Hoy me encuentro con Nataly, una alumna venezolana de mis talleres de escritura creativa en Londres. Nataly ha viajado por sorpresa a Barcelona, invitada por una prima suya que acaba de establecerse en la ciudad, y me ha escrito por si me apetecía que nos viéramos. La situación en Venezuela tiene este efecto ambivalente: empuja al exilio a muchos, pero al mismo tiempo les da la oportunidad de establecer una red de relaciones en todas partes del mundo. Hemos quedado en la fuente de Canaletas, el equivalente al oso y el madroño de la Puerta del Sol madrileña: el lugar donde se encuentran los que no tienen otro más familiar donde hacerlo. Para mi sorpresa, Nataly es puntual: será que lleva tres años en Londres. (Recuerdo haber visto en Caracas vallas publicitarias, levantadas por el gobierno chavista, que instaban a la gente a ser puntual: para que luego digan que Chaves lo hacía todo mal). Nos acercamos, en primer lugar, a la Central del Raval, uno de los templos de los letraheridos de Barcelona y del mundo hispánico todo. Husmeamos en la sección de poesía. Nataly me pide que le recomiende algún autor de la ciudad y yo, solícito, me decanto por Eduardo Moga: queda un ejemplar de Insumisión en los estantes. También le aconsejo que se lleve Ya nadie se llamará como yo, de Agustín Fernández Mallo, uno de los mejores autores, en prosa y en verso, de nuestros días. Nataly añade al carrito un ejemplar de Terredad, de Eugenio Montejo, uno de los clásicos venezolanos del siglo: me cuenta que en Venezuela es difícil encontrarlo, y en Londres, imposible, aunque por razones distintas. Salimos de la librería y seguimos por Elisabets hasta el Hospital de la Santa Creu. Hoy apenas hay yonquis en el recinto, aunque un puñado de perroflautas me recuerda que esto es refugio de colgados: el espíritu hospitalario del lugar no ha desaparecido. La luz del final de la tarde se clava en las alturas de piedra y envuelve el gris en un oro añil. A Nataly le encantan las callejuelas del Barrio Gótico: me lo dice con una sonrisa cautivadora y un habla de azúcar, ondulante. Yo le señalo que en la Santa Creu, que fue el nosocomio más importante de la ciudad en la Edad Media, se ubica hoy la Biblioteca de Cataluña: en sus imponentes naves góticas, donde antes había camas, hoy hay libros. Al salir de los jardines, volvemos a las Ramblas, por las que fluye un río de gente con dos manantíos principales: el turismo y la navidad, y también dos corrientes paralelas: los que se dirigen al mar y los que vuelven al centro, y enfilamos a la catedral por Puertaferrisa. Lo hacemos por Petritxol, por donde apenas se puede caminar, pero que no quiero que Nataly deje de ver. Le hablo del pasado chocolatero de la calle, del que quedan algunas pastelerías y dos granjas. "Si uno habla de granjas en Venezuela, piensa en un criadero de pollos", me aclara Nataly. "Sí, también en Madrid", preciso yo. Pero aquí son otra cosa. En todo caso, los pollos están fuera, haciendo una cola larguísima a la entrada de Dulcinea, la principal chocolatería de la calle. Desembocamos en la plaza del Pino, con la iglesia de Santa María del Pino, el Bar del Pino y, en el centro, el pino epónimo, hoy menos visible que de costumbre, a pesar de su algodonosa copa, porque lo rodea un mercadillo navideño. "Es un pino raro", dice Nataly; "parece un pino que quiera ser otra cosa". "Yo preferiría que fuera una acacia", le respondo. Seguimos hacia la catedral, pero tenemos sed y paramos en un bar donde parece haber mesas libres: hoy todo está lleno. Sin embargo, es un local de tapas y no podemos solo tomar algo: hay que pedir tapas. Las tapas son el pasaporte a la mesa libre, el corazón y el espíritu del lugar, la raison d'être del posmodernísimo local. Salimos, moderadamente enfurecidos: cosas así no pasaban antes de los Juegos Olímpicos. Continuamos caminando y pasamos por delante de El Portalón, una antigua