Hoy se celebra la noche de cine de Battersea Spanish, la academia de español cuyos talleres de narrativa y poesía estoy impartiendo. Se proyectan varios cortos de diversos directores, y se cierra con una sesión musical a cargo de Felipe, un cantautor colombiano. El lugar elegido para la proyección y el concierto es el Doodle Bar, un local alternativo del barrio. Se encuentra en un pasadizo entre edificios de la zona, junto al Támesis. En ese mismo espacio se apiñan otros negocios y establecimientos no menos underground, y nunca mejor dicho: entidades feministas, asociaciones de amistad con Oriente, más bares y restaurantes, y algunos otros sitios cuyo propósito aún no he sido capaz de averiguar. Frente al Doodle Bar hay varias mesas de ping-pong y futbolines en los que los ingleses, y también los que no lo son, se solazan ruidosamente, aunque sus habilidades con el futbolín nunca serán las de mi compinche de salón recreativo Miki Seis Dedos Azpilicueta, o las de mi colega de mili Agapito Moscoso, alias el infalible, que eran capaces de marcar desde la defensa girando el mango con la punta del dedo índice. Y no me extraña: por algo el futbolín lo inventó un español. También hay una terraza más allá, desde la que se ve el agua. Es incómoda —los bancos de madera son ásperos y la distancia al bar, excesiva—, pero algo parece reclamar que, en estos sitios bohemios, las cosas sean incómodas, y a uno ni siquiera le molestan. Por desgracia, todo esto va a caer bajo la piqueta dentro de pocos meses. Un proyecto de construcción, cómo no, de apartamentos carísimos va a acabar con este rincón singular. Todo Londres está sembrado de andamios y grúas. (Otra cosa de la que está llena la ciudad estos días es de jack-o'-lanterns, esas calabazas huecas de Halloween con una luz dentro: se encuentran en las ventanas de las casas, en los parques públicos, en las mesas de los restaurantes, hasta en forma de bolsa de basura; y también hay mucha niebla). En particular, en ambas riberas del Támesis, pero sobre todo en la sur, la actividad inmobiliaria es frenética. Y la reventa no es menos constante: en la calle que está detrás de nuestro piso actual, formada por sendas hileras de modestas casitas victorianas, brotan como níscalos carteles de agencias inmobiliarias que informan de que están a la venta o en alquiler, o de que se ya han vendido o alquilado. (De hecho, también nosotros nos cambiamos de piso: el propietario del que todavía ocupamos pretendía aplicarnos un aumento de 180 libras en la renta mensual, y hemos decidido que exprima a otros). Pero hoy el Doodle Bar luce como siempre: amplio, oscuro, gastado, desordenado, acogedor. Hay mucha gente, así que hemos de apresurarnos a ocupar asiento. Hecho esto, hay que pensar en comer algo: la sesión será larga y casi es hora de cenar. Las veladas cinematográficas de Battersea Spanish, como en general todas las actividades de la academia, se complementan con comida española o hispanoamericana. Hoy un chiringuito delante del Doodle sirve condumios colombianos. La carta es corta pero apetitosa: tamales, arroz con lechón y unos pasteles cuyo nombre no recuerdo, pero que, dados a probar, deben de tener ocho mil calorías. Tanto Ángeles como yo optamos por el arroz, regado con una salsa verde sin identificar pero sabrosa, del que damos cuenta sin vacilación ni arrepentimiento. Poco antes de empezar la sesión nos procuramos sendas copas de vino —español, por supuesto— con las que acompañar el visionado. En la primera parte se proyectan tres cortos: Instantáneas, Cólera y El pescador. El primero es un documental sobre la gente de Cuba, compuesto por brevísimas entrevistas a los habitantes de un pueblo de pescadores. Es realista y refrescante. El tercero trata también de Cuba, aunque es un relato de ficción que me recuerda un poco a "Continuidad de los parques", el cuento de Cortázar: dentro de la historia que narra el corto aparece otra historia, que engarza imposiblemente con aquella. Pese a este giro sorprendente, Ángeles y yo estamos de acuerdo en que es la película que menos nos ha gustado. Cólera, por su parte, es una producción vasca basada en un cómic y protagonizada