Cuando llegamos hoy al Museo Británico para visitar la exposición sobre los celtas inaugurada ya hace algunos meses, nos encontramos con que en el faraónico hall se exponen también diversas muestras de la cultura de los muertos mexicana, que tiene sus celebraciones en la misma fecha que el día de Todos los Santos español y el Halloween anglosajón (precisamente, de origen celta). Varios esqueletos vestidos de colores y con un maquillaje que resultaría apropiado para una verbena cuelgan del techo altísimo, y un bonito reguero de calaveras, asimismo pintadas, culebrea por el suelo. Si la cultura mexicana ha hecho de la muerte una fiesta, el Museo Británico ha hecho del eclecticismo una costumbre. Ambas cosas me parecen bien, aunque sean algo desconcertantes. Entramos en las salas de la exposición por la vía privilegiada de los "amigos del Museo", sin colas ni apenas controles. Aunque suene clasista, es un placer eludir la entrada general, atestada de público, que desfila parsimoniosamente. Estas pequeñas ventajas compensan los disgustos cotidianos y el gregarismo de la vida. Son solo una ilusión, pero una ilusión gratamente estupefaciente. Lo primero que averiguamos al entrar en la exposición es que con el término "celtas" no se designa ni se ha designado nunca a un solo pueblo, sino a un ramillete de ellos, que se identifican con Escocia, Irlanda, Gales, Cornualles, la Isla de Man y la Bretaña francesa, aunque la denominada cultura celta se extienda por otros rincones del continente europeo, hasta el sur de Alemania y nuestra Galicia. Los celtas, además, nunca se llamaron a sí mismos celtas. Quienes los bautizaron de ese modo, keltoi (y de ahí, quizá, la singular pronunciación de la palabra en inglés, celts, que no es 'selts', sino 'kelts'), fueron los griegos, aunque, curiosamente, nunca aludieron con ese nombre a los pueblos que habitaban entonces las islas Británicas: para los griegos, eran celtas desde los portugueses a los turcos, pero no quienes han recibido después, específicamente, esa denominación. Los historiadores helenos subrayaron que los celtas eran guerreros feroces y Diodoro Sículo, en el 50 a. C., puntualizó que llevaban cuernos en los cascos. Uno, arrojado al Támesis probablemente como ofrenda a los dioses, así lo demuestra, aunque, más que cuernos, son conos, como cucuruchos de helado. Los celtas britanos acreditaron el carácter belicoso que les habían atribuido los griegos y protagonizaron, durante la dominación romana de las islas, sonoras asonadas. Boudica, por ejemplo, reina de los icenos, arrasó a mediados del s. I d. C. Camulodunum (Colchester), Londinium (Londres) y Verulanium (St. Albans), antes de ser masacrada en Viroconium (Wroxeter) por las tropas de Cayo Suetonio Paulino, cuyo furor vengativo se prolongó durante varias horas: asesinaron a heridos, prisioneros, mujeres (incluso encintas), ancianos y niños, aprovechando que los britanos habían traído a sus familias a la batalla, no se sabe si para que contemplaran el espectáculo o para no dejarlas solas en sus tierras de origen. Fuese como fuese, fue un error: los propios britanos, en desbandada, aplastaron a los civiles y luego los legionarios remataron la faena con sus gladius y sus lanzas. Corrió tanta sangre que el mismísimo Nerón consideró que el castigo infligido a los celtas había sido muy duro. No obstante, el terror que estos causaban entre los romanos y su resistencia a ser sojuzgados hicieron que, a principios del s. II d. C., el emperador Adriano construyese el muro que lleva su nombre, 117 km de sillares de piedra que separaban la provincia romana de la Britania de los territorios pictos (es decir, "pintados", como William Wallace y sus bravos secuaces en Bravehart) de la actual Escocia. El pasado guerrero de los celtas britanos está bien acreditado en la exposición: abundan las estatuas de guerreros (de líneas simples y sobrecogedoras), los escudos, espadas y puntas de flechas, y los carnyx, altísimas trompas de batalla cuyo pabellón parecía una cabeza de jabalí, y que los celtas hacían sonar al unísono antes de entrar en combate. El ruido que aquellos instrumentos producían era escalofriante, como puede comprobarse en una grabación que se ofrece junto a las piezas. A este fragor espantoso contribuían decisivamente unas lenguas articuladas que los trompeteros movían al soplar el carnyx y que incrementaban el estruendo. También utilizaban carros de combate, aunque de estos no hay ninguna muestra en la exposición: solo una réplica de una carreta, digamos, civil, colorista y tirada por ponis. Pero los celtas no eran solo un pueblo batallador: también celebraban los placeres de la vida. Como documenta Diodoro Sículo, les gustaba mucho