Estoy corrigiendo estos días las pruebas de un libro que, salvo catástrofe, va a aparecer en una universidad mexicana —se titula Apuntes de un español sobre poetas de América (y algunos de otros lugares) y recoge una selección de las reseñas y artículos literarios que he publicado estos últimos años sobre libros y escritores norte y suramericanos, además de algunos de otros lugares— y he topado con una dificultad no por habitual menos irritante: los responsables de la edición acentúan en todos los casos el adverbio solo, cuando en mi original esa tilde no aparece nunca. No es, como digo, la primera vez que me pasa: editoriales, instituciones y revistas se aferran a la norma antigua con tenacidad digna de mejor causa. Y también las personas. Hace pocos días, mi amigo Álvaro Valverde colgaba una entrada en su blog precisamente sobre este asunto, la acentuación de solo, subrayando la necesidad de preservar la tilde y revelando que esa posición le había merecido el aplauso de muchos lectores que coincidían con su parecer. En el caso de las publicaciones, la razón para mantenerla suele ser, oficialmente, "el criterio editorial", una expresión que solo significa que al editor le da la gana hacerlo así y no de otra manera. Cuando intentas conocer los motivos que sustentan ese criterio, las explicaciones, si es que llegan a darse, no se apean de una vaga necesidad de evitar la ambigüedad, aunque, en realidad, la causa última del mantenimiento del acento es la tradición, la costumbre o la simple inercia. Pero, antes de ir más allá, veamos lo que dice la Real Academia Española sobre este punto. Transcribo de la Ortografía de la lengua española, publicada en 2010 (http://www.rae.es/sites/default/files/Principales_novedades_de_la_Ortografia_de_la_lengua_espanola.pdf):
La palabra solo, tanto cuando es adverbio y equivale a solamente (Solo llevaba un
par de monedas en el bolsillo) como cuando es adjetivo (No me gusta estar solo),
así como los demostrativos este, ese y aquel, con sus femeninos y plurales,
funcionen como pronombres (Este es tonto; Quiero aquella) o como
determinantes (aquellos tipos, la chica esa), no deben llevar tilde según las reglas
generales de acentuación, bien por tratarse de palabras llanas terminadas en vocal
o en -s, bien, en el caso de aquel, por ser aguda y acabar en consonante distinta de
n o s.
Aun así, las reglas ortográficas anteriores prescribían el uso de tilde diacrítica en
el adverbio solo y los pronombres demostrativos para distinguirlos,
respectivamente, del adjetivo solo y de los determinantes demostrativos, cuando
en un mismo enunciado eran posibles ambas interpretaciones y podían producirse
casos de ambigüedad, como en los ejemplos siguientes: Trabaja sólo los domingos
[= ‘trabaja solamente los domingos’], para evitar su confusión con Trabaja solo los
domingos [= ‘trabaja sin compañía los domingos’]; o ¿Por qué compraron aquéllos
libros usados? (aquéllos es el sujeto de la oración), frente a ¿Por qué compraron
aquellos libros usados? (el sujeto de esta oración no está expreso y aquellos
acompaña al sustantivo libros).
Sin embargo, ese empleo tradicional de la tilde en el adverbio solo y los
pronombres demostrativos no cumple el requisito fundamental que justifica el uso
de la tilde diacrítica, que es el de oponer palabras tónicas o acentuadas a palabras
átonas o inacentuadas formalmente idénticas, ya que tanto solo como los
demostrativos son siempre palabras tónicas en cualquiera de sus funciones. Por
eso, a partir de ahora se podrá prescindir de la tilde en estas formas incluso en
casos de ambigüedad. La recomendación general es, pues, no tildar nunca estas
palabras.
Las posibles ambigüedades pueden resolverse casi siempre por el propio
contexto comunicativo (lingüístico o extralingüístico), en función del cual solo
suele ser admisible una de las dos opciones interpretativas. Los casos reales en los
que se produce una ambigüedad que el contexto comunicativo no es capaz de
despejar son raros y rebuscados, y siempre pueden evitarse por otros medios,
como el empleo de sinónimos (solamente o únicamente, en el caso del adverbio
solo), una puntuación adecuada, la inclusión de algún elemento que impida el
doble sentido o un cambio en el orden de palabras que fuerce una única
interpretación.
El criterio de la Academia me parece razonable. La tilde de solo constituía, en efecto, una excepción a las normas generales de acentuación del castellano, y suprimir excepciones que no se consideren suficientemente justificadas simplifica y homogeneiza, y nos beneficia a todos: una anomalía menos que recordar. Obsérvese, además, que la Academia, pese a exponer con claridad su criterio y sus razones, no impone la eliminación de la tilde, sino que dice que se podrá prescindir de la tilde en estas formas incluso en casos de ambigüedad y formula la recomendación general de no tildar nunca estas palabras. Potestad y recomendación, pues: quien escriba podrá seguir utilizando el acento para deshacer la ambigüedad, si cree que la hay y así le apetece. Pero hay que subrayar que, si no es así, acentuar solo es hoy incorrecto, tanto como escrivir, hortografia o amoto.
