Desde que estoy en Londres, he conocido a no pocos escritores, tanto británicos como españoles e hispanoamericanos residentes en la ciudad. Y entre estos últimos me ha sorprendido averiguar cuántos han hecho o aspiran a hacer del inglés su lengua de creación. Algunos fluctúan todavía entre el castellano y el inglés; otros escriben en castellano y se traducen ellos mismos al inglés; otros, en fin, se han decantado ya definitivamente por el segundo y todo lo escriben en este idioma. Y es algo que me perturba: ¿por qué alguien va a renunciar a lo que le ofrece su lengua materna, que es todo, para abrazar una herramienta ajena, desvinculada del hecho fundacional de convertirse en ser humano, por bien que la utilice, por perfecto que sea incluso su manejo? ¿Qué espera encontrar en otro idioma que no tenga ya en el que utiliza desde la cuna? Sé bien que hay ejemplos en la historia de la literatura de escritores que han empleado con éxito otra lengua. De hecho, en la historia de la literatura hay ejemplos de todo: también de obras maestras autoeditadas, lo cual no significa que la autoedición no sea otra cosa que la forma que tiene uno de publicar lo que nadie más quiere publicar. El caso más socorrido —y dramático— de autor translingüistico es el polaco Joseph Conrad, que aprendió inglés con veinte años y decidió componer en ese idioma su obra literaria, a la que dio inicio a los treinta y siete, con La locura de Almayer; El corazón de las tinieblas, su novela más famosa, la escribiría cuatro después. Algunos biógrafos han subrayado el hecho de que en la decisión de Conrad de abandonar el polaco como lengua literaria quizá pesara la voluntad, precisamente, de alejarse de su cultura de origen, cuya representación más inmediata es el lenguaje. No me extrañaría: yo mismo he conocido a una persona cuya madre, sueca emigrada a los Estados Unidos en los años veinte del siglo pasado, decidió no volver a hablar sueco, ni, naturalmente, enseñárselo a sus hijos, por el odio que sentía por una tierra que, por su miseria y su falta de oportunidades, la había obligado a emigrar. (Hay que recordar que los países escandinavos eran de los más pobres de Europa hace un siglo: las oleadas migratorias se sucedían, sobre todo con destino a América. Ah, cuánto han cambiado las cosas). Otros autores célebres que han renunciado, parcial o totalmente, a su lengua materna han sido Vladimir Nabokov, que pasó del ruso al inglés; Samuel Beckett, del inglés al francés; Jack Kerouac, francocanadiense, del francés al inglés; Emil Cioran, del rumano al francés; y Milan Kundera, que ha renunciado a su primera lengua, el checo, cuando escribe ensayo, para hacerlo en francés. Los ejemplos no se acaban aquí, desde luego. En la poesía norteamericana contemporánea hay algunos casos más de escritores translingüísticos: Charles Simic, que ha dejado de hacerlo en serbocroata; y ruth weiss, una judía austriaca que no quiere utilizar el alemán para distanciarse del pasado nazi de su cultura (y que por eso mismo no utiliza nunca las mayúscula, ni siquiera en su nombre: en alemán todos los sustantivos se escriben en mayúscula). Aunque la lista —a la que sin duda podrían añadirse otros personajes— parece relativamente larga, en realidad no supone sino un porcentaje minúsculo de los escritores del mundo; de hecho, son una minoría infinitesimal, es decir, una exigüísima excepción. Pese al éxito de estos casos excepcionales, a mí no deja de sorprenderme que alguien prefiera expresarse en un idioma distinto del que ha mamado de su madre. Creo que era Cesare Pavese el que decía que "el que lo hace, miente". Quizá sea una afirmación demasiado radical, pero contiene un grano de verdad. Yo soy un hablante muy competente de catalán, un buen conocedor del inglés y un aceptable usuario del francés, pero estoy seguro de ser incapaz de alcanzar en cualquier de ellos el nivel de conocimiento y de uso, es decir, de expresión, del que disfruto en castellano. Claro que eso no tiene por qué decir nada de la cuestión que ahora me ocupa y sí mucho de mí —uno es sus limitaciones—, pero me sorprendería que hubiese mucha gente que fuera capaz de expresarse en más de un idioma con un mismo nivel de competencia, suficientemente alto como para crear con todos (y más aún con el adquirido en segundo lugar) obras literarias solventes. Puede que haya bilingües perfectos, pero yo no los conozco. Llevo más de dos años viviendo en Inglaterra —a la que ya llegué con un buen nivel de inglés— y sigo sorprendiéndome de la vastedad casi oceánica del vocabulario —cada día aprendo palabras y expresiones nuevas—, de las complejidades de la gramática y la sintaxis, y de la hondura de los matices, por no hablar de los acentos, los dialectos y las jergas. Se me hace inimaginable moverme en ese espeso bosque de ecos, sugerencias, dobles sentidos, indirectas, ironías, asociaciones, lecturas entre líneas, analogías, neologismos, tonalidades y silencios que es cualquier idioma sin haber nadado en él desde que abrí los ojos —y los oídos— al laberinto del mundo y a la realidad confusa y desconcertante de mi propia mente, de mi propio yo. Uno puede, me parece, acceder a un estadio avanzado de esa frondosidad, y moverse con soltura por sus senderos y trochas, pero nunca a uno absoluto. En los escritores de la diáspora que viven en Londres y que se han pasado, o quieren pasarse, al inglés como lengua literaria advierto una inquietud muy propia, y muy comprensible, de su naturaleza de seres lingüísticos —hecha de curiosidad y descubrimiento— y una consecuencia obvia de las circunstancias en las que viven —si el inglés nos rodea por todas partes, ¿por qué no hacerlo también el instrumento de nuestra creación?—, pero también un error fundamental: si no hemos sido capaces de componer una obra literaria satisfactoria en nuestro primer idioma, ¿cómo esperamos hacerlo en uno que hemos aprendido después, sin el impulso constitutivo, sin la fuerza genésica, definidora del ser y del pensamiento, de aquel? A mí me ha pasado justamente lo contrario: desde que vivo en Inglaterra, asediado por la lengua de Shakespeare, se ha acendrado mi vivencia del español: ahora es el reducto en el que me encierro con más pasión, lo más íntimo e individual, lo que justifica con más exactitud lo que siento y lo que soy. El castellano se ha convertido en una fortaleza espiritual en la que amo, sudo, me peleo y eyaculo: las palabras tienen una fuerza de la que antes carecían; las frases se disponen como peldaños de un ascenso horizontal con el que llego a lo más profundo de mí; todo lo que escribo me ciñe y abraza y golpea y amuralla, y yo lo siento como un regalo intransferible, incomunicable. Revivir esa experiencia en otro idioma se me hace inconcebible.
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