por el gran Luis Tosar, violenta y cuyo final sobrecoge. La segunda parte de la sesión incluye dos cortos más, ambos del director español Jorge Dorado: El otro, un nuevo remake del extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, de impecable factura y angustia garantizada; y La guerra, narrada en francés, que cuenta la pavorosa historia de un soldado alemán herido y dos niños pequeños en una casa sombría y abandonada durante la Segunda Guerra Mundial. En el intermedio, como en aquellos descansos que se hacían en los cines de barrio (y de pueblo) cuando era niño, salgo a estirar las piernas junto al Támesis. Conozco entonces a una pareja curiosa: él, Manuel, es portugués; ella, Lorna, es finlandesa. Viven juntos en Londres desde hace varios años. Manuel parece el prototipo del fumeta dicharachero: luces rastas, viste (y seguramente ve) a cuadros, lleva la capucha puesta aunque no llueva, habla mucho (aunque con cierta borrosidad, consecuencia de muchos años de canutos) y critica a la gente de este país, que te deja de lado en cuanto sabe que eres extranjero. Pero es simpático: ríe mucho (otra consecuencia de los psicotrópicos, supongo) y predica la concordia y el amor, esto último dando ejemplo: aunque es muy joven, tiene ya tres hijos ("pero no conmigo", precisa Lorna). Esta, por su parte, es rubia, amable y educada, como todos los finlandeses. Le cuento el viaje que hicimos a su país, hace muchos años ya, y que ha quedado en el recuerdo de toda la familia como un viaje mítico, entre bosques y lagos, y sopas de salmón, y vodka riquísimo, y renos con cuernos musgosos; hasta conocimos a Papá Noel. Sonríe, complacida. También hablamos de Portugal —les cuento que tenemos una casa en Extremadura, muy cerca de la frontera con el Alentejo—, y Manuel se apresura a preguntarme si sigo disfrutando de su país aun sabiendo cuánto estiman los portugueses a los españoles. Yo le respondo que sus compatriotas siempre me han tratado con amabilidad y que entiendo que el antiespañolismo constituya uno de los rasgos de identidad de los portugueses (igual que el antigalicismo lo es de los españoles: tirrias de vecinos), pero que, mientras se guarden sus sentimientos para ellos, no me importa lo que piensen. En cuanto a Finlandia, Manuel me pregunta si vimos las auroras boreales. Le contesto que no, pero sí el sol de medianoche: un disco inacabablemente encendido rodando por el horizonte, sin elevarse ni hundirse. En junio, en Finlandia, siempre son las cinco de la tarde. Por último, Manuel y yo dedicamos algún tiempo a ponderar el significado de que haya aparecido una amanita muscaria en El otro, y compruebo que Manuel sabe mucho más que yo de setas alucinógenas. "A dosis elevadas", precisa con exactitud micológica, "es neurotóxica, pero, en la medida adecuada, produce una agradable estimulación". Se nota que sabe de lo que habla. Manuel y Lorna no son las únicas personas que conocemos en la noche de cine de Battersea Spanish. También intercambio besos con Paloma Dios —sic; para un ateo recalcitrante como yo, se hace extraño comprobar que Dios existe, y que es simpática y morena—, otra colaboradora de Battersea Spanish, española de Palencia y con novio sueco, que nos presenta. Al grupito se suma una figura descomunal, un joven inglés, compañero de piso de Paloma y su novio, de más de dos metros de altura, que chupa con delectación una guiness. No puedo contenerme: "Tío, qué alto eres". Esta es la segunda extrañeza de la noche: mirar a alguien de abajo arriba. En mi vida cotidiana, hago siempre lo contrario. En Inglaterra no es raro encontrar a gente muy alta (con la que compito silenciosamente por la calle: al pasar a su lado, me yergo bien y hasta estiro el cuello para no ser menos), pero este hombre es desmesurado. Asistimos un rato al recital del colombiano Felipe, pero es tarde ya y decidimos marcharnos. Nos han gustado casi todas las películas, el arroz con lechón, el vino y la charla. Lástima que en este lugar ya no puedan repetirse. Dentro de poco dejará de existir y, con él, una realidad distinta, acaso feliz, que nunca más podrá ser vivida.
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