Siempre me ha llamado la atención esta resistencia general a las modificaciones ortográficas. Uno todavía ve por ahí algún obscuro, cuando hace décadas que se declaró pertinente la simplificación de la sílaba inicial: oscuro. Quien lo escribe a la antigua —es decir, a la latina— debe de creer que está siendo más puro o más fiel a la esencia perdurable del lenguaje. Lo cierto es que todo cambia: también el lenguaje, más aún, el lenguaje es de lo que más cambia, y parece lógico que la ortografía cambie con él, para adaptarse a las nuevas formas que los hablantes vamos decantando o para adoptar criterios que faciliten el conocimiento y uso del idioma. Si no, aún escribiríamos como en tiempos de Gonzalo de Berceo. Yo soy una persona disciplinada y con una enorme respeto por las normas, por mi carácter, sí, pero también, quizá, por mi formación jurídica (una inclinación que mi vida en Inglaterra está potenciando, ay, hasta extremos dolorosos), y esta observancia encarnizada de los preceptos anulados se me antoja atrabiliaria y, lo que es peor, inútil: dentro de algunos años (aunque quizá sean bastantes, como demuestran los inflexibles partidarios de la obscuridad) todos escribiremos solo sin tilde y la polémica será solo (sin acento) una curiosidad del pasado. Llamativamente, el conservadurismo que esta actitud revela no se da en otros terrenos: uno puede preferir que el límite general de velocidad en autopista sea de 120 km por hora, como ha sido durante muchos años; sin embargo, si queda establecido en 110, circular a 120 puede ser muy coherente y muy como siempre ha sido, pero probablemente le acarree penosas consecuencias.
Tengo para mí que el apego a las normas antiguas, más que a razones objetivas (la ambigüedad, por ejemplo, a la que suele apelarse para seguir aplicando el precepto derogado en este caso, aparece con frecuencia en el idioma, y la solución, si es que la requiere, no es acentuar las palabras involucradas en ella: así, en Juan no quiere a su primo, porque es muy envidioso no sabemos quién es el envidioso, si Juan o su primo, pero no reclamamos que se acentúe nada), obedece a la relación objetual que mantenemos con las palabras y, por extensión, con los textos, literarios o no. Sospecho que nuestra percepción de la ortografía no es puramente funcional, sino que deviene tangible, material, como si de una cosa se tratara. El texto es lo que es para nosotros como un cuadro que nos gusta o una jarra en la que nos complace beber: si se altera alguno de sus elementos (o se nos obliga a alterar nuestra prefiguración de él), se altera el objeto: ya no es el mismo: se ha quebrado su naturaleza, con la que habíamos establecido un vínculo individual e irrepetible. No lo sé. Quizá estoy siendo pejiguero o descabellado. O quizá me dejo llevar por la pasión de las pequeñas cosas, que a menudo es más arrolladora que la de los grandes asuntos. Una tilde más o menos tiene poca importancia. O no tiene ninguna.
Tengo para mí que el apego a las normas antiguas, más que a razones objetivas (la ambigüedad, por ejemplo, a la que suele apelarse para seguir aplicando el precepto derogado en este caso, aparece con frecuencia en el idioma, y la solución, si es que la requiere, no es acentuar las palabras involucradas en ella: así, en Juan no quiere a su primo, porque es muy envidioso no sabemos quién es el envidioso, si Juan o su primo, pero no reclamamos que se acentúe nada), obedece a la relación objetual que mantenemos con las palabras y, por extensión, con los textos, literarios o no. Sospecho que nuestra percepción de la ortografía no es puramente funcional, sino que deviene tangible, material, como si de una cosa se tratara. El texto es lo que es para nosotros como un cuadro que nos gusta o una jarra en la que nos complace beber: si se altera alguno de sus elementos (o se nos obliga a alterar nuestra prefiguración de él), se altera el objeto: ya no es el mismo: se ha quebrado su naturaleza, con la que habíamos establecido un vínculo individual e irrepetible. No lo sé. Quizá estoy siendo pejiguero o descabellado. O quizá me dejo llevar por la pasión de las pequeñas cosas, que a menudo es más arrolladora que la de los grandes asuntos. Una tilde más o menos tiene poca importancia. O no tiene ninguna.
Querido Eduardo, creo que en el caso citado por mí, y no será el único, se ve que la excepción estaba justificada. A mi modesto parecer, claro. Por lo demás, que cada cual haga lo que le parezca conveniente, faltaría más. Ten en cuenta, a modo de disculpa, la deformación profesional: soy un pobre maestro de escuela. Salud.
ResponderEliminar