acaudalados que eran, a coleccionar arte y hacer hijos, ya fuese con las legítimas o, más frecuentemente, con la servidumbre. Todos, de hecho, se significaron por su rijo extraconyugal. Richard Wallace, primer baronete de la casa y penúltimo propietario de la colección, del que esta toma el nombre, era hijo natural -entonces llamado "ilegítimo"- del cuarto marqués, Richard Seymour-Conway, y Agnes Jackson, una descendiente lejana de William Wallace, el célebre patriota escocés, que ya acumulaba varios exmaridos y una dilatada prole cuando condescendió a abrirse de piernas con el noble. La madre de este cuarto marqués, la condesa de Yarmouth, era hija, también ilegítima, del duque de Queensberry y una bailarina italiana. Y Richard Wallace, a su vez, se casó con una perfumista parisina -más fea que picio, por cierto, por las fotos que pueden verse en Hertford House-, a la que había dejado también embarazada de quien luego recibiría el nombre de Edmond Richard. Este lío de coitos y nacimientos abruptos concluyó en la viuda francesa de Richard, lady Wallace, que donó la colección de su marido, y de sus ancestros, al Estado en 1897. Hoy es una de las más importantes de Inglaterra. Sus características principales son la predominancia del arte francés de los siglos XVIII y XIX, y su magnitud. En la colección Wallace no hay una muestra, por ejemplo, de esmaltes y miniaturas: hay miles de esmaltes y miniaturas; no hay una pinacoteca: hay una pinacoteca bestial; no hay algunas armaduras: hay un ejército entero. De hecho, la armería es uno de sus principales atractivos: el número y la variedad de las espadas, alabardas, culebrinas, yelmos, espingardas, mazas, hachas y todo tipo de instrumentos para la carnicería medieval, no dista de la infinitud. Destacan las armaduras, completas, de dos caballos, uno de los cuales perteneció a Otto Heinrich, conde del Palatinado alemán de principios del siglo XVI. Hay poquísimos ejemplos en el mundo de armaduras ecuestres como estas, y dos están aquí. Pienso en lo que debería sentir cualquiera, por muy aguerrido que fuese, al ver echársele encima un bicho así, sobre el que cabalgaba otro bicho no menos lleno de pinchos y voluntad de triturar: sería el equivalente a ser enfilado por un tanque en los tiempos modernos. En la planta baja contemplamos una habitación recubierta de cerámica de Iznik, otras en las que se alinean una multitud de juegos de porcelana de Sèvres de soberbios colores, y otras repletas de muebles y relojes diseñados por André-Charles Boulle, el cabinet maker -algo así como el decorador- de Luis XIV, el Rey Sol. También reparo en un mueble-biblioteca de 1775, en el que luce, no la Enciclopedia francesa -hecha, a fin de cuentas, por revolucionarios y libertinos-, sino la Británica, más conforme con las preferencias de unos aristocrátas ingleses, por francófilos que fuesen. Empezamos a sentirnos aquejados por el síndrome del museo -ese dolor de rodillas para abajo que transmite un profundo malestar y que acaba siendo paralizante-, y decidimos hacer un alto para comer. Con mucha suerte, encontramos mesa en el restaurante del museo, que ocupa el patio central de la mansión. La cocina, como casi todo en este lugar, es francesa, y disfrutamos de lo lindo con las ensaladas de queso de cabra, la pechuga de pollo a las finas hierbas, el bacalao sobre un lecho de espárragos y puerros, y sendas tartas tatin que resucitarían a un muerto. (No disfrutamos tanto con la cuenta, pero esto, paradójicamente, lo dábamos por descontado). Entretenemos las transiciones entre platos observando a la concurrencia más próxima. En la mesa de atrás se sientan tres hombres, uno de los cuales luce un mostacho que, describiendo volutas inverosímiles, le llega hasta las orejas; y no para de hablar: sabe que el movimiento de los labios hace que su bigotazo luzca mucho más. Ah, cuánto me apetecería cortárselo con unas tijeras de podar. En otra mesa come una familia, con dos niños pequeños. Nos admira cómo uno de ellos coge el tenedor -como si fuera una pala- y los chupetazos que le pega al cuchillo. Ángeles ahorcaría a los padres que consienten que sus hijos demuestran tan pésimos modales en la mesa, que hoy son, por desgracia, casi todos. Según ella, las formas se demuestran en la mesa