el vino, que bebían sin tasa: entonces caían en el estupor o en un estado de locura. Mucha de esta pasión etílica sobrevive en los celtas actuales: los irlandeses han llegado a identificar la cerveza Guinness con su símbolo nacional, el arpa. También comían con gula: como Astérix y sus paisanos, llenaban de potaje marmitas enormes y daban buena cuenta de los jabalíes de los bosques, su plato favorito. Pero estos placeres elementales convivían con otros más refinados. Los celtas gustaban de la ornamentación: sus torcs, o collares abiertos, son célebres. Alguno hay de más de un kilo de oro y plata, y todos presentan un alto grado de elaboración y sentido estético. Reconozco uno hecho en Córdoba en el s. I a. C., lo que demuestra la expansión de los pueblos celtas por Europa. Todavía hoy se desentierran osamentas de personajes importantes con pulseras de oro en los antebrazos y torcs al cuello: algo me recuerdan a los esqueletos mexicanos de la entrada, aunque los celtas son mucho más austeros. Muy trabajado está también el Gundestrup cauldron, un enorme caldero decorado tanto en la cara exterior como en la interior, y que muy bien podría ser el que utilizaba Panorámix para preparar la poción mágica de los galos irreductibles. Pero no: esta marmita se halló en Dinamarca, aunque probablemente fuese hecha en Bulgaria o Rumanía, otra prueba de la amplitud de la influencia celta en el viejo continente. Entre las figuras que repujan el caldero se reconocen dioses, guerreros y animales fantásticos, desde unicornios a elefantes, y también hombres matando toros: los antitaurinos de hoy se horrorizarían. La exposición prosigue con la evolución de las culturas celtas tras la dominación romana y, tras muchos siglos de historia, hasta nuestros días. Su última parte es, de hecho, la más interesante, porque ilustra muy bien cómo toda identidad nacional —o cultural— es fruto de una construcción, inconsciente o, con más frecuencia, deliberada. El Renacimiento empieza a recuperar el mundo celta, y el Romanticismo, seguido por el periodo victoriano, lo consagra como el gran referente cultural de los países anglosajones. En este tardío encumbramiento desempeñó un papel fundamental el poeta James McPherson, que en 1760 afirmó haber descubierto unos antiquísimos poemas —baladas y epopeyas— en gaélico escocés, cuyo protagonista era el bardo Osián, un representante arquetípico de la cultura celta. Aunque desde el principio se sospechó —y luego se ha confirmado— que McPherson era el verdadero autor de los poemas, sus supuestas traducciones influyeron sensiblemente en Walter Scott y Goethe, entre muchos autores románticos, y coadyuvaron a la consolidación de lo celta como sustrato espiritual de la Britania contemporánea. De aquellas tribus peleonas y bárbaras a los ojos de Roma se ha pasado hoy a una identidad global, que se extiende por varios continentes y que da nombre a las realidades más cotidianas o inverosímiles: equipos de baloncesto y fútbol, tebeos de galos irreductibles y, en España, hasta marcas de tabaco. Nada de esto, también expuesto en el Museo Británico, parece impresionar a uno de los vigilantes, que duerme plácidamente en un banco de la sala. Cuando salimos, un grupo folclórico mexicano baila en el hall del Museo: las danzantes, todas mujeres, se han pintado una calavera en la cara y visten de vivísimos colores. Me da un poco de miedo, la verdad, pero los ingleses las contemplan arrobados y hasta divertidos. Será su sangre celta, que no se asusta de la muerte.
Muy linda crónica.
ResponderEliminarUn poco rebuscado lo de "y también hombres matando toros: los antitaurinos de hoy se horrorizarían".
Alguien me ha definido como antitaurino, yo me quedo con que no me interesan las corridas de toros, como no me interesa el voleybol, y además me gustan mucho los animalitos, que le voy a hacer.
A lo que voy, que lo que me gusta a mí no importa y el tiempo es poco: los antitaurinos de hoy se horrorizan, si lo hacen, por las matanzas hoy cometidas, y no exigen, hasta donde yo sé, que los antiguos rindan cuentas.
Pero si la intención es ridiculizar, porque sí, mi comentario no viene a cuento.
Un abrazo,
Sebastián
Gracias por tu comentario, Sebastián, y me alegro de que mi crónica te haya parecido linda. La referencia que contiene a los antitaurinos -yo mismo lo soy, racionalmente, aunque no pueda evitar que el espectáculo de los toros siga emocionándome: cosas de la infancia, supongo- solo es una pequeña ironía sobre la extraordinaria sensibilidad de algunos animalistas, que a veces comporta, paradójicamente, una extraordinaria violencia en su respuesta a quienes no lo son. Nada más. A mi también me gustan los animales.
EliminarCordialmente.