Hace unos tres años, cuando la revista Quimera renovó su equipo y sus contenidos, los nuevos responsables me invitaron a colaborar en ella con una página trimestral. También lo hicieron con otros escritores, para formar así un equipo rotatorio de colaboradores habituales. Yo acepté encantado: me gustaba —y halagaba— la idea, y pensé que la recurrencia de los artículos podía dejar un poso, por tenue que fuera —y uno no se engaña: en asuntos literarios, el poso, si es que llega a haberlo, siempre es tenue—, entre los lectores. En este tiempo he publicado, en esa sección de Quimera, a la que titulé "El altillo", diez artículos: algunos relacionados con mi vida en Inglaterra; otros, con la vida o actividad literaria en general; y otros, en fin, misceláneos, pero todos íntimamente vinculados con los libros y con una experiencia, digamos, estética de las cosas. En mi última estancia en Barcelona, se me comunicó que la sección de las colaboraciones trimestrales cerraba, por una sencilla razón: ya no había otra colaboración trimestral que la mía. De aquel amplio equipo de colaboradores iniciales, el único que había mantenido el compromiso y el ritmo de la colaboración había sido yo. Todos los demás, por uno u otro motivo, se habían ido dando de baja (o los habían dado de baja). No tenía sentido, pues, mantener una sección unipersonal, y se me propuso seguir participando en la revista, pero no de manera fija. Yo entendí las razones que se me exponían y acepté tanto la resolución de Quimera como la nueva forma de colaboración. De hecho, ya había participado en otros ámbitos, con reseñas, artículos y traducciones, así que eso no suponía ningún cambio. Ha sido una experiencia interesante: mantener una página, aunque sea trimestral, supone un compromiso y un anclaje, y ambas cosas estimulan la creatividad, siempre proclive a la indolencia. Como en el diario, aunque con mucha menos periodicidad, hay que pensar de qué se escribe y aprender a hacerlo con agilidad y convicción. Firmar una página es como tener una casa, o, mejor, una habitación —un "altillo"—, en la que refugiarse de las inclemencias de la cotidianidad y desde la que mirar el mundo: la ventana es la propia escritura.
Transcribo a continuación el último artículo publicado en "El altillo", este pasado mes de noviembre, titulado "Entre libros viejos":
Todos los años, otoñal, como la lluvia o el colirrojo real, llega a Barcelona la feria del libro antiguo y de ocasión. El año pasado no pude visitarla, porque no estaba en la ciudad cuando se celebró. Estos días me he resarcido de tan dolorosa ausencia recorriéndola topográficamente. Aunque no sé por qué digo esto como si fuera algo festivo o satisfactorio. Las ferias del libro viejo son, en realidad, fieras, y me hacen sufrir. Y no solo por constatar que el destino de todos los libros –y de las esperanzas e ilusiones de quienes los escriben– consiste en amarillear y ser puestos en almoneda en cajones de mimbre, sino por la penosa apostura de la mayoría de libreros, la no menos lamentable facha de los que se acercan a husmear entre tanta celulosa muerta, y el insoportable olor a polvo, ceniza y vejez de casi todos los puestos. Pero cuando a alguien se le ha inoculado de niño el gusto o la inclinación por algo, como cuando se le ha aleccionado para que vaya a misa o crea que no hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta, es muy difícil, si no imposible, arrancarle esa querencia de la cabeza. Así que, con algunos euros en el bolsillo y la siempre renacida (y habitualmente frustrada) confianza en encontrar algo que valga la pena (como las primeras ediciones de Manual de espumas, de Gerardo Diego, y de Descripción de la mentira, de Antonio Gamoneda, que les compré hace algunos años a sendos libreros inadvertidos por seis euros cada una), me lanzo a recorrer los tenderetes del Paseo de Gracia como si explorara las riberas del río Zambeze. Observo que el primero se sitúa muy cerca de una parada del autobús turístico de Barcelona, abarrotado de guiris que miran con indiferencia una mesa petitoria de Junts pel Sí, los redentores de la patria oprimida. Este año hay menos puestos en la feria que hace dos, aunque en algún sitio he leído que se ha invertido la caída y que hay dos expositores más que el año pasado. Tras un primer y demorado repaso, tengo la sensación de que el género es muy mediocre y, además, caro, incluso disparatado. Localizo, por ejemplo, una primera edición de Vía Áurea, de César González-Ruano (una de las malsanas obsesiones que me persiguen), que cotiza a 200 euros. Ruano es un raro, sí, pero no es Saint-John Perse, y con 200 euros comen hoy familias enteras en España un mes. Recuerdo, además, que este libro ya estaba a la venta, en estas mismas estanterías, hace dos años: que no haya encontrado salida no ha llevado al librero a rebajarlo de precio. Como compensación, doy con otra primera edición de Ruano, su biografía de Mata-Hari, a un precio irrisorio: un euro y medio. Me interesa menos que su poesía, sus memorias y sus diarios, pero sigue siendo un Ruano. Doy también con una princeps de Jardín de Orfeo, de Antonio Colinas, a muy buen precio, pero dudo si lo tengo. Esto me pasa a menudo: ya no recuerdo bien lo que he comprado. Lo devuelvo a su sitio, en el rincón más sombrío de la tienda, donde suele estar la poesía, y me digo que lo comprobaré en casa y que, si me falta, volveré a por él. Es un error: cuando regreso, alguien ha cobrado ya la pieza. De todo el largo montón de libros de Visor en el que se encontraba, solo ha desaparecido Jardín de Orfeo. En las ferias del libro, donde se juntan tantos lectores y practicantes o perpetradores de versos no es difícil coincidir con gente conocida. Este año distingo a José Corredor-Matheos, el autor del inolvidable Carta a Li Po, que habla, con mucha familiaridad, con uno de los librovejeros. También están los que no están. Hace dos temporadas, me di de bruces, para mi espanto, con un poeta canario afincado en Barcelona que estaba vendiendo los libros de uno de los libreros más aborrecibles de la feria, un individuo capaz de increparte por haber desplazado unos milímetros los volúmenes dispuestos en el estante. Pensé que Dios –o el diablo– los criaba y ellos se juntaban. Este año, por fortuna, el canario que gorjea pestes no se ha personado, pero el librero, malcarado como siempre, todavía está ahí. Divierten también las conversaciones que uno atrapa al vuelo: «¿Cómo se llamaba aquel libro de Antonio Gala? ¿Cien años de libertad?», oigo preguntar en un stand. «No, coño, eso era de García Lorca». La segmentación del género aporta asimismo información significativa: en un puesto han abierto una sección de El Bulli, al lado de otra dedicada a Kant, y en otro han apilado la obra de Joan Brossa. Por todas partes, en fin, hay mucha literatura catalana. Será que los libreros comparten la esperanza de una nación por fin exonerada de sus cadenas y quieren celebrarlo con el público.
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