Mi oculista se llama General Óptica. Antes se llamaba oftalmólogo. Al primero fui, con dieciocho años, porque me dolía con frecuencia la cabeza y mis padres sospecharon, con acierto, que podía ser cosa de la vista. Yo leía mucho y ellos sabían, como casi todos los padres de su generación, que leer tanto no podía ser bueno. El oftalmólogo al que acudí en la Seguridad Social —en un ambulatorio tenebroso de la calle Numancia— me echó un vistazo, nunca mejor dicho, y me recomendó que fuese a hacerme las gafas en el establecimiento que tenía a la vuelta de la esquina. Cosas de la España de entonces. Luego he pasado por muchos otros especialistas y establecimientos —como he pasado por muchos barberos y partidos políticos—, hasta recalar en un lugar estupendo: General Óptica. Un sitio que tiene que ver con la salud, pero que no está lleno de instrumental con aspecto de aparato de tortura, ni de medicamentos con sabe Dios qué efectos secundarios, ni de enfermeras malcaradas que parecen estar deseando clavarte una jeringa en las cachas, ni de ese olor amoniacal a nosocomio, ni del aire terrorífico de los lugares donde hay mucho gemido y mucha secreción corporal. En General Óptica todo es aséptico y amable. Uno camina y no oye los pasos que da. Tose, y la tos reverbera en las paredes. Y todo brilla: los cristales aunados de las gafas que se exponen en los aparadores como mariposas diamantinas, y de las mesas en las que se despacha y se paga, y de los espejos en el que los clientes se miran y vuelven a mirarse, construyen un espacio transparente, limpio como una manzana de plata. También los técnicos y dependientes participan de este ambiente impoluto: hablan con una suavidad quebradiza, y se mueven con la delicadeza de un relojero; de hecho, son relojeros de los ojos, orífices pausados y minuciosos, como el filósofo Spinoza. En Sant Cugat hay una tienda de General Óptica. Allí vamos toda la familia (o íbamos, cuando vivíamos aquí) a comprarnos las gafas que necesitamos (yo he seguido leyendo desde los dieciocho años, y la demasiada lectura ha continuado reblandeciéndome los sesos y las pupilas), y hacerlo es un placer. Uno entra y se regocija con el orden impecable, con la pulcritud de todo, y hasta con la sensualidad de las máquinas, arácnicas, acariciantes, redondeadas. Como nunca hay aglomeraciones de gente, los empleados te reciben con una solicitud que está en los antípodas de la hostilidad aburrida con la que tratan, pongamos por caso, los empleados de banca, por no hablar de la ferocidad que dispensan los siervos de la gleba que trabajan en los centros de atención telefónica. Durante mucho tiempo nos atendía una joven gorda y cariñosa, siempre vestida con una bata blanca, como los investigadores de laboratorio. Los empleados de General Óptica parecen estar deseando que entres y les pidas unas gafas. Muchos de otros sitios parecen ansiar que no entres ni les pidas nada, es más, que desaparezcas de su vista cuanto antes y, a poder ser, tropieces por la calle y te rompas una pierna. Acudo hoy para encargar unas nuevas gafas de sol: con la habilidad que me caracteriza, he perdido las que tenía, aunque, he de añadir, ya estaban bastante baqueteadas, las pobres. Quizá el destino haya querido que las extraviase para obligarme a renovar las existencias. No veo a la óptica gorda y afectuosa, aunque sí reconozco a otro encargado al que ya he visto en más ocasiones. Es un joven de estética singular: viste americana y corbata, como supongo le exige la empresa, pero conserva su personalidad, rebelde, en los extremos: en la cabeza luce una breve coleta, discretamente recogida con una goma; en los pies calza unas deportivas acharoladas, cuyo lustre, por cierto, casa bien con la refulgencia cristalina del local (aunque mal con el traje); y en las muñecas exhibe unas pulseras de cuero y colores, tan llamativas como sus zapatillas de discoteca. El hombre me hace sentar en la sala de medición y me somete al agradable test de las letras. Frente al sufrimiento que supone sentarse en la butaca del dentista, o tumbarse en la camilla del médico, o hasta exponer los pies a la brutal manipulación del podólogo (que se llama así por lo que poda), pasar por las manos del oculista es un momento de relajación, una bendición de Dios. Los cristalitos se suceden ante mis ojos y yo voy cantando si veo mejor o peor. A veces me pregunto si lo que digo es coherente, es decir, si mis respuestas se corresponden con lo esperable, según la lente por la que miro en cada caso. Sería ridículo que, con una con la que debería ver mejor, dijese que veo peor. Son temores que me quedan de mis tiempos de estudiante. También recuerdo aquella escena estupenda de Space Cowboys en la que Donald Sutherland, que no ve a tres en un burro, canta de corrido, y perfectamente, las letras más pequeñas del tablero, porque se las ha aprendido de memoria antes. Quizá, si sigo leyendo, llegue un punto en el que yo mismo tenga que hacer igual que él, aunque no me esté preparando para ir a la Luna en un cohete espacial. También se me viene a la memoria otra escena del cine clásico: aquella en la que un personaje de La gran evasión, casi ciego, pero que no quiere que se enteren los demás para que no le impidan marcharse con ellos, finge que su vista es tan aguda que es capaz de ver una aguja en un rincón de la celda, que ha puesto allí antes. Aunque descubren el ardid, escapará con los demás (para morir después, ay, a manos de los pérfidos alemanes). La conclusión del examen es que no he ganado apenas dioptrías desde la última revisión. Mis padres estarían contentos. El oculista no es un ocultista: trabaja a plena luz y para dar luz. Su obra es la claridad: por sus manos, el borrón del mundo se desenturbia y las cosas renacen. Tras la medición, otro dependiente, una mujer con traje de chaqueta, me acompaña a elegir la montura que más me guste. Es delicada y modosa, y habla en voz extraordinariamente baja, como si la fragilidad de lo que la rodea la abrumase y no quisiera arriesgarse a romper nada con una palabra más alta que la otra. Me quedo, por fin, con una montura de pasta negra y, sobre todo, muy resistente: soy tan torpe que las gafas se me caen siete veces al día; si me comprara unas de esas que son solo cristales, no llegaría fuera de la tienda con ellas. La joven inaudible me toma medidas, punteando sus actos de bisbiseos que se me hacen extrañamente eróticos, anota en un papel y consigna en un ordenador, y luego me extiende un presupuesto razonable, al que aplica, además, algunos descuentos a los que me da derecho mi condición de cliente privilege; ah, cliente privilege, qué bien suena. Salgo de la tienda con la sensación del deber cumplido, sin un dolor en el cuerpo, renovado y feliz. Aunque leer demasiado es malísimo para los ojos, la técnica de hoy —las ciencias adelantan que es una barbaridad— permite apuntalarlos lo suficiente como para que pueda seguir leyendo hasta el fin de mis días, cuando mis ojos se cierren y ya no me haga falta visitar al oculista.
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