y en el estado de los zapatos. Quien come mal, no está bien educado; y quien no se cuida los pies, tampoco. Yo intento que sea un poco más tolerante con los deslices de la urbanidad -por la cuenta que me trae: a veces se me escapa coger el tenedor con las puntas para arriba-, pero ella se muestra inflexible: la boca solo se abre para introducir la comida, el cuchillo no se chupa jamás y las puntas del tenedor siempre han de ir hacia abajo, hasta para comer guisantes. A veces me ha dicho que, si volviera a estar soltera (o fuese, ay, viuda), no se liaría con nadie que no superase la prueba de una comida juntos: le daría los cubiertos y la pitanza, y observaría su comportamiento. Pienso en que no debí de hacerlo mal cuando nos conocimos: recuerdo que fuimos a un chino. Aunque quizá el uso de los palillos me evitase la vergüenza de fracasar a sus ojos. Pero no: yo soy mucho peor con los palillos orientales que con el cuchillo y el tenedor. Tras el ágape, subimos al primer piso, que alberga el grueso de la colección de pintura, en la que reconocemos obras de Rembrandt, Rubens, Ticiano, Canaletto, los mejores del rococó y el romanticismo francés -Fragonard, Watteau, Gericault, Delacroix y Corot-, y una buena muestra de la escuela inglesa, con Turner, Gainsborough y Reynolds, entre muchos otros. La pintura española está representada por ocho cuadros de Murillo y tres de Velázquez: dos del príncipe Baltasar Carlos y uno excepcional: "La dama del abanico", en la que una señora -que podría ser Marie Aimée de Rohan, duquesa de Chevreuse- nos mira con un ojo y el escote muy caídos, mientras con una mano parece acercarse la mantilla para cubrirse el pecho tan descubierto, y con la otra sostiene un abanico semidesplegado. Sorprende un cuadro tan sensual en la obra de Velázquez y, sobre todo, en la severa sociedad española de la primera mitad del siglo XVII, aunque ya se sabe que las francesas han sido siempre un poco ligeras. Pero no sorprende tanto que esté en esta colección, en la que hay no pocas muestras del gusto por el busto de los marqueses de Hertford, tan animosos en esto como en todo lo concerniente a la coyunda. En la planta inferior hay una magnífica "Alegoría del Amor Verdadero", de Pieter Poubus, en la que varias figuras mitológicas muestran los senos, cubiertos solo por vagas transparencias; otras se llevan a ellos las manos; y un anciano, que representa a la Sabiduría, pone sin más la suya -con notable placer, cabe añadir- en uno de los pechos de la Fidelidad. En el "Retrato de una joven", de Willem Drost, la señorita aparece aún más escotada que la dama del abanico: tanto que por el borde de la repujada abertura le asoman las areolas. Y, en fin, "La celebración del nacimiento", de Jan Steen, muestra, en primer plano, las rotundas formas de una de las mujeres que festejan la llegada de un nuevo hijo. Pero, si soy sincero, no sé si eran los Hertford los obsesionados por estas cosas, o lo soy yo. La colección es tan vasta que seguramente estas piezas no representan más que un porcentaje ínfimo. Y que yo me haya fijado en ellas no dice necesariamente nada de las inclinaciones de sus dueños, pero sí dice mucho, sospecho, de las mías. A fin de cuentas, el crítico siempre elige de lo que quiere hablar, y esa elección está determinada por lo que ya conoce (y reconoce): por lo que ya está dentro de sí. Seguimos viendo cuadros destacados, y no dejamos de admirar "El caballero sonriente", de Frans Hals, quizá el más famoso de la colección (aunque, significativamente, el que se expone a la entrada del edificio, en un gran cartel colgante, es "La dama del abanico", lo que nos hace sentir un cierto orgullo patrio), y cuyo bigote (el del caballero, no el de Hals) nos recuerda al de nuestro vecino de la comida. El marqués de Hertford compró la acuarela en 1865 en una subasta parisina, tras una encarnizada puja con el barón James de Rotschild: pagó por él 1000 francos, una cantidad fabulosa en aquella época. Salimos, en fin, de Hertford House a la tarde gris y ya declinante de Londres. Al pasar por Duke Street, vemos la casa en la que vivió Simón Bolívar, Padre, Hijo y Espíritu Santo de la Revolución Bolivariana en Venezuela, en 1810. Hoy es una clínica.
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