tasca, deliciosamente mugrienta (uno de aquellos sitios en los que, si apoyabas las manos en la mesa, ya no podías despegarlas; pero cuánto nos reíamos), que ahora compruebo se ha modernizado también olímpicamente. Al desembocar en la plaza de la Catedral, ejerzo de cicerone y le señalo a Nataly los restos de la muralla romana y el grabado de Picasso en el Colegio de Arquitectos; también le informo de que la catedral es gótica, pero la fachada, neogótica: fue construida a finales del siglo XIX. Encontramos refugio en el hotel Colón, un lugar donde sabes que te van a cobrar tres euros por un café, pero también que va a haber asientos cómodos, mantelería de hilo y camareros de una discreción casi eclesiástica. Y, en efecto, allí pasamos un rato agradable, charlando de nuestras peripecias vitales, y rodeados de jubilados alemanes que sorben infusiones o cerveza con jolgoriosa delicadeza. Nataly me cuenta que ya no odia Londres, como al principio de su estancia: ahora ya es capaz de tolerarla, aunque sigan agobiándola sus precios, sus multitudes y la frialdad, casi la hostilidad de sus habitantes. En su primer año de vida allí, cambió cuatro veces de residencia: yo no habría sobrevivido. Su mayor esperanza es volver a Venezuela, donde le gustaría vivir, aunque sabe que su familia y sus amigos se han desperdigado por el mundo, y que, pese a los recientes y prometedores cambios políticos, la situación es lo suficientemente desastrosa como para poner en cuarentena esa perspectiva. Pero la ilusión subsiste, y las ilusiones son esenciales. Luego de los cafés, retomamos el paseo. Visitamos el claustro de la catedral, donde yo hacía años, quizá décadas, que no entraba. A Nataly le hacen gracia las ocas recluidas en el centro del peristilo, que nos miran aristocráticamente. Como ha anochecido ya, todo está oscuro y, en este claustro, negro por la piedra y los humos, más oscuro que en ningún otro lugar. Ya que estamos aquí, le echamos un vistazo al belén gigante que los curas, como cada año, han montado. Es decepcionante: desangelado, desproporcionado, aburrido. A la vista de un supuesto rebaño de ovejas de plástico que ramonea junto al puentecillo por el que pasamos, me pregunto por qué, si hay aquí ocas vivas, no han puesto también ovejas de verdad: le habría dado al pesebre un realismo del que está muy necesitado. En la plaza de San Felipe Neri, uno de los rincones más coquetos de la ciudad, le hago notar la viruela de la fachada de la iglesia homónima: no es una degradación natural, sino el resultado del bombardeo franquista que sufrió este lugar a principios de 1938, y que mató a 42 niños de una escuela cercana. El impacto de la metralla se ha conservado así en recuerdo de aquella atrocidad. Nos acercamos después a la plaza del Rey, cuya pétrea majestuosidad se ve interrumpida por las vallas de alambre de unas obras y la terraza de un bar, que calientan feroces llamas de gas. Le cuento a Nataly que hasta aquí desfiló Colón al regreso de su primer viaje a América, el del descubrimiento, trayéndoles a los Reyes Católicos, que lo esperaban, un séquito de regalos, compuesto por animales exóticos e indios con todas sus plumas. No sé si le hace mucha gracia que le recuerde el triste destino de sus antepasados continentales, pero acepta el relato con una sonrisa educada. También le explico que en las gradas que conducen al Salón del Tinell se representaban en verano —no sé si seguirá haciéndose— obras de teatro, y que una de las que vi, con sobrecogimiento, fue Hamlet, de Shakespeare, hace muchos años. La siguiente parada es la plaza de San Jaime, en la que también se ha armado un belén, y me refiero al navideño, no al político. Le hago notar a Nataly que el caballero matador del dragón que hay encima del balcón del palacio de la Generalidad es San Jorge, patrón de Cataluña y también de Inglaterra. "Es la misma figura que había encima de algunas fuentes del claustro", me dice ella. Su observación demuestra que tiene capacidad de observación y buena memoria visual, dos requisitos importantes para ser poeta, cuya principal tarea no es escribir, sino mirar, saber mirar. Por la calle Fernando, atestada de gente, como casi todas partes, cruzamos otra plaza regia, la Real, cuya hermosa fachada rectangular no podemos apreciar cabalmente, por la oscuridad, pero en la que no dejamos de advertir las palmeras altísimas, las terrazas iluminadas y omnipresentes, y los paquistanís empeñados en lanzar al aire esos pequeños obuses eléctricos que aspiran a vender a algún guiri. También le señalo a Nataly la presencia del bar Glaciar, antaño rincón de tertulias y escritores, entre ellos el excelente prosista y abyecto ser humano César González-Ruano, aunque hoy solo recuerdo rehabilitado de aquel pasado bohemio. De vuelta otra vez en las Ramblas, quiero comprobar si el cercano Pastís sigue abierto. El Pastís era una taberna sombría y exigua que pretendía ser francesa; en consecuencia, siempre sonaba la música de Edith Piaf. Allí solía refugiarme con los amigos, después de pasar las tardes merodeando por el Barrio Chino, cuando el Barrio Chino todavía era el Barrio Chino, y no el parque temático proletario en que se ha convertido. Eran vagabundeos inocentes, desde luego, como correspondía a adolescentes de buena familia y colegio de curas: mirábamos a las putas y a sus macarras, pero sin que se notara demasiado, no fuese que nos sacasen una faca; luego, cuando estábamos a salvo de su presencia maléfica, pero transportados por el espíritu de aventura que nos había llevado hasta allí, nos burlábamos y reíamos de todo. Pero, para mi decepción, el Pastís ha cerrado: sic transit gloria mundi. Caminamos entonces hasta la basílica de la Merced, cuyas líneas limpias y despejada plaza siempre me han inspirado un gran sosiego. En esta zona apenas hay gente por la calle, y nuestro paso se hace también más desembarazado. En el templo cantan misa, aunque solo cuento cinco feligreses. Observamos discretamente la hermosa cúpula y los retablos barrocos, pero tenemos que salir deprisa, porque mi móvil empieza a pitar. El cura está leyendo en ese momento un fragmento de la segunda epístola a los tesalonicenses, y el reclamo del móvil no le ayuda a precisar el mensaje evangélico, siempre tan necesario, aunque no es descartable que haya despertado a alguno de los parroquianos. Subimos, por fin, por la calle de Avinyó. Cuando le pregunto a Nataly si está escribiendo algo, me explica que a menudo le vienen frases a la cabeza, pero que no puede precisar si son versos ni de dónde salen. "Es una suerte de escritura automática que no estoy segura de hacer yo. Es como si alguien me las dictara", especifica; de hecho, quiere titularlas "Dictados". Es un buen título. Las recoge en unos cuadernos y ya tiene un buen número de ellas, que a veces ha desarrollado en algo que tampoco tiene la certeza de que sean poemas. Reparamos a continuación en una librería de viejo aún abierta a esas horas. Es muy pequeña, pero no dudamos en entrar. Nataly ve en una balda la figura de un gato, pero se queda pasmada cuando la figura empieza a moverse: es un gato de verdad, mayúsculo, que se pasea por entre los libros y se para delante de los clientes con la esperanza de que lo acaricien. Así lo hacemos. Yo estoy a punto de llevarme una antología en verso y prosa de Joan Maragall, con ilustraciones, de 1947, pero desisto, y solo me llevo el recuerdo del gato. También me quedaré con el recuerdo de una tarde paseada y magnífica con Nataly Goicoechea, mi alumna y amiga venezolana de Londres, de la que me despido en la plaza de Cataluña, donde nos hemos encontrado hace cuatro horas, y donde la gente sigue amontonándose, transida de espíritu navideño, es decir, de bolsas de El Corte Inglés.
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